PASIÓN DE COLECCIONISTAS, XI: El escritor Antonio Enrique y su curiosa colección de brochas de afeitar

Mucha gente sabe que Antonio Enrique (1953) es un escritor granadino residente en Guadix, ciudad en la que se jubiló tras treinta y cuatro años de vida docente y en la que está al cuidado del aula Abentofail de poesía y pensamiento. Así mismo, que ha publicado una veintena de poemarios y casi una decenas de novelas, siendo la última ‘Boabdil, el príncipe del día y de la noche ‘(Dauro, 2016) que le ha valido el premio Andalucía de la Crítica, 2017, e igualmente que ha firmado unos cuatrocientos comentarios y ensayos, en revistas y prensa. Tal vez es menos conocida su labor como impulsor de la Literatura de la Diferencia, movimiento al que dio nombre y de presidente honorario del Instituto Iberoamericano de Estudios Andalusíes. Pero, quizás, lo que sea más desconocida es su afición a coleccionar brochas de afeitar, curiosidad de la que tuvimos noticia gracias a su buen amigo, el también poeta y escritor, Pedro López Ávila.

«No me considero coleccionista. Pero, desde pequeño, me gustó no tanto clasificar sellos, como preguntarme qué mensajes habían acogido en las respectivas cartas. Los sellos son metáforas de los países que representan. Uno de ellos, de Curaçao, me inspiró ‘Sellos como piel de anaconda’, en ‘Cuentos del río de la vida’. Era un sello inquietante. También coleccioné cubiertas de bolsitas de té, pero la regalé no recuerdo a quién. Espero que haya seguido en el empeño», explica antes de mostrarnos su colección de brochas que se puede ver en su despacho, en una estantería repleta de libros dedicados por sus autores. «No los he contado nunca, pero libros autógrafos puedo tener unos tres mil y brochas, unas trescientas», responde cuando le interrogamos por el número de libros y utensilios para el afeitado que despiertan nuestra curiosidad teniendo en cuenta que es un hombre de barba duradera.

Estanterías con la colección de libros dedicados y brochas de afeitar de Antonio Enrique: ANTONIO ARENAS

«De pequeño, me llevaban a un salón de peluquería llamado Lisarte, en calle Mesones. Me encantaban aquel silencio y parsimonia, aquella tibieza donde se concentraban tantos perfumes, y la discreción de los peluqueros, cuyos peinados tan pulidos eran ya un reclamo publicitario de la casa. Solían preguntar a los señores de edad: “¿Con, o sin?” Con el tiempo me enteré que se referían a efectuar su labor con o sin conversación. ¡Cuánta discreción y tacto! No hay para relajarte como aquella atmósfera donde el tiempo se detiene. Si dispones de un buen peluquero que te sepa masajear cabeza y barba, tienes una fortuna», comenta a modo de justificación. También que la mayoría las ha adquirido durante su visitas a distintas ciudades, preferiblemente en mercerías o perfumerías antiguas, negocios ya en extinción, pues «en las nuevas, como ya no se estilan, no hay más que ordinarieces, y lo que yo busco es la singularidad, lo pintoresco o insólito; de estas quedan cada vez menos». Brochas perfectamente ordenadas, de madera y metal, pasta y metacrilato, «como también de cachicuerno y de cerámica. Las hay de ébano y hasta marfil, pero estas son ya puro vicio. Esto, en cuanto pomo, corona o puño. En la melena, las cerdas son de cola de caballo, de tejón y hasta marta. Cuestan un capital y no están a mi alcance. Lo habitual es simple fibra sintética. Es lo que hay».

El poeta Pedro López Ávila y Antonio Enrique se conocen desde que eran estudiantes ::A. ARENAS

Antonio Enrique afirma que cada brocha tiene su historia, que en el fondo es lo que le da un interés especial. Así, por ejemplo, nos cuenta que una de ellas se la regaló su buen Juan Ortega, concejal de fiestas del Ayuntamiento de Sevilla, al que considera «uno de los hombres más regocijantes que he conocido. Y había servido de atrezzo a una representación de ‘Las bodas de Fígaro’ en el Teatro de la Maestranza. ¿Se imagina lo cargada de energía que estaba? Miles de pares de ojos habían tenido que fijar sus miradas expectantes en este adminículo. Como él coleccionaba relojes, le regalé uno de leontina que me había regalado un biznieto de Tolstoy. Fue un trueque solapado que no me hizo especialmente feliz, a pesar de lo falso que era, no el biznieto, sino el reloj», explica con su característico sentido del humor.

Detalle de la brocha regalada por Mestre a Antonio Enrique con dedicatoria incluida:: ANTONIO ARENAS

Junto a esta hay otras que tienen un valor especial, al ser obsequio de algunos amigos como es el caso de la que le regaló José Lupiáñez que le trajo de Argel, «como aquel viaje fue una trepidante aventura, cuando la toco me parece sentir aquellos riesgos por los que pasó». También la de Juan Carlos Mestre, que con ocasión de una visita a Guadix para impartir una lectura poética, tuvo «el principesco detalle de regalarme otra pintada por él, a maravilla. Pero yo tengo un sentimiento especial para la que perteneció a Felipe Romero, el genial autor de ‘El segundo hijo del mercader de sedas’». Lo que no tiene tan claro el escritor es a quién destinará esta curiosa colección ya que, «a veces fantaseo con que mi hijo Orlando se anime y me dé un nieto, mejor una nieta. Pero no lo veo yo muy por la labor… ¡estos jóvenes de ahora! Pues para ella, si cumple conmigo como secretaria. Si no, también». Antes de despedirnos, nos cuenta otro de sus secretos relacionados con este tema pues reconoce que le ayuda mucho a pensar «el sentarme tranquilamente a mirar y clasificar sellos. Es un momento de retiro impagable, y es entonces cuando sobrevienen las mejores ideas. En cuanto a las brochas, una de ellas me inspiró cierto personaje de ‘La espada de Miramamolín’, que de aristócrata pasó a simple barbero en una ciudad perdida de Colombia, pero éste, depositario de grandes secretos, como lo son casi todos, además de expertos psicólogos».

 

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