Ramón Burgos: «Un abrazo»

Era muy pequeño –apenas si me habían cambiado la cuna y el biberón por una cama con varales y el puré de factura casera– cuando la voz y las manos amorosas de mi madre me enseñaron a elevar la primera plegaria: “Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto, y te doy mi corazón”.

 

Hoy, varias décadas después, en los pasillos de un gran almacén, Jesusillo, con un abrazo lleno de cariño, ha modificado la letra y el sentido de aquella y de cualquier otra oración, de carácter divino o humano, que haya podido alzar.

Él, con su mirada de luz –tan especial como su existencia– ha hecho que recupere, en parte perdida, la esperanza en la ternura humana y la verdadera lealtad del corazón entregado a los demás.

Ya veis que, al menos hoy, es otro –y muy distinto– el tono de mi reflexión, pero es que cuando uno vive casos como el que os he descrito –no os quepa la menor incertidumbre– al menos debe de replantearse el por qué de nuestro empeño en vivir como ermitaños sin deidad a la que adorar; el por qué, en tantos casos, hemos pasado de ser “animales sociales” a cultivar la “independencia avara” (o, lo que es lo mismo, el “egoísmo subjetivo, inserto en particulares manadas”); el por qué lo “privado de índole cicatera” se ha impuesto a lo “colectivo esencial” en muchos –¿todos?– ámbitos de la vida.

Es más –y no me importa repetirme–: no podemos, ni debemos, permitirnos las formas malsanas con las que se está conjugando el verbo “acometer”, pues todas ellas, sin duda alguna, vulneran los derechos ciudadanos.

¡Mil gracias, Jesusillo! Tú que tienes conexión directa, dile a tu Dios, el misericordioso, Él que caminó sobre turbulentas aguas en el lago de Galilea, que, ahora más que nunca, necesitamos de su iluminación esclarecedora.

 

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Ramón Burgos
Periodista

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