Pedro López Ávila: «Asociaciones de Padres Maltratados»

Pienso que la mayoría de nuestros vicios forman parte consustancial de nosotros mismos desde nuestra más tierna infancia, cuando los padres justificamos conductas maleadas, restándoles importancia en aras a la debilidad de la edad ligera del sujeto

  «He visto a multitud de niños desde que inician sus primeros pasos, levantarle la mano a las madres y a los padres, golpearles, escupirles e insultarlos»  

He visto a multitud de niños desde que inician sus primeros pasos, levantarle la mano a las madres y a los padres, golpearles, escupirles e insultarlos; incluso, montar en plena vía pública (tirados en el suelo), «sin poderlos levantar», unas pajarracas que son auténticas semillas que germinarán con el paso del tiempo en raíces de crueldad sobre sus ascendientes, convirtiéndose así en los pequeños tiranos de la casa.

 

Con el paso por la escuela intentan reproducir esas feas inclinaciones con los compañeros y a veces lo intentan también con los mismos educadores, pero cuando son reprendidos por estos, vuelven llorando a casa con tonos tan lastimeros que, en su afán protector, aquellos mismos padres tan permisivos en su educación, se arman de valor y bravuconería para desagraviar a sus hijitos. Entonces, las que la lían en el centro escolar son estos ofendidos progenitores contra los maestros, llegando aquellos en ocasiones a agredir física o verbalmente a los que intentan enderezar comportamientos asociales.

Luego pasa lo que pasa, que estas formas de vida cada día van irguiéndose en manos de la costumbre y cobrando una fuerza mayor de lo que parece, a tal extremo que estamos asistiendo, sin darle mayor importancia, a la creación de asociaciones de padres maltratados por los hijos.

¿Existirá algo más en contra de la propia naturaleza que (ya desde la pubertad y la adolescencia) los hijos apaleen violentamente a sus padres y tengan que ser atendidos en los hospitales por la tunda de golpes que recibieron de aquellos?

Este sistema moral, al que estamos asistiendo impasiblemente en nuestra época, parece que no va con nosotros. Cada vez somos más insensibles al infierno al que son sometidos muchos padres llenos de horror y de espanto ante la simple presencia de sus hijos.

Ahora se habla mucho de valores, casi nunca de moral. Parece como si la moral llevara adherida connotaciones religiosas preocupantes y, consecuentemente, en un estado laico es harto más moderno rechazar el término; si bien, en su sentido etimológico debe recordarse que moral proviene del latín mos moris, que significa costumbre.
Pues bien, nacen de la costumbre las leyes de la conciencia, que entendemos emanan de la naturaleza. Por esto siempre se ha sentido veneración por las ideas y costumbres recibidas y aprobadas de los antepasados de nuestro alrededor y nadie hasta ahora parecía que podría desprenderse de ellas sin sentir remordimientos.
Hoy no existen remordimientos que valgan: la casa se ha convertido en un vivero de desavenencias y de reproches. Por el pueril hecho de ser simplemente jóvenes, los zangolotinos se han adueñado de la estructura jerárquica familiar desde edades cada vez más tempranas; desde la adolescencia tienen el insaciable afán de hacerse los más listos de la casa, mediante censuras y extravagancias que sumisamente acatan sus progenitores, aunque aún los sigan sustentando.

Vociferan y desprecian a sus mayores; los critican, los juzgan y los fustigan con enorme severidad; rompen las normas, se imponen con enorme violencia verbal o física y sólo fingen valorarlos y respetarlos, cuando saben que pueden obtener algún provecho, por provisional que sea.

  «Estamos asistiendo a una época penosa de nuestra civilización, cuya casuística es harto compleja y de difícil solución»  

En resumidas cuentas, estamos asistiendo a una época penosa de nuestra civilización, cuya casuística es harto compleja y de difícil solución. Hemos pasado de la vara, cuyos efectos han generado almas cobardes y profundamente obstinadas, a educar en la abundancia, en la flexibilidad más absoluta y en la ociosidad, sin ningún tipo de responsabilidades.

Las denuncias por vejaciones, malos tratos y palizas que sufren padres y madres de manos de los hijos se extiende como una epidemia maligna que agobian al sentimiento; las ordenes de alejamientos dictadas por los jueces a los hijos de la casa familiar cada vez son más frecuentes. La vergüenza social de tener que denunciar al hijo supone ya la extrema solución al pánico, al horror y a la barbarie, pero para alcanzar tal extremo es necesario haber pasado un auténtico calvario en las garras del silencio.

Sin embargo, las principales víctimas de esos salvajes son las madres (las que les han dado la vida), el objetivo deleznable, el blanco perfecto, contra quienes estos monstruos descargan sus iras y sus más bajos instintos, llegando incluso a asesinarlas, acto al que deberíamos considerar como el más humillante, infame, ruin y antinatural que nos puede ofrecer el ser humano.

 

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