Juan de Dios Villanueva Roa: «¡A la escuela!»

Los docentes, esos seres que trabajan para que los niños aprendan a construir su proyecto de vida, malabaristas con un pie en la realidad y otro en los sueños, como diría la doctora Pinzón; los maestros, esos seres desposeídos del reconocimiento que su labor debiera tener en una sociedad que solo mira el dinero, el poder, el brillo, los oropeles y las abundancias; los maestros vuelven a hacerse cargo del futuro de este país (si es que lo han dejado en el estío).

Los padres soplan aliviados aunque los pequeños lloren el primer día, aunque le lloran a otros. La aún cenicienta de la vida pública abre sus puertas, en ella se sumergen quienes han de gobernar el mundo; pero eso será mañana, hoy solo parece preciso que estén ahí, y que molesten poco. Esto no es siempre así, pero dese una vuelta por los corrillos de padres y madres, vea, cuente, escuche, analice y saque sus propias conclusiones. La escuela ya está abierta, analice los estímulos que quienes ejercen ahí su oficio reciben desde todos lados. Observe cuál es la primera ocupación de los que hasta ahí llevan a sus hijos. Yo se la voy a decir: abrir un grupo de guasap. Pero de eso hablaremos otro día.

Esta semana las escuelas, institutos y universidad abren sus puertas y serán atravesadas por la ciudadanía entre filas, colas y chillidos, entre risas y lágrimas, y en las mochilas, que antes eran carteras, los sueños aún por descubrir bullen entre bocadillos, batidos y zumos.

Esta semana las escuelas, institutos y universidad abren sus puertas y serán atravesadas por la ciudadanía entre filas, colas y chillidos, entre risas y lágrimas, y en las mochilas, que antes eran carteras, los sueños aún por descubrir bullen entre bocadillos, batidos y zumos. Y al frente, las gentes que vuelven a entregar su imaginación, sus ojos y gargantas, sus conocimientos y paciencia, sus horas dentro y fuera de esos muros en los que siempre el calor humano es el dominante. Esta semana la vida parece que vuelve a la normalidad, con más maestros y menos niños, dice la administración, con más tecnologías y menos tasas, y en las aulas el olor a goma de borrar y a madera se mezclará con las pantallas de pizarras electrónicas y de ordenadores, y cada cual buscará su sitio en ese espacio de aprendizaje de la vida, donde el magisterio ha de actuar de forma permanente. Ahí no valen despistes, ni alejarse unos minutos, menos aún cuanto menor sean las edades.

Recorrer los pasillos de un centro educativo es una sinfonía de voces, de sonidos, de silencios, de bullas tras los cristales. Y las personas que enseñan toman las riendas de una sociedad que les debe tanto que ni se lo imagina. Mientras, los políticos siguen resolviendo los problemas que ellos han originado, los mercados siguen atendiendo a los clientes, y los juzgados siguen llenos. Cerca, las escuelas iluminan el futuro de una sociedad en la que hay que creer, porque es la única forma de sonreír cuando una criatura te enseña las mellas, no las del tiempo, las de los dientes. Una pregunta a mí mismo: ¿serían las cosas igual si en esta profesión la inmensa mayoría fuesen varones?

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