Francisco Gil Craviotto: «El Monstruo de Puerta Real»

 

-Las niñas no miran esas cosas. agregó la madre.

-Yo no lo miro. Es que lo veo, porque no tiene pantalones.

Una mujer, que iba casi a la misma altura de la calle que la madre y la niña, también se paró para oír las ocurrencias de la pequeña y hacer su comentario. Éste no pudo ser más negativo.

-Es una vergüenza que en pleno centro de Granada, por donde pasa tanta gente, se expongan estas indecencias. No comprendo cómo el alcalde permite estas cosas.

-No las permite, las promociona -dijo un joven que también se había parado-.

-¿Las promociona? -preguntó alguien-.

-Naturalmente, si la escultura está ahí, es porque el Ayuntamiento la ha colocado. El alcalde la coloca y nosotros la pagamos.

-Esto ocurre -añadió un viejo que se había acercado al grupito-, porque no hay verdadera democracia. Si hubiera verdadera democracia… -¿Qué es lo que usted haría, señor demócrata? -Yo, antes de traer aquí el mamarracho, lo habría expuesto durante un mes en el patio del Ayuntamiento, con un cartel al lado diciendo lo que cuesta a la ciudad y, junto a la peana, habría colocado una caja en la que la gente pudiese votar sí o no. Sólo en caso de que ganara el sí… Aún no había terminado la frase cuando los oyentes se arrancaron con un aplauso. Tenía razón el buen hombre: antes de colocar el Monstruo en Puerta Real el alcalde debería haber preguntado al pueblo si deseaba tal adefesio en el corazón de la ciudad y el precio que por él había que pagar. Pero nuestro alcalde ha preferido su sistema de siempre: ordeno y mando y, al que no le guste, que se vaya por la acera de enfrente. Observé que la niña y la madre habían desaparecido y, como yo tampoco podía perder la mañana oyendo los comentarios de unos y otros, seguí calle adelante. Mientras subía la acera recordé que los antiguos decían que la obra de arte debe producir una emoción estética en el contemplador. Pensé que sería interesante preguntar a los cientos de personas que diariamente pasan por el lugar si la contemplación del Monstruo les produce en el alma tal emoción estética.

Hace cuestión de diez o quince años, cuando se inauguró a bombo y platillo la estatua de ‘El Aguador’ en la Romanilla, a uno de nuestros eminentes políticos no se le ocurrió nada mejor que decir que el burro y el aguador constituían «un atractivo más para visitar Granada». Ignoro si en la inauguración del Monstruo de Puerta Real a otro de nuestros preclaros munícipes se le ocurrió algo parecido, pero sólo pensar que alguien pueda hacer un viaje de Finlandia o Japón a Granada para ver el Aguador o el Monstruo me hace reír.

Sé perfectamente el precio de mi sinceridad: seguro que, antes de llegar al final de este artículo, más de uno me habrá tildado de anticuado y un cavernícola. Es verdad: soy un cavernícola. Si me ponen a elegir entre la cueva de Altamira y el Monstruo de Puerta Real, no lo dudaría un instante: me quedo con la cueva.

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