Jesús Fernández Osorio: «Albuñán, un entrañable pueblo del Sened»

En este espacio, tantas veces dedicado a la melancolía de lo que pudo ser y que algún día fue, hoy quisiera detenerme en una realidad bien palpable. Una realidad concreta que nunca dejará de tener su pasado, su presente y sus legítimas aspiraciones de futuro. Un todo indisoluble que, a fin de cuentas, ha venido conformando los pasajes eternos de un pueblo granadino: Albuñán.

No se fíen de las apariencias, Albuñán es un pueblo pequeño, sí, pero grande en la importancia de su historia y, por ende, en la certeza de sus gentes por poder tener un pasado en el que pensar, en el que fijarse y al que poder acogerse cuando soplen tiempos de incertidumbre o de zozobra. Sobre todo por la veneración y el respeto debido a las múltiples generaciones que una vez poblaron su terruño; siempre esperanzadas, pese a las adversidades, en el porvenir de sus hijos.

Una alquería, esta de Albuñán, a la que, tal como nos apunta claramente su topónimo (al-Bunyan), no es difícil asociar unas claras reminiscencias árabes. Así, lo encontraremos formando parte, como tal, de la circunscripción del Sened o Cenete nazarí. Un territorio único y particular que, como sabemos, se extendía por el este desde la actual Abla almeriense, hasta La Peza, por el lado de occidente, y siempre limitando con la agreste cara norte del monte Sulayr (Sierra Nevada).

Su incorporación a la Corona de Castilla se producirá en el contexto de las últimas fases de la Guerra de Granada (1482-1492). Tras la rendición de la ciudad de Baza también capitularán, a finales de 1489, las ciudades de Almería y Guadix, junto con todas las poblaciones bajo sus jurisdicciones respectivas. Unas tierras y unas ciudades que, recordémoslo, se encontraban bajo el control de El Zagal. Si bien, su sobrino Boabdil y Granada aún continuaban resistiendo al empuje castellano.

En el verano de 1490 Albuñán se sumará al alzamiento mudéjar que se empezó a gestar en una parte de los pueblos que ya habrían quedado bajo dominio cristiano. Unas circunstancias que a la postre motivarán su no inclusión –junto con su vecino Cogollos– entre la extensa donación de tierras y villas que los Reyes Católicos realizarán ese mismo año a favor del cardenal Mendoza (Pedro González Mendoza). Y que, junto a la posterior entrega de Huéneja a su hijo don Rodrigo de Mendoza y la cesión efectuada por el prelado al mismo, servirán para constituir el Marquesado del Zenete.

Plaza de Albuñán. A. Romero (1963)/AHPG

Por su parte, a los vecinos de Albuñán y Cogollos, por su participación en la revuelta, les será ordenado el repartimiento de todos sus bienes y los mismos serán entregados, mediante mercedes reales, a los nuevos repobladores; que, principalmente, se concentrarán en manos de Sancho de Benavides, en Albuñán y de Diego López Pacheco (el marqués de Villena), en Cogollos. Así, casi ocho décadas después, llegaremos a la sublevación morisca del también verano de 1569, en el que, en Albuñán, queda plenamente documentado el incendio de su iglesia y de, al menos, una de las torres del castillo que poseía el “señor del lugar”, Cristóbal de Benavides. Unas acciones desesperadas y violentas que conllevarán, junto con el resto de población morisca, su definitiva expulsión del Reino.

No sin dificultad se repoblarán los dos pueblos colindantes que queden a las puertas mismas del Marquesado del Zenete. Incluso, algunos años más tarde, se planteará un serio intento de compra de Cogollos, a los monjes del Parral de Segovia, por parte de los dueños de Albuñán. Aspecto éste que, finalmente, no llegará a concretarse. Aunque, al menos, ambos pueblos a efectos religiosos, si continuarán manteniendo la estrecha vinculación de sus dos iglesias en una misma “cuenta de fábrica” y, casi siempre, compartiendo párroco. Por lo demás, en el largo devenir del paso del tiempo, no les faltarán elementos de fricción por nimias cuestiones de límites o pastos. Aunque, también es cierto que les ocuparán causas comunes; como sus prolongados pleitos contra su también vecino Jérez y el duque del Infantado, por las preciadas aguas de la sierra: Albuñán, por las aguas del río Alcázar –que compartirá con Guadix– y Cogollos, por las del barranco del Alhorí.

Los dos municipios experimentarán, a lo largo de los años, situaciones y vivencias próximas y contrapuestas en cuanto a su población y, en algunos periodos, como ocurrió en el último cuarto del siglo XIX, se llegará a formular la agrupación de ambos municipios. No prosperará. Ni en ese, ni en ningún otro momento. Tal vez, cabe plantearse si, ¿podría haberse llevado alguna vez a buen término la unión efectiva de los dos pueblos?

Dos pueblos que, con circunstancias no demasiado diferentes, experimentarán la tragedia de la guerra y los años grises que le siguieron, el azote continuado de la emigración –en justo homenaje, una de sus plazas está dedicada precisamente a la misma–, la conquista de los derechos y la llegada de la democracia, el despertar de la autonomía andaluza, la búsqueda del progreso… Sin olvidar nunca que los auténticos protagonistas lo serán siempre los hombres y las mujeres de carne y hueso, los campesinos, los ganaderos y los mineros que aquí nacieron y vivieron manteniendo la esperanza de dejar atrás sus prolongados infortunios; los de las personas humildes y sencillas que, día tras día y de verdad, protagonizaron –y siguen protagonizando– la vida cotidiana de ambas localidades.

Calle de Albuñán. A. Romero (1963)/AHPG

Ahora, cuanto más observo estas fotografías de A. Romero, más me hago eco de las risas infantiles de esas niñas que despreocupadas juegan en medio de la calle principal de Albuñán. Mientras, otros niños más pequeños las observan algo tímidos y un tanto semiocultos desde los trancos de las puertas, tras los omnipresentes carros de madera o entre los pacientes mulos. Todo un síntoma del laborioso trasiego y del bullicio infinito que se adivina más al fondo y que concluye en la soberbia panorámica del Picón de Jérez luciendo esplendoroso con las grandes nevadas de antaño. O, en la otra toma, en la que su autor supo captar el presuroso andar del sacerdote, los surcos del agua recorriendo las calles libres de asfalto (en este caso su plaza) y la agradecida presencia de los dóciles bueyes; esos que un día dejaron de ser insustituibles para las labores del campo y desaparecieron sin dejar rastro.

Es posible que de esos años (o tal vez anteriores) procediesen los esporádicos recelos y las agrias rivalidades que alguna vez escuché se sucedían entre los jóvenes de Albuñán y de Cogollos. Cuando, seguramente buscando un “enemigo exterior”, se citaban en los límites del Molino Santos para emprenderla a pedradas. En mi caso solo me cabe recordar cuando porfiábamos en los improvisados campos de cultivo medianamente habilitados para jugar al fútbol, cuando acudíamos a sus fiestas patronales o cuando rememoro el valor de las amistades que allí dejé trenzadas.

Por todo ello, no me perdonaría haber dejado pasar la oportunidad de testimoniar en estas páginas de IDEAL EN CLASE al primer pueblo del altiplano que subiendo desde Guadix nos acoge y espera: a Albuñán. A un pueblo apacible y entrañable que constituía –y sigue constituyendo– una parte fundamental del espacio vital en el que nací y en el que viví. Y del que, por todo ello, puedo decir con orgullo que es uno de los míos, que es uno de los nuestros.

 

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Jesús Fernández Osorio

Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).

Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.

Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘,

Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘ y coautor del libro

Torvizcón: memoria e historia de una villa alpujarreña‘ (Ed. Dialéctica)

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