Lo escribía en el mes de junio del año 2019, y hoy, anonadado por los acontecimientos internacionales –y nacionales– que han acontecido, no puedo sino reiterarme: no es necesario recurrir al Oráculo de Delfos –en desuso por derribo–, al mago Merlín –con demasiada edad y pensando en el retiro–, o a la bruja de turno –que “habelas, hainas”– para confirmar que nos estamos saltando las imprescindibles normas de convivencia.
Y ello, os lo decía, por la pérdida o falta congénita de solidez en las convicciones: “al menos yo, siempre he preferido apostar por el “diálogo estable” sin «inventos (ni siquiera) con gaseosa», pues, al final, las burbujas necesariamente cosquillean nuestras narices”.
La verdad es que, a diario, me pregunto el por qué de este cambio sobrevenido en poco tiempo. Y aunque son varias las respuestas que vienen a mi cabeza –algunas más inquietantes que otras–, ninguna de ellas alcanza la satisfacción deseada, como indicadora del camino hacia la precisa mudanza de actitudes y decisiones.
¿Quizá tenga algo que ver con la condena al olvido que, por el desarrollismo, hemos impuesto al espíritu de la solidaridad…? ¿O, más bien, por el secretismo interesado de nuestras actividades extra-humanitarias…? ¿Nos habremos implantado con carácter definitivo en lo codicioso y excluyente (“qué hay de lo mío”)?
Toca, pues, cavilando y discurriendo, poner freno a esta degradación, para que el pasado de acogida y unión de culturas vuelva a ser la guía imperante de nuestra vida.
Quizá, parafraseando la famosa frase de “Lo que el viento se llevó”, haya que gritar: “A Dios pongo por testigo que no podrán derribarme. Sobreviviré, y cuando todo haya pasado, nunca volveré a pasar hambre” de solidaridad, “ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tenga que…” seguir pregonando en el desierto todos y cada uno de los Derechos Humanos.
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de
Ramón Burgos
Periodista