Mi abuela Laura vivía en la calle Ingenio, calle que se podría decir familiar, pues los que vivían allí eran como una gran familia y todos participaban de la matanza que hacía mi abuela. Tal vez no exagero si digo que para mí era de los mejores días del año, pues la gente que se congregaba allí era tal que parecía fiesta, y eso era una gran fiesta.
Lo principal era criar el cerdo. Se solían comprar pequeños y cada familia los criaba en casa. En el corral de muchas casas, había un lugar para este menester, pero en el caso de mi abuela tenía el corral de mi padre. Durante todo el año se engordaba a los cerdos con alimentos naturales como patatas, remolacha, harinas de trigo, cebada, maíz y, sobre todo, todas las sobras de comida de las casas, que era más bien poco. Algunas veces les echábamos molluelo que vendían mi tía María, la de Teresa Montes y que era salvado de trigo.
Cuando llegaba diciembre, empezaban las primeras matanzas que se extendían hasta el mes de febrero. La noche anterior se preparaban la mesa grande para matar, la máquina para embutir, los lebrillos o barreños de barro, las cuerdas, cuchillos, leña. Ese día no se le daba de comer al cerdo a fin de que tuvieran los intestinos más limpios. Nos levantábamos muy temprano, sobre las 6 ó las 7 de la mañana, mi abuela hacía una gran olla de café de puchero y mis tíos Modesto, Luis, Eduardo y Antonio bebían aguardiente.
Los hombres agarraban el cerdo, le ataban las patas delanteras y traseras, lo estiraban en el banco y le clavaban el cuchillo en el gaznate, mientras una de las mujeres, mi madre o mi tía Eloísa o mitTía Mari ponían debajo del pescuezo un lebrillo para recoger toda la sangre, recuerdo que había que remover constantemente para que la sangre no se coagulara
Esta sangre es la que servía para hacer la morcilla y la sangre con tomate, que era uno de los platos de la comida del medio día.
Se encendía una gran hoguera y se hacían antorchas de paja y broza para quemar los pelos o cerdas del animal. Nunca he olvidado ese olor característico al quemar los pelos y pezuñas del cerdo. Se limpiaba con agua hirviendo. Cuando el cerdo estaba limpio se colgaba en una gancho que solía haber en todos los corrales dispuesto para este menester y se empezaba a abrir y despiezar. Se sacaban las tripas, se lavaban con mucha agua y se les daba la vuelta para utilizarlas en los chorizos y las morcillas.
A todo esto, las mujeres no paraban de pelar cebollas y lavar tripas; así mismo, preparaban el arroz por si querías echarle algunas morcillas.
Lo primero era probar la carne del cerdo. Se asaba en la lumbre, la «moraga», que son los primeros trozos de carne aliñada con ajos y pimienta molida y se acompañaba con un buen vino de la costa, mi padre lo encargaba en Albuñol, el vino joven de ese año ¡qué bueno era ese vino!.
Después se picaba la carne y un poco de tocino. Se adobaban los lomos y las costillas, se salaban los jamones y el tocino restante y se guardaba la manta del cerdo, se utiliza para deshacerla y hacer con ella los chicharrones, las mantecadas y la manteca blanca. Entonces se preparaba la máquina para embuchar los chorizos y las morcillas.
Los chorizos se elaboraban con carne picada, patata y el «gordo» del cerdo (el gordo es la grasa que se saca de toda la carne del cerdo, costilla, lomo, solomillo, riñones…).
Aun parece que estoy viendo la casa de mi abuela con el techo repleto de tripas de morcilla y chorizo, la manta de tocino y la orza repleta de lomo en manteca, paisajes habrá bonitos pero como ese muy pocos, lo tengo grabado en mi retina como si fuese ayer mismo.
Al día siguiente a la matanza, seguíamos en el mismo lugar, lo único que había cambiado era que ahora había más vecinos y amigos que nos acompañaban y por supuesto continuábamos comiendo cerdo, chicharrones, magra con tomate, etc.
La fiesta, porque eso era una verdadera fiesta acababa al tercer día, cuando ya se acababa el trabajo y, sobre todo, la damajuana de vino.
Nunca debió perderse esta costumbre, más por lo familiar y entrañable, así como por la parte culinaria, pues toda mi familia participaba y todos nos sentíamos partícipes de ese acto tan maravilloso que era un día de matanza.
Antonio Luis Gallardo Medina
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