Quizá algunos de vosotros recordéis el final de mi última reflexión, escrita antes del principio del mes de este tórrido agosto que nos acaba de abandonar: “La igualdad de oportunidades no se puede medir con la regla de los años – y mucho menos las necesarias ayudas que, hoy en día, son imprescindibles para poder seguir adelante–. La valoración ha de ser otra muy distinta: debe estar relacionada –como os decía– con otros valores benéfico-generales. ¿O es que queremos volver a los tiempos de la emigración (laboral) de nuestros más brillantes conciudadanos?”.
Pues bien, ha comenzado otro septiembre y no sé si sigo cegado, confundido o engañado; mejor, alucinado, pues prefiero entender –a riesgo de ser tachado de ingenuo–, como define medlineplus.gov, que tan sólo estamos percibiendo “cosas como visiones, sonidos u olores que parecen reales, pero no lo son. Estas cosas son creadas por la mente” (de lo contrario, si lo que estamos viviendo es real, quizá mi fe y mi aguante van a llegar a su límite).
Estas cosas –cuestiones– me resultan tan inadecuadas como las “risas de guion” de algún espacio radiofónico: innecesarias y que no aportan nada a la bondad del mismo. Todo lo contrario: impiden la escucha “sosegada” e impide su valoración.
Acepto que estemos –como casi siempre en los últimos años– pasando unos tiempos complicados y en los que las opiniones, sobre cualquier episodio, sean dispares y contrarias. Pero no quiero creer en la desaparición del consenso y la sociabilidad.
Sobre todo si conseguimos reciclar el tono y las formas de convivencia –sean del tipo que sean–: jurídicas, políticas, ciudadanas…
¿Habrá llegado el momento de confesar nuestra falta de solidaridad? Yo soy de los que afirmo que vamos tarde en esta materia propia de los derechos humanos.
No quiero pensar que haya que clamar al cielo –el de cada uno– para que todo lo dicho tenga la solución adecuada de reconciliación, sosiego y avenencia.
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de
Ramón Burgos
Periodista