Antonio Luis Gallardo: «Escuelas de pueblo»

Todo empezó allá por 1960, finales de verano –lo recuerdo muy bien-cuando mi Madre me llevó al “Grupo Escolar”.

Así se llamaba entonces el colegio que había en la calle Cochera, frente al famoso cine Yusuf de Salobeña. He ido olvidando sin querer muchos momentos de aquella infancia feliz, pero guardo muy presente aquel luminoso día de septiembre, con mis cinco años recién cumplidos y el rostro amable y sonriente de la Señorita Nati, que me invitaba por primera vez a pasar a la clase de párvulos.

Muchos días me veo, en ese mismo lugar, mientras el cocido que tenía Doña Nati olía a coles, pues a nosotros nos daba clases en la parte de arriba, concretamente en la cocina alrededor de una mesita de madera y con la silla con cojín, pues apenas llegaba al filo.

Preciosos recuerdos para esa Maestra con mayúscula, pues antes sí que tenían vocación por lo que hacían. Es verdad que ahora no se tiene tanta como antes, hay un dicho popular que dice pasas más hambre que un Maestro!!! y si que parece ser que antes cobraban poco y a veces incluso, solo impartían clase por una casa y una comida, eso sí que era vocación.

Edificio en el que se encontraba el único Grupo Escolar de Salobreña

En ella empecé a escribir mis primeras letras. Fueron días de lecturas en la cartilla, muy cerquita de mi Maestra, y libretas llenas de hermosísimas letras, que juntas decían, sin salirse del renglón, lo que ella escribía y muchas veces repetía yo.

A los años siguientes, los niños, que tan felices con las niñas compartíamos espacio e ilusión, fuimos de ellas separados en los años que siguieron de escolarización. Y, en el piso de arriba, con otros como yo, Gonzalo Castaño, Gerardo Pérez y Julio Martín a veces dando botes, cuando nadie nos vigilaba, haciéndoles retumbar el techo a las niñas en el piso inferior.

¡Qué vergüenza, cuando nos mandaban dar un recado o llevar algo a la Maestra! las orejas encendidas, la mirada gacha; así atravesábamos la clase de las niñas de «lazos azules» hasta llegar a la tarima de la Maestra.

Y pasaron los días en las clases, con las energías contenidas por temor al duro castigo que recibían los infractores de rígidas normas impuestas por la disciplina, necesaria en aquellos tiempos, donde escaseaban los recursos, pero sobraban la buena voluntad y abnegación de los Maestros.

Como pasaron lentamente los años entre tablas de multiplicar, ristras de cuentas, oraciones, catecismo y pasajes de memoria, que aprendíamos de aquellos gruesos, tristes y grises librotes, que contenían todo lo que se podía y era obligado aprender, que cada año mandaba el Ministerio.

Creo que todos los que hemos pasado por aquellas escuelas unitarias, recordamos con cariño al maestro/a, que a diario se esforzaba por conseguir que avanzáramos poco a poco en el conocimiento de las cosas y de los números, con el fin de prepararnos para el examen de ingreso que en aquel momento marcaba un punto de partida en un camino que no todos podían recorrer.

A pesar de la férrea disciplina imperante de la época, nunca vi a Doña Nati poner la mano encima a ningún niño o niña, más aun sí usaba la caricia y el beso en la mejilla para premiar tu comportamiento. Enseñanza humanitaria y de calidad, ya que desde esa humilde escuela llegué al examen de ingreso con 8 años y con una preparación que ya de por si quisieran los Colegios Privados.

Cuando ya teníamos 7-8 años nos ponía a repartir la leche en polvo en cartuchos de papel y ese queso de bola amarillo que tanto nos gustaba; a los que repartíamos nos daba el privilegio de repetir con la leche en polvo y estar un buen rato tratando de digerir el emplaste que se formaba en el cielo de la boca, pues nos la tomábamos sin agua.

Sea éste mi humilde homenaje a tantos Maestros y Maestras que dedicaron su vida a la educación y formación de generaciones. Alguien dijo que “Un profesor es el que te enseña, un Maestro es del que aprendes” y yo aprendí de la buena de Doña Nati, gracias allí donde estés.

Antonio Luis Gallardo Medina 

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