Antonio Luis García Ruiz: «Meditar en la montaña»

Allí, en la montaña, charlamos y meditamos, con serenidad y sinceridad, sobre la fe,  la esperanza, la paz y otras cuestiones más.

Pensar y meditar, constituyen dos de los actos más importantes y transcendentes de la vida humana; son específica y exclusivamente nuestros, al ser nosotros los únicos seres, que estamos capacitados para ello. Del pensamiento y de la reflexión, surgió la ciencia en Grecia, por primera vez, libre e independiente de todo poder, ajeno al conocimiento. La meditación y la oración, aumentan la fe y fortalecen a las personas, en sus deseos y pensamientos más profundos. En ellas estriba una parte esencial del cristianismo y de las principales religiones del mundo. Estas constantes son históricas y universales. Hoy, sin embargo, parece que las estamos olvidando; pero no podrá ser, porque ello implicaría la destrucción de la naturaleza y de la identidad humana.

En mi época de estudiante universitario, aquí en Granada, en los años setenta, constituimos un grupo de amigos, variado y extenso, pero muy unido. Estudiábamos carreras distintas y procedíamos de lugares diferentes; pero todos nos sentíamos ávidos de conocimientos, con enorme inquietud, abiertos a nuevas ideas, contestatarios, creyentes y amantes de la naturaleza y de la vida. Un día, uno de los amigos más competentes Paco Maldonado Prenafeta, nos comentó que había estado con Manuel Vílchez, un ermitaño que vivía aislado en un refugio de la Sierra de Dúrcal; era una persona extraordinaria y quería presentárnoslo. Nuestra curiosidad e interés en conocerlo fueron inminentes; por lo que pronto contactó con él y, al sábado siguiente, cinco de nosotros nos desplazamos con destino al refugio de Manuel.

Tras atravesar Dúrcal, continuamos por un carril hasta llegar a la cota más alta, en la que finalizaba el camino y comenzaba una angosta vereda, no apta para vehículos. Dejamos allí el coche, y, bastón en mano y mochila a cuestas, iniciamos la subida, hasta alcanzar el refugio. Conocíamos la grandeza de Sierra Nevada, sin embargo, ahora, la comprobábamos con los pies y con los latidos del corazón, pero también con la tensión emocional y el goce estético de la inmersión ambiental. Estaríamos cerca de los dos mil metros, en una zona de transición bioclimática, donde árboles, arbustos, encinares, pinares, quejigales e incluso el robledal caducifolio, comenzaban a desaparecer, a ser sustituidos por enebros, sabinas rastreras y piornos. Al fondo, frente a nosotros, contemplábamos los picos más altos y bellos de la Sierra, cubiertos de nieve e iluminados por el sol, y, si volvíamos la cabeza, el edén de Dúrcal y del Valle de Lecrín, engrandecía nuestra inspiración.

Avanzando, llegamos a un paisaje austero, desarbolado y deshabitado; pero, de pronto, se nos apareció el paraíso; un oasis de vida y de verdor, formado por un cortijillo y una ermita en forma de cabaña, rodeados de árboles frutales y hortalizas; un microsistema creado por Manuel, en un paraje único, en las faldas del Cerro del Caballo. Concebido entre el cielo y la tierra, entre el águila y el león, en el frontispicio entre Dios y el hombre, simbolizado por la figura de Jesucristo y Manuel, en una connivencia absoluta y abierta a cualquier visitante. Todo ello, precedido de frases y mensajes, escritos en tablas, troncos, piedras y paredes de roca, que anunciaban y preludiaban el encuentro, casi místico, que nos esperaba. La frase que más me gustó y que recuerdo todavía, es la siguiente: ”El que viene en son de paz, llega tarde y se marcha temprano”. A la vuelta, al día siguiente, durante la bajada, comprobamos la certeza de la misma: se nos había hecho muy corta y grata nuestra estancia: llegamos tarde y volvimos temprano.

Pero ¿dónde estaba el secreto a voces de Manuel? Creo que en la naturaleza, en la montaña, donde vivía sólo con lo necesario, donde se sentía más cerca de Dios. Pero, también, en su amor al prójimo, a todas las personas; sobre todo, a los desfavorecidos, a los marginados, a los drogodependientes y a los que hacen el bien. Compartimos su comida, su casa, sus enseres, y, aún más, su amabilidad, su humildad y su sabiduría. Allí, en la montaña, charlamos y meditamos, con serenidad y sinceridad, sobre la fe, la esperanza, la paz y otras cuestiones más. Participamos de la belleza y la cordialidad del lugar, del crepúsculo, del atardecer; del sonido de las brisas, de las plantas y de los animales salvajes, a los que alimentaba en los días nevados. Probamos el queso de los pastores cercanos, con los que intercambiaba patatas – enterradas, cubiertas por micas quistos, para su mejor conservación – nueces, frutas, verduras, etc. conservadas en su bodega; un cobertizo de madera y retamas, perfectamente ensambladas y resistentes a la intemperie. También probamos el té y la manzanilla de Sierra Nevada, que él conocía perfectamente y cuidaba con sumo esmero.

Recientemente, he sabido que Manuel Vílchez se ordenó sacerdote en 1982, creó allí un centro de rehabilitación de toxicómanos y ejerció su ministerio en distintos pueblos alpujarreños, no lejos de la ermita. Fallecido hace unas semanas; hoy, estará en el cielo: su lugar deseado. Descanse en paz.

Foto: Tomada del artículo ‘Dúrcal pierde a uno de sus seres más queridos, el sacerdote Manuel Vílchez’

 

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ANTONIO LUIS GARCÍA

Catedrático y escritor

 

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