Como si de un anacrónico desvarío se tratara, puedo imaginarlo elegantemente vestido, tal vez apoyando una de sus manos en un estilizado bastón de madera, caminando dócil por la calle Santiago o por Molinos, saludando a los transeúntes y vecinos del barrio con un leve gesto de la mano o la cabeza, siempre en silencio pues nunca fue de mucho hablar, la mirada fija en cada detalle: en las singulares formas que las manchas de humedad dejan en las fachadas de algunas casas; en los destellos brillantes que desprenden los utensilios de los afiladores, los herreros y los hojalateros; en las sombras malvas que se proyectan en la pared donde asoman unos tiestos con geranios, pensamientos y petunias tras una ventana enrejada. Porque a Mariano Fortuny le gustaba mucho este barrio del Realejo en el que hoy nos encontramos. Así que no necesito hacer un gran esfuerzo para ingeniármelas verlo salir de su casa en la plaza que lleva hoy día su nombre y recorrer las callejas frías y empedradas que circundan este antiguo arrabal judío de una ciudad musulmana: desde el Palacio de los Condes de Gabia al Cuarto Real de Santo Domingo; desde la Casa del Padre Suárez hasta el Convento de Santa Cruz la Real; desde el Monasterio de las Comendadoras de Santiago hasta el Lavadero de la Puerta del Sol y más allá pues los límites siempre son difusos, y bosquejar, en trazos rápidos e imprecisos, ese lugar perfecto donde situará su próxima obra.
Quiero pensar que, al igual que he hecho yo tantas otras veces, observaría como van cambiando los colores de este barrio cuando la luz atardecida resbala lentamente sobre los tejados y las paredes encaladas de las casas; en el oxidado hierro de los canalones que hay en algunas fachadas de la calle Pavaneras; sobre las campanas y los arcos de la portada de la iglesia de Santo Domingo, transformando el color de la piedra en un abanico de ocres y marrones; colores terrosos con reflejos dorados por la incidencia del sol que convierten los muros de cada palacio, de cada convento o monasterio y de cada iglesia de este barrio en un auténtico Mar de Bronce y que en esta tarde de enero me llevan a rememorar los días en los que leí aquella novela de Felipe Romero en la que compartían protagonismo por igual el judío Samuel Nagrella y tantos otros musulmanes por los que Fortuny se sintió atraído, hasta el punto de que su obra no puede comprenderse bien si uno no llega a amar ese orientalismo exótico y sensual que le atrajo en sus viajes a Marruecos, sintiéndose el pintor como si estuviese compartiendo escenario con los personajes de Las Mil y una noches. Ancianos con turbante, bereberes, camelleros, encantadores de serpientes, odaliscas, jinetes, músicos callejeros, matarifes, comerciantes del zoco, vendedores de tapices… Todo tiene cabida su paleta. Incluso, de haberlo conocido, hubiese retratado con lánguida ensoñación al mismísimo Boabdil escribiendo, al cobijo de una lámpara de velas, sus memorias en un Manuscrito Carmesí con el que varios siglos después nos hizo soñar el escritor Antonio Gala. Todavía hoy, creo ver un cuadro que no existe.
Como por arte de magia, todo el barrio del Realejo se transforma en un gran lienzo que el gerundense va componiendo en su cabeza, donde, de forma imaginaria, aplica finas veladuras de pintura para representar el hierro de los balcones y ventanas, la madera de las puertas y los postigos, las telas de las ropas de sus vecinos de la plaza del Realejo Bajo, vestidos de forma distinta a como lo hacen habitualmente, como si fuesen personajes de una época que no conoció pero que aún pervive en su memoria. Tal vez, pasó una tarde entera dibujando sentando en el Campo del Príncipe, cobijado a la sombra de un árbol. Así que, por qué no fantasear un poco más allá y pensar que ese árbol era un Granado, como en la evocadora novela de Taríq Alí.
Sin embargo, Mariano Fortuny no convivió con los judíos que habitaban el Realejo ni con los musulmanes de la Alhambra, sino que cuando llega a Granada, encuentra un mundo totalmente distinto pero igual de fascinante: el de los gitanos que habitan en cuevas del Albaicín, a donde acudirá casi a diario para tomar apuntes e imágenes del natural; por que como los marroquíes a los que tanto dibujó, los gitanos de Granada le ofrecen al pintor un mundo lleno de contrastes lumínicos y matices coloristas que su retina no quiere dejar escapar. Y así, ganándose su amistad y su confianza, mezclándose con ellos, pudo nuestro artista reflejarlos en diferentes aspectos de su vida cotidiana, plasmándolos con su particular estilo detallista y minucioso que se diluye con la luz a través de una atmósfera inexacta de resonancias impresionistas.
Al igual que un fotógrafo de nuestro tiempo, Fortuny fue tiñendo de verdes, azules, malvas, naranjas y amarillos el característico universo de sus gentes que, si bien le reportaban importantes beneficios económicos por tratarse de una pintura facilona que gustaba a la alta burguesía de su época, le iban sumiendo cada vez más en una profunda tristeza, pues su corazón anhela la creación de una obra más libre y luminista, y ni siquiera la pícara sonrisa de la joven gitana Carmen Bastián, a la que utilizó como modelo en varias ocasiones, pudo despojarle de esa deprimida angustia que le acompañaría hasta el final de sus días.
Aunque, nada de todo esto es real; al menos, no una parte de cuanto aquí les estoy contando hoy. Porque Mariano Fortuny i Marsal murió joven, con apenas 36 años, y de su paso por Granada y por este barrio del Realejo apenas nos quedan unos pocos cuadros y una sucia placa oculta entre cables de luz que pocos se detienen a observar… Pero, a todos aquellos que como yo, sentimos y amamos este barrio como algo propio, nos queda el consuelo de saber que cuando este excepcional artista disfrutó en Granada de los dos años más felices de su vida, lo hizo en nuestro barrio. Que anduvo por las mismas calles y plazas por las que seguimos yendo nosotros hoy día, pues también él supo descubrir la belleza que desprenden los lugares de este pintoresco barrio al que los musulmanes llamaban la “Garnata al-Yahud”, y que los cristianos renombraron como el Realejo.
(*) Pablo Casanova es profesor y autor de la novela ‘El enigma de Carmen Bastián’ (Ed. Dauro)