Blas López Ávila: «¡Que siga el espectáculo!»

Una única muerte es una tragedia, un millón

de muertes es una estadísticaIósif Stalin

Sí, otra vez, desde la neblina de la memoria de los tiempos regresa el pasado, regresan los peores presagios y los fantasmas de la guerra: montones de cadáveres apilados en las calles, en medio del terror; el caos, la destrucción, la muerte. Y los trenes del horror -en blanco y negro- atravesando el corazón de Europa, vuelven a la retina de lo que fuimos, tan alejado ya de lo que hoy somos. Y vuelven también a nuestro memoria los versos de Hernández en “El rayo que no cesa”: “Tengo estos huesos hechos a las penas / y a las cavilaciones estas sienes”. Y vuelven el odio y el rencor y lo más abyecto del ser humano. No tenemos otra opción sino mostrar nuestro acuerdo con Yuval Noah Harari cuando escribe, en su obra “Homo Deus”: “Homo sapiens hace todo lo que puede por olvidarlo, pero es un animal”.

Escribe también el historiador israelí, en la obra citada más arriba, que lo que distingue al hombre de las otras especies animales, no es ninguna “chispa” –el alma si se quiere- sino el desarrollo de la capacidad de “colaboración flexible”, que lo hace superior al resto de las especies. Aun siendo esto cierto, lo que no podemos olvidar, si no queremos equivocarnos gravemente, es que esa “colaboración flexible” necesita estar organizada y dirigida. Y, desgraciadamente, esta organización recae, de manera casi siempre ineluctable, en manos de unos pocos que, llegados al poder, no tardarán en intentar apropiarse de la mayor y mejor parte de la tarta. En otras palabras: el hombre moderno ha sido capaz de romper con la divinidad –hemos matado a los dioses- pero no hemos sido capaces de aniquilar a sus profetas y a sus sacerdotes, seguramente más importantes para el hombre que el mismísimo dios, con los que no es posible relacionarnos sin unas dosis de hipocresía que rayan en la náusea ¿Podemos, pues, extrañarnos de la aparición en el escenario de personajes como Hitler, Stalin o Putin? ¿Una vez más seremos incapaces de distinguir a tanto “hijo de Putin” –en palabras de Felipe González- que, parapetados tras las siglas del partido político de turno, muestran su admiración y aprecio por monstruos semejantes? Me temo que aprendemos poco y nos resulta más cómodo refugiarnos en la perífrasis y el eufemismo antes que mirar a la cara, frente a frente, la realidad que nos aplasta ¡Maldito Putin, maldita guerra y malditos todos aquellos que con su cobardía y con su silencio cómplices infligen tanto desarraigo, tanta miseria y tanto dolor a tantos y tantos seres inocentes, de manera especial a los niños!

La invención de los estados modernos no ha sido sino una forma “civilizada” y abstracta de ocultar una realidad mucho más tangible: somos tan territoriales como puede serlo una manada de leones en las praderas del Serengeti. Con una diferencia bastante ostensible: ellos marcan el territorio con su orina o con sus propios excrementos y nosotros lo hacemos por medio de mortíferas armas que con un solo impacto acaban con la vida de un hombre. La especie humana, que ha sido capaz de realizar obras tan maravillosas como “El David”, “Los frescos de la Capilla Sixtina”, “El Quijote” y tantas otras; o que ha sido capaz de dar con las leyes de la mecánica cuántica o de descubrir el ADN, no ha logrado, sin embargo, deshacerse de comportamientos que la acercan más a una manada de hienas que a un auténtico sapiens. Pero no solo somos territoriales sino, además, los depredadores más crueles y mortíferos de entre todos los seres vivos que aloja el planeta. Y esto es todo cuanto es capaz de dar de sí la especie humana.

¿Podemos deducir de esta conducta que obedecemos a algún gen relacionado con la supervivencia? Francamente, no lo creo. O no creo que sólo sea eso y sí, más bien, la pérdida de unos valores éticos cuya ausencia no puede conducir a otro lugar que no sea el cataclismo. Por eso maldigo a tanto profeta de la libertad y a tanto sacerdote del dinero y el poder, que con una mano te ofrecen la paz y con la otra, escondida en la espalda, un arsenal nuclear, como dice la canción de Ana Belén.

Por eso en esta guerra, como en tantas otras, no me creo a nadie. Porque una guerra es aceptar de buen grado el triunfo de la mentira, de una gran mentira, sobre la verdad y no estoy dispuesto a eso –ahí tienen el cinismo de Biden haciendo un demócrata simpar a Maduro. Y mientras tanto las televisiones haciendo de la guerra un plató televisivo cuyo principal protagonista es el dolor ajeno que tan obscenamente ofrecen al espectador. ¡Que siga el espectáculo y música, maestro! -que diría el castizo.

 

 

 

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