Juan Chirveches: «El poemario de Mario»

    Rodeado de verseros por todas partes menos por ninguna, y respirando a cada instante aquellos poéticos aires que olían a soneto, a Mario, como a todo el mundo, no le cupo más remedio que meterse a poeta: qué otra cosa podía hacer en una ciudad donde, al pasar bajo los balcones, vaharadas de rimas de colores se le venían encima desde el aliento de las macetas y lo ponían pringado de versos que, a veces, tenía que sacudirse a manotazos para que se le cayeran de la ropa en que frecuentemente se le quedaban enganchados…

    A lo mejor, cualquier mañana, Mario compraba el periódico en un quiosco donde, entre la prensa, se levantaban varias torres de un libro de poemas escrito por el quiosquero en sus ratos libres, y que los vendía allí, por si alguien picaba… Luego, tomaba un taxi y el taxista se ponía a hablarle de que había publicado un volumen de versos, pagado de su bolsillo, “cosillas mías que se me ocurren al volante, donde hablo de todo, mire usted, y de las cosas de esta vida que nos ha tocado vivir”, y pretendía vendérselo también… Después iba a la sucursal bancaria de la esquina a sacar dinero, y el empleado de banca exhibía, colocados encima del mostrador, quince o veinte ejemplares de un poemario de su autoría que había ido escribiendo a ratos perdidos, entre balances, hipotecas y cheques conformados, por si la clientela se los retiraba al par que retiraba los billetes…

    Y así andaba Mario, tropezándose con poetas a todas horas, fuera por donde fuera o entrara donde entrara: “¡qué ciudad tan sumamente poetil, versificadora y versificada!”, se decía a sí mismo.

 

    Por las tardes asistía a recitales o actos inscritos en algún festival de poesía, organizado, con dinero público, para lucimiento y exhibición, y beneficio poético y del otro, de los organizadores y de sus amiguetes: sin embargo, sabido era, aquello funcionaba así, y las autoridades lo permitían. O bien se acercaba a la ceremonia de entrega de algún premio de poesía, descaradamente amañado -al igual que casi todos, oiga, pero que todos, todos…-, donde premiado y premiadores sonreían con sonrisas de cemento y cara de hormigón, como si nunca hubieran roto un plato poético y la cosa no fuera con ellos: sin embargo, sabido era, aquello funcionaba así, y las autoridades, cómplices de los enjuagues, por acción u omisión, también sonreían y se reían…
 

    De  manera que, en medio de todo ese ambiente, de forma muy natural, sin poder evitarlo, casi sin darse cuenta, levemente, tenuemente, calladamente, silenciosamente, como si tal cosa, Mario se metió a poeta. Y un buen día se puso a fabricar versos y a montar un libro de poemas.

    La verdad es que nuestro protagonista cuidaba mucho de su poemario, que era como un hijo sensible que le hubiera salido y le creciera, bien nutrido, con las ensaladas, los potajes y las chuletas espirituales de su sensibilidad.

    Guardaba el poemario, Mario, en el fondo del armario, justo debajo de los jerséis. Porque así los versos, cual barras de pan alineadas dentro del horno, permanecían siempre calentitos -opinaba-, y no se ponían rancios ni chiclosos. Y como en ellos volcaba toda su alma y los más recónditos rincones de la misma, podría decirse, en este caso literalmente, que Mario guardaba su alma en el armario.

    Al terminar su sesión de horas versificantes, después de haberlo aireado durante un buen rato con la brisa de su inspiración, lo restituía al ropero. Y allí se quedaba a oscuras el poemario de Mario, en el armario, tan cavernario, tan literario, tan solitario, tan solidario con su propia soledad de vestuario que se cierra y que encierra, silenciosos, ordenados y rimados, como versos textiles puestos en formación, los pantalones y las camisas de Mario, componiendo un poema de tela.

    De modo que, guardado, escondido, secreto, en ese lugar de brumas cuasi perennes donde habitan o se refugian los fantasmas y los duendes de los hogares, permanecía el libro de poemas del bueno de Mario, quien, por aquellos entonces, se daba a pensar que, sin la menor duda, el destino más hermoso, gozoso, glorioso y precioso para un poemario era el fondo del armario. Y que era una vergüenza sacarlo a pasear o dar a luz su embarazo de versos. Porque ello, o sea editarlo, no sería otra cosa que una desvergonzada e impúdica exhibición de lo hondo de su espíritu, es decir, de la ropa interior del alma.

    Exhibición que, por otro lado, a nadie le interesa ni a nadie le importa, ni venga usted a ver.

                                                                                      J. Ch.

            Publicado en el diario Ideal. Granada, 26 de agosto – 2013 
   
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