Mis recuerdos más lejanos de Nochevieja y Año Nuevo, cuando era solo un niño y luego un adolescente, están ligados a una cena familiar y a una televisión entre nosotros. Al principio en blanco y negro y, desde luego, a una sola cadena, la 1 de Televisión Española. Empezaba con el discurso de fin de año de Franco, que ya viejo, seguía introduciéndose en nuestras casas cada 31 de diciembre para que nunca nos olvidáramos de él. Eso cambió con su muerte, porque el rey que nos dejó de sucesor decidió alterar la tradición y dirigirse a todos nosotros en Nochebuena. Quizás fue la única novedad perceptible en esos primeros momentos de la monarquía, cuando todavía no se vislumbraba ni la Transición.
El resto de la noche transcurría con una cena opípara hasta que llegaba el momento cumbre de las campanadas. Unos minutos antes de las 12 las uvas tenían que estar perfectamente preparadas para llevar a cabo el ritual que todo el país cumplía al son del reloj de la Puerta del Sol. Nunca había otro, sencillamente porque tampoco había otra cadena de televisión. Y luego, con la sidra —o el champán, que era en realidad cava y mucho menos frecuente—, en muy pequeñas cantidades, solo para poder brindar, continuábamos enganchados a la pequeña pantalla hasta las dos o las tres de la mañana. No obstante, año a año, tras las uvas, fueron ganando terreno el tocadiscos y la música discotequera de la época —como la de Boney M.— para improvisar unos desastrosos bailes.

Hubo un momento, que no puedo precisar, que nuestra rutina de fin de año cambió. Fue cuando mi madre y sus tres hermanas decidieron juntar a sus familias para cenar. Desde ese año indeterminado las cuatro, con sus cuatro maridos, su madre y sus veintiún hijos nos reunimos para festejar la última y especial noche del año. El motivo de la decisión fue una grave enfermedad de mi abuela. Cuando la superó, sus hijas pensaron que las nocheviejas que le quedaran las pasaría con todos sus nietos. Y así fue. Año tras año, cuando ya la televisión era a color, nos reuníamos, siempre en casa de una de mis tías, siempre en la misma casa, más grande que las otras, los más de treinta que éramos entre primos, tíos, abuela e, invariablemente, algún que otro allegado que nunca faltaba, entre ellos mis abuelos paternos, a los que mi padre, con razón, se negaba a dejar solos. Pero la generosidad de los anfitriones —mis tíos— era infinita y eso superaba todas las dificultades. Allí cabíamos todos los que quisiéramos ir.
En dos grandes habitaciones unidas por una puerta corredera —una sala de estar y un comedor— se disponían las mesas que se necesitaban. Cada cual de una forma, con asientos, platos, vasos y cubiertos de lo más variopinto. Los cuatro matrimonios en la mejor, la mesa principal, con la abuela (o los abuelos). Y los demás, sentados por edades para congeniar bien, en las restantes. Pero la comida sí era la misma en todas. Durante días las cuatro hermanas se habían organizado para llevar cada una platos distintos a las demás: entremeses variados, suculentas carnes frías, croquetas de pollo auténticamente caseras, ensaladas y verduras para cualquier gusto, la macedonia —con o sin nata—,…; todo preparado en enormes cantidades, para que de nada faltara o estuviera escaso.

Y se seguía con la televisión encendida. Eran los tiempos de Martes y Trece. En casa de mis tíos vimos el mítico número de las empanadillas de Móstoles. Y desde entonces la pareja de cómicos amenizó varias nocheviejas a mi familia y a todas las de este país. A la vez, íbamos creciendo. Comenzaron a llegar los primeros novios y las primeras novias, que terminaban de baile en otra de las habitaciones de la casa, bajo la paternal vigilancia de sus dueños. Incluso las primeras bodas. Y en consecuencia, cada vez éramos más en la cena, porque nadie quería perdérsela.
Desde el 86 empezaron, lentamente, a venir los de una nueva generación. Y llegamos a los cuarenta. En la noche final de 1995, cuando ya faltaba la abuela de todos, asistimos con mi hijo mayor, que aún tenía solo meses. Pero las dos habitaciones se estiraban y lográbamos encontrar nuestro sitio. También la televisión era más grande y ya había varias cadenas, aunque siempre recuerdo el reloj y las campanadas de la Puerta del Sol.
Un año, a finales del siglo pasado, no volvimos a juntarnos. Quizás porque estábamos superando los cincuenta y las paredes no daban más de sí. Mi segundo hijo no llegó a conocer aquellas cenas—y el primero, que era tan pequeño, no puede acordarse de nada—. Pero yo, por el contrario, lo que no puedo es olvidarlas. Forman parte inseparable de lo mejor de mi juventud. Y cuando llegan estas fechas no logro dejar de pensar en mi madre y en sus hermanas, que tanto trabajo y tanto amor le pusieron a la Nochevieja familiar.
Enlace al vídeo de Martes y Trece:
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)