Muchas veces me pregunto si el progreso económico, científico y tecnológico en las sociedades modernas ha ido acompañado del humano, y en muchas ocasiones, me respondo negativamente.
Hace muchos años, cuando yo era un niño, los abuelos vivían y morían en la casa familiar, acompañados del cariño de toda su familia. El modelo nuclear facilitaba que los padres, hijos, nietos y, a veces bisnietos, convivieran en la misma casa. En ella, todos sabían que los ancianos, depositarios de la experiencia y sabiduría que dan los años, eran las personas que había que respetar y querer.
Hoy los hechos suceden de otra forma. El escaso número de nacimientos, junto al aumento de la esperanza de vida, nos ha conducido a ser una de las sociedades más envejecidas del mundo. Hay más ancianos que nunca. Pero, el aumento del número de separaciones y divorcios, la aparición de nuevos modelos de familia y la variación de las condiciones laborales, sociales y económicas, no solo ha debilitado la unidad familiar, sino que también ha hecho crecer el número de hogares unipersonales, muchos de ellos habitados por personas mayores. Ya son más de 2.000.000 de personas mayores de 65 años las que viven en soledad. Algunas de ellas mueren abandonadas en el más absoluto desamparo. Los medios de comunicación nos lo cuentan. Fallecen en sus casas y nadie se apercibe de ello, hasta que, pasados varios días, semanas e incluso meses, el olor pestilente de sus cadáveres descompuestos delata su muerte. ¿Dónde estaban sus familiares?
Otros mueren en los aparcamientos de ancianos, que es como yo llamo a las residencias. Algunos lo hacen terriblemente solos. Normalmente, cuando llaman a los familiares, el anciano ya ha fallecido sin el acompañamiento de ninguno de ellos. La propaganda mercantilista trata de convencernos de lo felices que son los ancianos en ellos. Es normal, son negocios, pero basta darse una vuelta por alguno de ellos, para comprobar que no es oro todo lo que reluce. Podemos vivir en un palacio y tener de todo, pero si nos falta el amor, no tendremos nada. Nuestros ancianos lo reclaman con fuerza. ¡Pobres abuelos! Hemos de devolverles su dignidad y respetarlos con cariño. Hacerles felices en la última etapa de su vida.
Y para ello no solo es fundamental la educación, sino la modificación de las condiciones laborales y sociales, así como el uso por parte de los gobiernos de los recursos humanos, sociales y económicos que permitan recuperar para ellos la dicha de envejecer y morir dignamente. Y no en la soledad más absoluta.
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docente jubilado