Blas López Ávila: «Elogio a la necedad»

 

«La miseria y la pena no hay que ensayarlas»
Luis Mateo Díez ‘La gloria de los niños’

Ha muerto Verónica. Verónica era joven, casada y madre de un chiquillo de cuatro años y de un bebé de cuatro meses. Una noticia más que ocupará portadas, algún que otro comentario de mayor o menor enjundia y a otra cosa. La vida sigue. Atrás quedarán el inmenso dolor, la angustia, la pena y una familia rota para siempre que tratará de sobrevivir malamente por el resto de sus días. Y ahí quedará la cosa en muy poco espacio de tiempo: la indiferencia y el olvido. Definitivamente hemos perdido el respeto a nosotros mismos.
Seguimos la senda de los conductores suicidas, en disparatada carrera hacia la nada, sin otro planteamiento que el elogio a la necedad. Porque necedad es estar más atentos al ruido que al silencio, al continente que al contenido. Necedad es la exaltación de la hipocresía, la mentira, la envidia, el narcisismo, la vanidad, la codicia, el hedonismo y el culto al cuerpo y a la eterna juventud como valores de referencia de las relaciones sociales. Necedad no es otra cosa que aceptar sin rechistar el eufemismo como la peor manera de mentir. Y estamos instalados en una sociedad eufemística que, en su incapacidad para el análisis, da por buena cualquier forma de mentira que disfrace el mundo con los extraños ropajes de un mundo feliz. Y créanme, no es eso. El eufemismo ni es inocente ni, mucho menos, neutro. Muertos los dioses, el Centro Comercial se ha convertido en el eje vital del hombre sin otro principio y fin que el de llevar a la práctica todos y cada uno de los antivalores a los que más arriba hacía referencia: “VENDERÍAMOS TODO CUANTO USTED NECESITARA SI NO PREFIRIÉSEMOS QUE USTED NECESITASE LO QUE TENEMOS PARA VENDERLE” anuncia el cartel del Centro, protagonista –no tan secundario- de “La caverna”, la lúcida obra de José Saramago.

Vivimos en una sociedad a la que han hecho creer libre cuando jamás el individuo, anestesiado e inerme, ha participado tanto y tan gustosamente de su propia esclavitud. El término abstracto, tan interpretable y, por tanto, tan manipulable por su propia naturaleza, ha pasado a ser el vehículo de formación de las nuevas generaciones en un alarde de deformación de la realidad sin precedentes. Aquí nadie se plantea que la libertad es otra cosa. Que no es posible la libertad sin ética ni la ética sin conciencia. La conciencia entendida tal como la explicaba el escritor y ensayista gallego Xohán Vicente Viqueira a sus alumnos de Ética en La Coruña y que los alumnos de la Institución Libre de Enseñanza se pasaban unos a otros con auténtica devoción: “La conciencia es la actividad mental de estimar el bien”. Pero, claro está, para entender conceptos tan básicos se requiere exactamente eso: actividad mental. Y la única actividad mental que parece regir el destino del hombre de hoy es la del colorín y la de las redes sociales: ¡Qué bien! ¡Qué libres somos! ¡Cuánta ingenuidad!

Con un pensamiento tan débil no es difícil que nos estén dando gato por liebre. Nos negamos a admitir que el mal existe. Desconocemos que modernidad y progreso no son términos sinónimos, aunque desde las altas esferas del poder así nos lo quieran hacer creer, y que es retrogrado desconfiar –y muy seriamente- de la ciencia y la tecnología. Una ciencia y tecnología, por cierto, vendidas cada vez más a la industria militar y a las grandes multinacionales químicas y farmacéuticas que tan cínicamente dicen trabajar como grandes benefactores de la humanidad. Nos esquilman económicamente, nos exterminan, invaden nuestra propia intimidad…y todo ello, y es lo grave, con nuestra propia complicidad en nuestro afán “progresista” y “moderno”. Y en esos mismos afanes, tenemos el cinismo y la hipocresía de criticar –no sin razón- la Sociedad del Rifle norteamericana, a esos padres que adiestran a niños y a adolescentes en el manejo de las armas, pero nos parece lo más natural del mundo poner en manos de un crío o un adolescente un dispositivo móvil con acceso a Internet ¡Qué bien! ¡Qué libres somos! ¡Cuánta necedad!

Verónica ha muerto, sí. Será el signo de estos tiempos crueles y sin piedad pero a mí me duelen su dolor y su angustia; su juventud y su muerte. Me gustaría escribir que la muerte de Verónica ha sido la última de esta sociedad, mal llamada de la información, enferma de “redpatía” y soledad. Pero no se preocupen pronto tendremos nuevos muertos sobre la mesa de los forenses: el juego de la muerte, la ballena azul o cualquier otra maldad por el estilo. Y nos alarmaremos y nos indignaremos- quizás unos pocos- y la vida seguirá su ruta por la senda, como decía al principio, de los conductores suicidas ¡Estamos tan solos!

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