Leandro García Casanova: «Por la fiesta de San Juan»

 “En el 1936 un cuartillo de vino (medio litro) valía tres perrillas”, recuerda Antonio Pérez, ‘el Moro’, que anda ya por los  85 años. “Entonces íbamos a los cerros a coger esparto mientras el guarda forestal nos iba señalando los tajos”. Y añade: “Por una arroba de esparto te daban tres pesetas”. Su mujer, Amelia Valdivieso, rememora un poco su vida mientras ve pasar los días: “Desde que nos casamos vivimos aquí. Pero en el  último mes se han muerto dos, y nosotros estamos en puertas. ¡A ver!”. Justo García se crió en el cortijo del Arique: “Mi padre tenía ovejas y con ocho años ya le ayudaba al pastor”. Y reconoce que, después de la guerra, “salíamos a espigar, a rebuscar las espigas que habían quedado después de la siega”. Celestino Jiménez, ‘el Peteto’, tiene los borregos encerrados en una alambrada y un par de mulos retozando en la era. El hombre se queja y con razón: “Hoy no hay quien quiera la tierra y la mitad de los ‘paratos’ están perdidos… Aquí ya sólo se ven a cuatro cabras”. Emilio Candela, ‘el Paye’, tiene que hacer un esfuerzo para recordar ‘El Catón’ en aquellos años del candil: “En la cueva de las Paleras puede que ‘haiga’ estado yo dando escuela”. Mercedes y su prima Encarna cuentan que, en tiempos de la República, el tío Leandro (mi bisabuelo) tenía la costumbre de repartir media fanega de trigo (unos veinte kilos) entre los más pobres de la aldea.

Cortijo de San José, años sesenta

A Francisco García Domingo se le ve muy contento con su almiar, pues dice que “la gente se para y le echa sus fotos”. Lo construyó en el año 62, a base de palos y carrizos, y dentro guarda los arreos del campo: “Aquí tenemos el arado de una sola caballería y este trillo es para el panizo…”. La vista del viajero se entretiene sin querer en los altivos almiares, que tienen forma de tienda de campaña canadiense. Los lugareños saben que el día que desaparezcan estos símbolos centenarios, se habrá acabado todo. Pero también llama la atención el largo abrevadero que hay al otro lado de la carretera. A la puesta del sol, y antes de que los encierren en los corrales, las bestias y el ganado se paran a beber mansamente: “¡Sooo…!”. Es ya un rito ancestral. Con 81 años a cuestas, Víctor Castillo recuerda que, “cuando el estraperlo, venían por esos montes los arrieros de Pozo Alcón y te cambiaban los jamones por aceite, o bien te daban cuatro libras de tocino (unos dos kilos) por una de jamón”.

Procesionando a San Juan

Uno tiene imágenes del Cortijo del Cura grabadas en la retina: la singular figura de Juan Martínez, embutido en su camisa blanca, bajando en bicicleta a Castilléjar a echarse su partida de brisca, como viene haciendo desde hace más de cuarenta años. O esa mujer sentada a la puerta de su corral y las gallinas picoteando la comida en sus manos. Aquí uno tiene la sensación de que el reloj de los años parece haberse detenido. Blas García, ‘el Sordo’, subía todas las semanas con la burra a los mercados de Huéscar y de Orce: “A medida de lo que vendíamos, así comprábamos”. Y fue siempre así la vida de estos campesinos sencillos y humildes: al despuntar el día, y con las aguaderas recalcadas de la fruta del tiempo, hileras de bestias trasponían por el viejo camino de polvo y tierra. Pero el Cortijo del Cura es un anejo de Galera, abandonado a su suerte: ha dejado de tener un alcalde pedáneo y los vecinos van a ver si consiguen un barrendero que les limpie las cuatro calles. Sin embargo, tienen tanta devoción que, por entrar el Santo a la vieja ermita –donde se ve todo el suelo levantado-, pagan de 15 a 20.000 pesetas por cada brazo de las andas. Antaño pujaban con 30 fanegas de trigo. Pero es la que digo: si estos días, por las fiestas de San Juan, pasa usted por el Cortijo del Cura y ve que llevan al Santo por mitad de la carretera, regocíjese y cante con ellos ‘Mi divino San Juan’, porque ‘el Bautista’ les ha salido medio andorrrero.

Posdata: Copio parte de la carta que me envió mi amigo el historiador  Jesús Fernández, en 2002:“A finales del siglo XVIII viene a Galera, como cura párroco, don José Sánchez del Barco y Barnés. Tenía varias propiedades y son todas las que se denominan “del cura”. Sus herederos fueron sobrinos y vecinos de Galera y Castilléjar. El cura hizo el cortijo de San José, que era la única vivienda que había en ese paraje. El 8 de enero de 1795 es la primera vez que se encuentra el nombre de Cortijo del Cura en documentos del Ayuntamiento (…). El edificio de la escuela se hizo en los años 40, siendo alcalde de Galera Aureliano de la Rosa  y alcalde pedáneo, tu abuelo Juan García-Fresneda. Se pagó la obra con dinero procedente del legado de don Cosme Izquierdo, emigrante en América del Norte, que dejó sus bienes a beneficio de su pueblo, Galera (…). Durante mi período de alcalde 1979-83, siempre llevé en primer lugar de prioridades: agua potable para el Cortijo del Cura. Por fin lo consiguieron mis sucesores (…). Perdona mi sintaxis y prosa de anciano repetitivo. Nota: L’Arit = Larique”. Se refiere al origen árabe de un paraje que hay a la entrada del Cortijo del Cura. Jesús Fernández falleció hará unos diez años -le dediqué un pequeño artículo en Ideal- y su tumba parece abandonada, pues su hermana fue a una residencia, mientras que su hermano, don Andrés -casi impedido-, fue mi primer maestro en Castilléjar. Jesús me decía que éramos parientes por parte de mi abuela materna de Orce, y me contaba anécdotas de mi familia del Cortijo del Cura.

El cura don José Sánchez mandó construir en el Cortijo del Cura una casa –hoy abandonada-, al abrigo del cerro y a orilla del camino. A partir de aquí, se fueron solicitando permisos para hacer numerosas cuevas hasta que poco a poco se fue formando la pedanía, dotándola de luz, agua y demás recursos que permitieron que los vecinos llevaran una vida confortable. Mis bisabuelos paternos, Leandro García-Fresneda y Mercedes García, se trasladaron a vivir en 1902, desde Huéscar al cortijo de San José.

En 1965, al inicio de curso, entrábamos por la puerta del Seminario de Guadix, los castillejanos Manuel Rodríguez, Tomás Pinteño y yo. Estaban por allí el obispo de la diócesis, Gabino Díaz Merchán –años más tarde fue presidente de la Conferencia Episcopal, durante bastantes años– y, don Leovigildo, el rector del Seminario. Entonces el obispo nos preguntó: “¿Han colocado ya el agua en el Cortijo del Cura?”. Y es que hacía poco había hecho un viaje pastoral por la zona.

 

 

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