Juan Santaella: «Valores viejos y nuevos en la educación»

Si en otros tiempos imperaban valores como el dogmatismo, el autoritarismo y el sectarismo, hoy, en un sistema democrático, se imponen valores diferentes como son el pluralismo, la autonomía personal, la tolerancia y el respeto al otro, es decir, valores abiertos y laicos. El que nuestros valores sean abiertos encierra una gran virtud, pero también puede encerrar un riego: el adolecer de falta de ideas y de principios, o ceder a los del otro, problema éste que hemos de evitar a toda costa. Tolerar y respetar no puede significar la aceptación plena de los principios del otro, sólo para lograr una convivencia pacífica. El respeto debe significar una interrelación entre los sujetos, donde ninguno impone su punto de vista al otro; no es sumisión, sino ejercicio libre y recíproco de la autonomía personal.

En España hemos pasado de un dogmatismo absoluto a un relativismo en casi todos los campos, lo cual genera personas desorientadas y sin horizontes de futuro. Lo extraño y lo lamentable de esta mutación es que se ha hecho en nombre de un progresismo mal entendido. Este cambio brusco lo hemos visto en la familia, en el trato entre padres e hijos, en la escuela, en las relaciones sociales, etc. Si antes la familia y la escuela, y también ciertos ámbitos sociales, servían para educar y transmitir valores, hoy hemos despreciado la educación en favor de la instrucción; hemos cambiado el fomento de la autonomía personal y el ejercicio del deber por el dejar hacer; el esfuerzo por la comodidad; y la práctica de las normas por la abolición de éstas o la dejadez en su cumplimiento.

Y sin autonomía personal no puede haber responsabilidad moral, como afirman Jean Piaget y Karl Kohlberg, puesto que tener conciencia moral significa ir ganando una mayor autonomía, hacer lo que hay que hacer por convicción, libremente, y no por obligación, puesto que libertad y ley moral no son contrarias, sino las dos caras de una misma moneda. Sólo es libre moralmente el que es autónomo, puesto que sólo éste es capaz de legislarse a sí mismo.

«Nosotros, de acuerdo con Kant, defendemos que los niños han de adquirir,  a través de la educación, una moral autónoma, que les permita decidir por sí mismos»

Muchas veces, dice Victoria Camps, la falta de ideas para vivir con autenticidad adolece de la idea más elemental y necesaria para vivir en sociedad: comportarse educadamente en la relación con el otro, lo cual entraña ser limpio, no dar voces, saludar al otro, no agredirlo, saber estar, guardar un orden en el diálogo, etc.. Es un error confundir la tolerancia con la falta de normas de comportamiento. Enseñar a una persona es mostrarle, en primer lugar, cómo ha de tratar a los demás. Si antiguamente las normas de cortesía eran básicas para la relación social, incluso su uso significaba muchas veces el cultivo de la hipocresía y de la mera apariencia, sin que tras las formas existiera una auténtica valoración del otro; hoy debemos entender la buena educación como una virtud mucho más profunda, cuyo objetivo básico ha de ser que la persona a la que tratamos se sienta más importante, gracias a la delicadeza y a la sensibilidad que nosotros, las personas educadas, sabemos otorgarle. No hay otro tipo de buena educación que éste: tratar con tanta dignidad, respeto y valoración al otro que él vea elevarse espontáneamente su autoestima; lo demás, son meras formas hueras y ridículas.

En definitiva, junto a valores viejos, que hoy deben seguir fomentándose y practicándose, como la disciplina, el respeto, el esfuerzo, el trabajo, la obediencia…, hay otros nuevos que hay que introducir en el sistema, sin atentar contra los primeros, como la democracia, la emotividad, la laicidad, la igualdad, etc.. Además, los jóvenes precisan un asidero ideológico al que cogerse, aunque sea de forma coyuntural y sólo les sirva para transgredirlo y criticarlo.

Para Arendt, innovar no es destruir, sino discernir qué hay en lo aprendido que convenga conservar y de qué manera hay que hacerlo. Una de las cosas que procede conservar es la autoridad del profesor y de los padres, porque esto es hacer valer la superioridad -de experiencia, de conocimientos, de años, en suma- que el adulto tiene sobre el niño, ya que el adulto ha vivido más y ha tenido que formarse opiniones y criterios de más de una cosa: “El profesor, dice Arent, tiene autoridad para enseñar y debe defenderla y responsabilizarse de ella…Educar es transmitir un estilo de vida. Los niños observan y copian, erigen modelos, que quizá más adelante querrán revocar. Tener autoridad es, en definitiva, ser consciente de que, aun a pesar nuestro, somos el punto de referencia de las nuevas generaciones”.

Si malo es renunciar a los valores positivos que había en la educación anterior, peor es seguir aferrados a una enseñanza tradicional que siga defendiendo valores caducos y antipedagógicos como son el dogmatismo, la intolerancia o el autoritarismo. Nosotros, de acuerdo con Kant, defendemos que los niños adquieran, a través de la educación, una moral autónoma, que les permita decidir por sí mismos, espontáneamente, y que esa moral, como afirma Piaget, sea fuente del bien. Sólo a partir de esa moral pueden los jóvenes lograr la auténtica libertad, sin caer en el relativismo moral débil que tantos prosélitos parece tener en este tiempo.

Juan Santaella López

 

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