Pedro López Ávila: «La cultura de los 140 caracteres»

Aunque todos lo sabíamos que la mentira, si está bien gestionada, dominaría al mundo; en esta era de Internet se está confirmando y consolidado, sobradamente, esta creencia. Leo en un periódico de tirada nacional en el que Paul Horner de 38 años, tras una entrevista en The Washington Post aseveraba que la culpa de que Donald Trump haya ganado las elecciones en Estados Unidos era suya. Es más, aseguraba: «Sinceramente, la gente definitivamente es estúpida, nadie comprueba nada y así es como ganó Trump«. Este tal Horner (que maneja, al parecer, una decena de páginas web de noticias falsas) inventó haber cobrado 3500 dólares del equipo de Hillary Clinton para protestar durante un mitin del candidato republicano. Noticia difundida tuiteda y compartida por miembros del propio Trump, incluido, el presidente electo y su jefe de campaña. Esta y otra serie de mentiras amontonadas, una tras otras, que han circulado por las redes sociales de forma vertiginosa pudieran haber sido determinantes para que Donald Trump haya alcanzado la presidencia de la Casa Blanca o, tal vez, vuelva a reírse nuevamente de todo el mundo impunemente este menda, llamado Horner.
Hasta acabada la segunda guerra mundial el periodismo no se tomó como un medio objetivo, (aunque, afortunadamente, nunca lo fuere). El falseamiento de la información, que se vertía en los medios de comunicación había sido hasta entonces una herramienta imprescindible y esencial para el alcance de logros políticos y militares. En definitiva, un arma estratégica, cuyo objetivo final era la manipulación al servicio de los intereses de los grupos dominantes del poder; sobre todo, cuando había estado al servicio de los modelos totalitarios, tal y como nos demuestra nuestra historia más reciente. Sin embargo, a partir de la entrada en escena de las redes sociales, la información y desinformación conviven con la mentira, con los resentimientos de los justicieros, con los señalamientos, con la injuria, con la calumnia y con la ofensa, hasta llegar a convertirse en la lacra de esta democracia cada vez más indefensa.

Se trataría, pues, de una avalancha inmisericorde de mentiras organizadas y amplificadas en las redes, a fin de instalar el miedo y la ansiedad sobre el individuo; todo esto, organizado y agitado desde viles intereses económicos o partidistas, hasta alcanzar un beneficio personal. Claro, que, en rigor, tampoco podríamos decir que desde siempre no haya habido historiadores, jueces, políticos filósofos o escritores que no tengan su tendencia y su partidismo. En general, desde la primera página de un periódico o de cómo se abre un informativo en radio o en televisión, debe ser suficiente para corroborar por dónde va cada uno. De la misma manera ocurriría con lo que llaman investigación histórica. La misma documentación no tiene garantía absoluta de conocer la verdad, porque el que hace investigación lleva una tendencia anterior a la hora de elegir sus datos y tres cuartos de lo mismo con los jueces, filósofos periodistas o economistas que, al final, son más apasionados que los poetas renacentistas. Esto lo vemos mejor con los tertulianos televisivos de esta época, cuando un mismo hecho social, político o individual, tiene mil testimonios contrarios y mil versiones distintas en las que, por cierto, cada uno se responsabiliza de lo que dice.

Lo que no puede ser es que la cultura de los 140 caracteres se haya impuesto de forma definitiva, con absoluta impunidad, a tal extremo que tenga, sin fundamento verificable, más poder que el argumento sólido y que la reflexión crítica, serena y rigurosa de la realidad.

Lo que no puede ser es que la cultura de los 140 caracteres se haya impuesto de forma definitiva, con absoluta impunidad, a tal extremo que tenga, sin fundamento verificable, más poder que el argumento sólido y que la reflexión crítica, serena y rigurosa de la realidad. No se puede consentir que el insulto, la amenaza, el sectarismo, la mezquindad, la xenofobia, la homofobia, la zafiedad y sobre todo, la incultura se encumbren por encima de la libertad hasta llegar a convertir las redes sociales en auténticos semilleros de odio y crueldad, en el despropósito acumulativo del rencor, enraizado en la envidia y sustentado en la mentira.

En este tiempo en el que existe mucha gente, que no ha dado nunca un palo al agua y que está abocada a morir de hambre o vivir de la política, ha encontrado en las redes y en Internet un modo de adornar su estupidez o de superar sus propias carencias, mediante la amenaza al oponente político y a su linchamiento moral, ejecutando la mentira encapsulada en 140 palabras. Dicho de otro modo más genérico: cuando un político, empresario actor o cualquier otro que sobresalga en este perro mundo, pueda tener carisma o presencia social relevante, puede darse por finiquitado si salen a por él o a por ella los que movilizan todo esto. Es igual todo. El caso es debilitar al otro hasta su hundimiento. Baroja decía: «para arrastrar a una multitud, lo que se necesita son palabras sonoras, gritos, una canción, una bandera, un tambor. Ideas, ¿para qué?.«

Hoy se podría decir que ni eso se necesita, tan sólo es importante estar conectados Internet, vileza moral, falta de instrucción y una gran ignorancia.

 

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