Juan Antonio Díaz Sánchez: «Médica en la sierra»

En una dorada tarde de otoño, cuando el día caducaba y el sol se fugaba por el horizonte del ocaso, el tren llegaba a la estación, siempre puntual como las manecillas de un clásico reloj de bolsillo. El viento soplaba suavemente, conformando una agradable bruma de otoño, y acariciando la rama de los árboles, que lloraban hojas doradas. En la vieja estación se apeó Natalia, una joven médica que comenzaba una nueva vida.

 

Natalia era una joven muchacha preciosa; alta, morena, con los ojos oscuros como la noche insondable y pelo tan lacio, cuan madejas de seda. Natalia había estudiado por vocación, su amor por la medicina no conocía límites y la bondad de su corazón tampoco. Por ello, fue por lo que decidió estudiar Medicina, para ayudar a los demás. Sin lugar a dudas, Natalia era la simpatía y el amor, personificados en una sola mujer. Estaba recién licenciada por la Facultad de Medicina de la Universidad y había realizado la especialidad de familia. Una vez que terminó su período de formación práctica en el hospital de la capital, obtuvo destino como médica de cabecera en un pequeño pueblo de la sierra.

Cuando la joven médica llegó a la villa ya había anochecido. La impresión que le causó fue buena. Se trataba de un pueblo pequeño, sentado a los pies de la sierra y que ejercía la función de “amo de llaves” de la misma. Eso sí, pudo advertir que hacía bastante frío para la época del año en que se encontraban. El otoño acababa de comenzar, atrás quedaban ya los últimos días de verano, y por las tardes refrescaba bastante. Sin embargo, ella se encontraba feliz. Su mirada y sonrisa eran todo un derroche de amor y simpatía.

Natalia comenzó a vivir en una casita pequeña de una sola planta, tenía un pequeño jardín, que cuidaba primorosamente, y lo que más le gustaba a ella era el amanecer del día. Ese momento mágico en que los primeros rayos de sol entraban por su ventana y acariciaban su faz, suave y delicadamente, saludándola al nuevo día, no tenía comparación alguna. De pronto, ella despertaba de un bonito sueño, encendía la radio y la locutora daba los buenos días a España.

Esa misma mañana, comenzaba su primer día de trabajo en el consultorio médico de la villa. Cuando la muchacha llegó, observó que éste se ubicaba en el edificio antiguo pero restaurado, que antaño había sido una escuela, y que ahora era el centro de salud.

− ¡Buenos días!, −exclamó Natalia al entrar por la puerta.
−Buenos días, −contestó Mari Inés, que era la recepcionista del mismo.
−Me llamo Natalia y soy la nueva doctora, −dijo Natalia.

La verdad es que como Natalia derrochaba tanta juventud y alegría pues costaba trabajo pensar que fuera la nueva doctora.

Mari Inés no podía dar crédito de lo que estaba viendo, −pero si es una niña−, pensó en voz baja. La verdad es que como Natalia derrochaba tanta juventud y alegría pues costaba trabajo pensar que fuera la nueva doctora. No obstante, Mari Inés se alegró muchísimo porque en el pueblo ya contaban con otra doctora joven, aunque era unos cinco años mayor que Natalia, se llamaba Isabel, Isa para los amigos, y eso a Mari Inés le encantaba, ver como las jóvenes mujeres eran las que estaban “partiendo el bacalao” –como se decía popularmente− en todos los ámbitos de la vida, especialmente en el de la sanidad.

Natalia estaba encantada con su nuevo destino. Se encontraba muy feliz en la villa, regalaba alegría y esperanza a todos sus pacientes, y estaba aprendiendo mucho de don Jaime, que era el veterano médico del pueblo. De él estaba aprendiendo muchísimo porque era la voz de la experiencia y la sabiduría. No sólo aprendía en el ámbito profesional de la medicina, sino que también lo hacía en el personal, sobre todo, en la forma de tratar a las personas. De Isa también estaba aprendiendo bastante puesto que era una médica brillante, simpática y muy buena persona; no pasó demasiado tiempo para que las dos muchachas se hicieran amigas inseparables.

No hubieron de pasar muchas semanas de su llegada para que Natalia se encontrara plenamente integrada en el pueblo, era ya una vecina más. Allí, además de ejercer su profesión, pudo realizar numerosas actividades y en especial una que le apasionaba, leer tranquilamente, sentada en un banco del paseo, bajo la sombra de los olmos y álamos, respirando el aire puro que bajaba de la sierra y viendo como el sol recortaba, poco a poco, paulatinamente, sin prisa alguna, las horas de lectura.

Una mañana de invierno, Natalia e Isa tuvieron que atender una urgencia muy grave. Se trataba de un accidente laboral producido en la fábrica que había próxima a la villa. Dos muchachos habían sufrido un aparatoso accidente, pero afortunadamente nuestras dos médicas llegaron a tiempo y lograron salvarle la vida. Pero en aquella intervención salvaron algo más que dos vidas, salvaron dos corazones, puesto que en el interior de los suyos nació el amor, que se iría cultivando, poco a poco, paulatinamente, sin prisa alguna. Crecía el amor en sus corazones tan lentamente como pasaba las horas de lectura que Natalia diariamente invertía en los libros, mientras que la brisa acariciaba su bonita cara y peinaba sus cabellos oscuros como la noche mágica.

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Juan Antonio Díaz Sánchez 

Centro de Estudios Históricos de Granada y su Reino

 

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