Leandro García Casanova: «’Los hornilleros’, de Juan Luis González Ripoll»

Algunos llevaban consigo sus aperos y sus ganados y animales de trabajo, pero la mayoría eran tan pobreticos que no tenían nada que llevar, salvo las ilusiones, y hacían el viaje montados en sus albarcas, a lo largo de muchos días de camino, llevando a la espalda los ajuares. Cuando pasaban cerca de los poblados, la gente les cerraba las puertas como si fueran apestados, y decían: no llevan más que los hornillos para calentar lo que puedan afanar por el camino, y por eso de llevar los hornillos, empezaron a llamarles los ‘hornilleros’, y ese nombre les quedó para siempre; a ellos y a sus descendientes (…).

Iban haciendo su camino, mirando donde aposentarse, y cuando llegaban a un enclave que tenía buena pinta y veían que criaba biznagas o cornitas y agracejos, que aun siendo matas riscaleras sólo se dan en tierras buenas, decían: hombre, mira qué llano, cría agracejos y parece que tiene fondo, y labrándolo puede dar cosecha. Escogían un sitio donde armar la choza, y probaban a quedarse allí. Lo más corriente es que fuesen agrupadas dos o tres familias, haciendo el camino juntas, y los hombres se ponían de acuerdo…”.

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Esta obra trata sobre la familia de los Montiel, y el autor narra la vida y milagros de los primeros colonos que poblaron las sierras de Cazorla y Segura. La prosa de Juan Luis González-Ripoll es clara y transparente, como las fuentes de la Sierra del Segura, pero con el mérito de utilizar los localismos de la zona. Uno no tiene más que dejarse de llevar de la mano y de los recuerdos de Juanillo, acompañado por su abuelo Luis, y todo lo demás vendrá por añadidura. El autor hace algo parecido a Miguel Delibes, que utilizaba los vocablos del mundo rural de Castilla en sus obras. Justo Cuadros, el cazador furtivo que más tarde se convirtió en guarda del Coto Nacional de Cazorla, fue el que le contó las historias de los antiguos colonos, como el tío Alejo Fernández, el tío Juan ‘el Aserraor’, Pepe ‘el Manchego’, etc…También le enseñó los modismos y giros del lenguaje que utilizaban. Aquí tengo que añadir que Jesús Romero, ‘el Aserraor’ de Castilléjar, me contaba esto en 2003: “Desde Cazorla, ya ves, me venía andando yo solo a ver a la novia. Y de noche. ¡Toda la noche andando! Cuando ya salía al pantanal de Castril, ahí por encima del Barranco del Buitre, me decía yo que iba a ver a la familia…”.

González-Ripoll solía decir que “cuando a uno le sale una frase profunda, de gran valor filosófico, hay que tacharla enseguida”. Por eso en la novela retrata a hombres y mujeres humildes, campesinos con la piel curtida, que transmiten tristeza y cansancio, y alguna que otra alegría. La vida era tan dura entonces que trabajaban de sol a sol para estar mal comidos y peor vestidos. Pero, en medio de tanta miseria, ellos se identifican con el paisaje y con esa forma de vida. El autor conocía muy bien la zona del Segura y a sus gentes y, a través de la fuerza expresiva que transmite en las descripciones que hace, el lector se identifica con los personajes. Es una crónica de la conquista por los colonos de aquellas tierras, pobladas de pinos, con los que se hacían las chozas y luego labraban el terreno y lo sembraban para poder sobrevivir. Durante el siglo XIX, después de las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, mediante un decreto se consiguió la repoblación de las Sierras de Cazorla y Segura, cuando los colonos ocuparon las tierras cercanas al Guadalquivir.

Juanillo, el personaje central, cuenta sus orígenes: “La familia de mi madre procedía de Campo Cámara, cerca de Castril, donde mi otro abuelo, a quien nunca conocí sino de oídas, tuvo una buenas caleras y un molino de aceite y sus recuas de burros y arrieros para la molienda…”. Señalar que la Sierra de Castril es como una continuación de la Sierra de Cazorla, pero en la provincia de Granada. Y más adelante, el niño confiesa que la vida le fue enseñando: “De manera que mis maestros fueron, por este orden, primero mi tío Luciano el Rubio, luego mi abuelo, después todo lo demás: los árboles y el río y los animales; la nieve, la lluvia y el arco iris; el sol y el reverdecer de los días templados de la primavera…”. En otro momento, Juanillo llega a esta conclusión: “Los pobres tenemos que acostumbrarnos a ser sufridos y a no tener miedo de nada. Las personas ricas tienen ayos para que miren por sus hijos…Tenemos que ser como las ortigas, que se defienden ellas solas contra todo”. hornilleros-portadas2

Al principio, al niño lo mandaron con su tío Perico Pedro –con el que se siente identificado– para que fuera aprendiendo a guardar las ovejas, y así define al tío: “Pues, aunque menguado de cuerpo, salió muy decidido para las cosas de faldas y andaba siempre de bailes y galanteos”. Sin embargo, fue con su abuelo Luis Montiel con quien tiene una relación muy tierna y el que le fue abriendo los ojos, pues conocía a la gente: “…y luego, como hablando consigo mismo, me dijo: ‘La vida es larga y ya te irá enseñando, pero te advierto que es maestra que tiene la mano dura para enseñar’”. Esta es la impresión que recibe Juanillo, cuando llega con el abuelo al pueblo de Villanueva del Arzobispo: “Si no era en estampas, yo no había visto en mi vida tantas casas juntas, alineadas unas junto a otras, ni tanta gente andando de un lado para otro”. El abuelo le dijo al nieto que iban a comprar aceite, pero en realidad compró aguardiente de estraperlo, que luego vendería en Montiel para ir saliendo de los apuros. Algo parecido me pasó a mí, con nueve años, cuando José, el municipal de mi pueblo, me enseñó Granada desde el Mirador de San Cristóbal: antes, nunca había visto nada igual.

González-Ripoll usa el lenguaje rural serrano, incluso a veces incurre en faltas de ortografía: “melguizos, desipados,… y cuando le daba de más al aguardiente, que era casi todos los días, se ponía melancólico y emperegilaba unas salmodias en la jerga de los moros (…), escarburjear. O bien utiliza vocablos de la sierra: pijotazos, anguarinas, ganado mostrenco, eras de pan y trillar, regomello, nos gateamos, “eres un pendengue”, le decía el tío a Juanillo. El autor también echa mano de comparaciones populares: “… y era entrar y salir, que aquello cundía más que quemar rastrojos (…). “Un capitán iba y venía, muy castizo, entre las dos filas, con las manos a la espalda, como se pasean los señoritos por la plaza de Huéscar en las noches de verano…” (…). “Seguimos andando hasta dar con los penitentes aquellos, que resultaron ser tres vecinos de Pontones, que volvían de Sierra Morena, de trampear garduños por las pieles” (…). “Nos puso la carne de gallina”. Lo cierto es que el autor va intercalando el humor y la ternura, en medio de aquella penosa vida y sin porvenir.

Edición con prólogo de Joaquín Araujo El último capítulo lo dedica a ‘La quinta del saco’: “porque todos llevábamos un saco a la espalda, con un ramalillo formando unas hombreras, y allí llevábamos la ropa y las cosillas, como el que va de viajada a coger aceituna”. Se refiere al famoso ‘petate’, que desde entonces entregaron a los quintos, nada más llegar al cuartel. Y no podían faltar las severas condiciones en la posguerra, con los derrotados: “La costumbre que seguían con los que habíamos estado del otro lado, era pedirnos un aval de una persona de su confianza, y mientras sí y mientras no, iba uno a parar a un campo de concentración o a una cárcel”. Fue tanta la pobreza que pasaron aquellos colonos, que la describe así: “El 45 fue el año del hambre, y no quiero acordarme de las cosas que vi por el camino ¡cuánta miseria y cuántas calamidades! La guerra nos hizo mendigos a todos. No se veía más que hambre y luto por todas partes”. Fueron los años de la “pertinaz sequía”, como así la bautizó el Régimen, mientras que miles de españoles fueron encarcelados y condenados por sus ideas políticas.

En 1960, cuando declararon ‘Coto Nacional de Caza’ a las sierras de Cazorla y Segura, los descendientes de aquellos colonos fueron trasladados a Coto Ríos y Vadillo, unos pueblos construidos para ellos. Señalar que Santiago de la Espada –Juan José Martínez estuvo viviendo aquí en su infancia– fue fundada por unos pastores, que venían con sus ganados desde Cuenca, y al principio le pusieron el nombre de El Hornillo. Hoy sus habitantes conservan el gentilicio de hornilleros. Entresaco este párrafo de las frases finales, que me recuerda el final de la película ‘Bienvenido, Mr. Marsall’, de García-Berlanga: “Venía una otoñada fresca y corrían los arroyos, y se oía cantar a los ‘cerrojillos’ anunciando más lluvias. Era el tiempo de las sementeras y, de vez en cuando, se veía pedacillos de tierra ya sembrados, y yuntas mal emparejadas labrando en las besanas… Córdoba, mayo de 1976”. Sí, después de todas las calamidades que pasaron Juanillo y su familia en la sierra, y más tarde en la guerra, era el tiempo de volver a empezar.

El mérito de Juan Luis González-Ripoll fue recoger las historias que le contó el anciano guarda Justo Cuadros, sobre los antiguos colonos, utilizando su lenguaje serrano y mostrando las condiciones de vida miserable que llevaban. De manera que en su novela ‘Los hornilleros’ les dedicó un homenaje y los convirtió en personajes legendarios. El libro lo editó en 1976 y falleció en marzo de 2001.

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