Cuando el verano vuelve a ser historia

Hay varios indicios de que el verano ya se ha ido: la vuelta al colegio, al trabajo, a los atascos diarios. El despertador, los madrugones, las prisas. ¿No es todo lo mismo? Yo tengo un par de signos inequívocos de este abandono. El primero llega de repente, de madrugada, cuando por la ventana abierta el frescor comienza a helarme los pies. Entonces comienzo a guardar mis sandalias. El segundo aparece poco después, frente al espejo, al observar, día tras día, cómo van apareciendo bajo los ojos dos sombras densas, que pronto me resultarán familiares.

Pero, mucho antes de que nos alcancen los verdaderos fríos del otoño y la mirada pierda del todo su brillo, comenzamos a abandonar nuestros hábitos estivales, las dulces rutinas de verano que pronto echaremos de menos. El verano supone, casi siempre, un cambio radical en la gestión de nuestro tiempo, estemos o no de vacaciones. Los días son más largos e intentamos recuperar el tiempo perdido el resto del año. Dejamos de madrugar durante unas pocas semanas para ganarle horas al sueño o aún mejor, seguimos madrugando -voluntariamente- para disfrutar de los paseos junto al mar.

También gozamos de las comidas familiares, de un par de horas de siesta, un poco de ejercicio y de esperar a que se oculte el sol, sentados en la arena. En verdad, no parece nada del otro mundo, pero llega a ser suficiente en las dosis recomendadas. Descansar significa para la gran mayoría de nosotros cambiar de hábitos y relajar nuestros horarios. Modificar el ritmo diario y sustituir unas rutinas por otras. Viajar en lugar de trabajar, cambiar de casa, de supermercado, de barrio, de vecinos. ¿Desconectar? No lo creo. Somos animales de costumbres.

Uno de mis hábitos preferidos de esta época es el reencuentro con los amigos. Durante el invierno nos solemos rodear de compañeros de trabajo, de vecinos y conocidos, pero en verano intentamos recuperar a los verdaderos amigos. Cada año intento coincidir relajadamente con los 4 o 5 que conservo aún. A veces recorro cientos de kilómetros para compartir unos días en familia. A los que no consigo ver, los llamo y nos ponemos al día como si no hubiera pasado el tiempo. La verdadera amistad consiste en una relación equilibrada y respetuosa, donde nadie domina a nadie y donde cada parte está siempre dispuesta a darlo todo. Un imposible que, sin embargo, funciona.

Otra de las dulces rutinas es, por supuesto, el tiempo compartido con nuestros hijos pequeños. Sus primeros baños en el mar, las risas, las pequeñas excursiones, los cuentos, los paseos nocturnos en busca de un helado, los columpios o las películas al aire libre. El verano es también la estación ideal para nuestros sueños y proyectos personales. Durante las vacaciones hacemos balance de los meses pasados, nos replanteamos la vida futura y soñamos con que todo es posible. El silencio de la ciudad deshabitada o el murmullo de las olas nos permiten la concentración adecuada que invita a leer y a pensar. A la reflexión individual y al encuentro con uno mismo.

He nadado ya un kilómetro y paro a descansar. Me tumbo boca arriba haciéndome el muerto. Solo dejo la nariz y los ojos fuera del agua. El aire fresco mece los árboles, ya no hay sol y las nubes empiezan a oscurecer mi visión azul. Las sombras alargadas lo van cubriendo todo. Primero las gradas, luego el césped, finalmente a los bañistas.

La piscina se cubre en otoño de una gran bóveda blanca para seguir funcionando. Pero la crisis ha fracturado este año todas las rutinas, también las del invierno y proyecta largas sombras sobre el futuro. Hoy los monitores se han despedido de sus alumnos. Llevaban enseñando casi 8 años y han acabado haciendo amigos en el agua. Tímidamente, uno de ellos toma el micrófono y con voz entrecortada agradece a los presentes el interés y los momentos compartidos. Su despedida queda distorsionada dentro del agua. En esta piscina pública se han tejido cientos de historias. De amistad, de amor y superación personal. Los niños han aprendido a nadar y los jóvenes se han entrenado durante todo el año. Incluso los más pequeños han llegado a ver sirenas en lo más profundo.

Empiezan a caer las primeras gotas de lluvia. La piscina está vacía. Las dulces rutinas de verano quedarán pronto olvidadas por las amargas obligaciones del otoño, que se vuelven preocupaciones comunes en los días fríos y cortos del invierno. Y a veces, acaban convertidas en obsesiones. Las vacaciones siempre son cortas -no nos cansamos de repetirlo-. En octubre ya todo parecerá distinto. Guardaremos nuestros hábitos preferidos junto a las sandalias y el bañador. Se apagarán también las fiestas patronales, sonarán los últimos cohetes de los pueblos vecinos y la piel bronceada perderá definitivamente su color.

El verano es una especie de paréntesis vital
El verano es una especie de paréntesis vital

He escrito alguna vez que el verano es una especie de paréntesis vital donde todo pierde temporalmente su sentido, donde solemos andar despreocupados y alejados de la realidad. Días felices en que nos sumergimos y olvidamos nuestras sombras tristes del invierno. Así lo creo. Pero, al final, el tiempo nos acaba dando caza otro año más y el verano vuelve a ser historia.

Durante las vacaciones hacemos balance de los meses pasados, nos replanteamos la vida futura y soñamos con que todo es posible. El silencio de la ciudad deshabitada o el murmullo de las olas nos permiten la concentración adecuada.

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