Tomás Moreno Fernández: «El Holocausto y la Innerlichkeit ¿Para qué sirven las Humanidades?»

El humo de sus chimeneas [del campo de concentración de Buchenwald] pudo con la vida cultural del Weimar de la guerra, pudo con el teatro clásico, con las lecturas de poemas y con los conciertos de cámara. Y la pregunta que plantea Weimar es sencillamente: ¿cómo fue posible semejante barbarie en el corazón de un país tan ‘civilizado’ y tan culto como era el alemán del primer tercio del siglo XX (T. Garton Asch, Los frutos de la adversidad).

Alan Bullock al reflexionar sobre el holocausto —en sus famosas conferencias dictadas en el College Hall, del Club Universitario de Nueva York durante los meses de enero y febrero de 1984—, se preguntaba cómo después de los males infligidos a seres humanos por otros de su misma especie se puede ‘creer en el hombre’ o hablar de una tradición humanista (Bullock, 1989). Poco más de una docena de años después el filósofo catalán Joan-Carles Mèlich, llega a esa misma consideración al concluir justamente con Bullock que este “acontecimiento” -el exterminio nazi de los judíos- puso “en cuestión el concepto primario de una cultura literaria, humanística” (Mèllich, 1998).

En efecto, esta misma reflexión ya había sido desarrollada por George Steiner en un famoso ensayo, Lenguaje y silencio, donde nos recordaba cómo que el horror podía surgir en el seno mismo de la civilización europea y coexistir en perfecta armonía con una educación rica en humanismo: “La barbarie prevaleció en la tierra misma del humanismo cristiano, de la cultura renacentista y del humanismo clásico” (Steiner, 1994). Y dejaba constancia de ello al evocar cómo los nazis se emocionaban con la música de Bach o de Schubert, antes de poner en marcha las cámaras de gas: “Sabemos —escribe Steiner— que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz” (Steiner, ibid). En otro gran ensayo, En el castillo de Barba Azul, expresaba su condena de la tradición humanista, en la cual se había formado, como consecuencia de la existencia de los campos de exterminio, en estos términos:

Una buena parte de la intelligentsia y de las instituciones de la civilización europea”, confiesa el pensador austríaco judío, “acogieron la inhumanidad con diversos grados de efusión. Nada del mundo al lado de Dachau estorbaba el gran ciclo invernal de música de cámara de Beethoven celebrado en Munich. Ningún lienzo cayó de las paredes del museo cuando los carniceros desfilaban con reverencia frente a ellos, con una guía en la mano (Steiner, 1976).

O, dicho de otro modo, la existencia de Dachau, Buchenwald o Auschwitz —muy cercanas a grandes y desarrollados centros urbanos— prueban fehacientemente que las bibliotecas, los museos, los teatros, las universidades, los centros de investigación por obra de los cuales se transmiten las humanidades y las ciencias pueden prosperar y florecer en las proximidades de los campos de concentración (que representaban para Steiner “el infierno vuelto inmanente” […] “el traslado del infierno desde el mundo subterráneo a la superficie de la tierra”). Nadie, algo informado, puede dudar de que la Alemania de Weimar era el centro del humanismo y de la cultura científica y literaria europea de la primera mitad del siglo XX: los más grandes músicos, escritores, poetas, filósofos, científicos de la época se concitaban en sus salas de conciertos, salones, teatros, universidades, laboratorios y academias. Tan solo unos decenios antes Heinrich Heine y Goethe componían sus mejores poemas paseando por la colina que domina la ciudad de Weimar, sobre la que más tarde se asentaría el campo de concentración Buchenwald.

Primo Levi advertía, a este respecto, que los SS de Auschwitz eran hombres normales, sensibles padres de familia: “Los jóvenes suelen preguntarnos, con mayor frecuencia y más insistencia a medida que pasa el tiempo, quiénes eran, de qué pasta estaban hechos nuestros “esbirros”. La palabra se refiere a nuestros ex guardianes, a los SS, y a mi entender no es apropiada: hace pensar en individuos retorcidos, mal nacidos, sádicos, marcados por un vicio de origen. Y, en lugar de ello, estaban hechos de nuestra misma “pasta”, eran seres humanos medios, medianamente inteligentes, medianamente malvados: salvo excepciones, no eran monstruos, tenían nuestro mismo rostro, pero habían sido mal educados” (Levi, 1989).

En el proceso a los verdugos de Treblinka, cuando un abogado preguntó a Globke, que fue consejero en el Ministerio de Interior del Tercer Reich si había intentado conocer la verdad sobre la exterminación de los judíos, respondió: “No, eso no era de mi incumbencia.” “¿Qué habría hecho —prosiguió el abogado— si usted hubiera tenido conocimiento de ello oficialmente?” “Bueno, hubiera dicho: Eso es asunto de Fulano o de Mengano, vaya a verlo al respecto.” Una burocracia impersonal y abstracta, hecha de papeleo y de llamadas de teléfono, sería la responsable en última instancia de la ignominia. Esto es: todo el mundo y nadie en concreto.

En su defensa, Rudolf Höss, el implacable comandante de Auschwitz, relató con frialdad y naturalidad este hecho, ocurrido durante la retirada: Himmler había dado la orden de evacuar el campo, en la confusión de última hora, Höss se esfuerza en mantener el orden: “Yo salía de mi coche al ver un cadáver cuando oí cerca disparos de revolver; corrí en aquella dirección; llegué justo a tiempo de ver a un soldado parar su moto y disparar a un preso apoyado en un árbol. Lo interpelé violentamente preguntándole por qué había abatido a aquel desgraciado que no estaba bajo su responsabilidad. Me respondió con una risa insolente y declaró que eso no me incumbía. Disparé mi revolver y lo maté: era un feldwebel de las fuerzas aéreas”. Höss, el oficial que había organizado la muerte de al menos cuatro millones de hombres, no admitía que se matara a uno solo contra la norma. “Yo no he maltratado nunca a un preso; no he matado ni uno con mis propias manos. No he tolerado jamás los abusos de mi subordinados.”

Aproximadamente ocho decenios después de acontecido lo terrible, volvemos a preguntarnos con Bullock, con Mèslich, con Steiner, con Timothy Garton ¿cómo fue posible que la culta burguesía alemana, la Bildungsbürgertum, no lograra frenar o resistirse al nazismo? ¿Cómo entender que los comandantes de los campos de exterminio tocaran Bach en los intervalos entre inspecciones a las cámaras de gas? ¿Cómo fue posible la coincidencia y “coexistencia”, en esos aciagos tiempos, de humanismo estético-cultural y de barbarie moral? ¿Podemos seguir creyendo que el humanismo y las humanidades humanizan? (Garton, 1992). Para responder a todas estas preguntas Allan Bullock sugería que debemos escuchar otra vez a Thomas Mann, quien vio y dijo, ya en 1923, que lo que distinguía a la concepción alemana del humanismo, tal como se desarrolló desde los días de Goethe y Humbold, de las concepciones británica, francesa y norteamericana era su exclusiva preocupación por el desarrollo interior, la Bildung, y su rechazo del “mundo objetivo”, de la realidad política, porque, como decía Lutero, este ordenamiento externo no tiene importancia: la política era para el monje agustino meramente un “Instrumentum Dei”.

Esta misma idea la volvió a afirmar Thomas Mann en su conferencia Deutschland und die Deutschen (Mann, 1956) pronunciada y publicada en Estados Unidos en mayo de 1945. En ella, por segunda vez, buscó una respuesta a esos interrogantes en lo que él llamó “la historia melancólica y trágica historia de la ‘interioridad’ alemana (Innerlichkeit)”, característica inquietante heredada de su tradición cultural: una especie de evasión o emigración introspectiva, de vuelta hacia la interioridad, un volverse hacia dentro, consistente, por una parte, en el cultivo deliberado de la espiritualidad introspectiva y, por otra y simultáneamente, en la abstinencia culturizada de la vida política por parte de los alemanes instruidos, de la burguesía dominante.

En su conferencia, el escritor germano reflexionaba sobre el destino trágico de Alemania y señalaba como factores responsables del mismo la idea tradicional de “Bildung”, de formación, en la que los elementos expresamente políticos desaparecían de la escena en aras del desarrollo del “hombre interior”, así como la exigencia de Lutero del “sometimiento” al exigir la sujeción política del individuo, cuya conciencia religiosa él mismo había contribuido a liberar en la interpretación personal de la Escritura frente a toda limitación institucional. Max Weber, por su parte, hablaba de cómo el luteranismo justifica el estado autoritario, pues Lutero quitaba del individuo concreto la responsabilidad ética de la guerra para arrojarla sobre la autoridad, a la que se puede obedecer sin ser culpable, en todo salvo en cuestión de fe. En esa emigración introspectiva —peculiar forma intelectual de la doble vida cultural alemana— quizá pueda encontrarse una explicación parcial de la tragedia.

Fue, efectivamente, esta inmersión y concentración unilateral en la Innerlichkeit, —como señala con agudeza el profesor González García, en su ensayo Metáforas del poder, (González, 1998) al que seguimos en este punto— lo que para Mann explicaba el hecho, frecuente en la historia de Alemania, de que el mal tuviera su origen en el bien, fenómeno que se hacía evidente en la Reforma, en el movimiento romántico, y, posteriormente, en la tolerancia de las clases educadas alemanas respecto al nazismo. Y añade, a este respecto, cómo el alemán medio en la República de Weimar educado en esa huida hacia la intimidad, consideraba la política como el reino del mal, como un espacio que con derecho debe pertenecer al diablo. El propio Thomas Mann con la vista puesta en la historia alemana señalaba la posibilidad de que el mundo no fuese sólo la creación de Dios, sino su obra en común con alguien más. Uno querría atribuir a Dios el hecho de que del mal pueda resultar el bien, pero el hecho tan frecuente de que el bien acabe produciendo el mal es la contribución del otro. Para González García, “Doctor Faustus” fue entre otras cosas, una alegoría de la transformación del bien en mal, del influjo de lo demoníaco en la música, en la política y, en general, en la vida humana.

Los alemanes pueden preguntarse con razón —como diagnosticaba T. Mann— por qué precisamente a ellos el bien se les transforma en mal en sus propias manos, por qué sus tendencias universalistas y cosmopolitas terminan produciendo el imperialismo y el nacionalismo del Tercer Reich, o por qué la cualidad más típicamente alemana, la tendencia a la “interioridad” (Innerlichkeit) acaba —potenciada por el influjo del romanticismo alemán tan proclive a una enfermiza afinidad con la muerte, lo irracional y la búsqueda instintiva de la belleza y la libertad absolutas y desenfrenadas— produciendo resultados nefastos al abandonar a su suerte el campo de la política como el “espacio público” donde el “hombre interior” no tiene nada que hacer. El novelista alemán, rechazaba la fácil solución de la existencia de dos Alemanias, una portadora de lo malvado y otra heredera del espíritu de Kant o de Goethe; en su opinión sólo hay una, en la que el bien, por la “astucia del diablo” (Teufelsbist), acaba convirtiéndose en mal.

No se sugiere con todo ello, por supuesto, que sólo esta huida hacia la interioridad pudiera explicar por sí misma el ascenso al poder de Hitler, ni siquiera la complacencia con que las clases educadas alemanas vieron su conquista del poder. El nazismo es un fenómeno muy complejo, que impide absolutamente ser explicado por una sola causa. Pero es evidente que la innerlichkeit fue uno de los factores culturales coadyuvantes al desencadenamiento final de los acontecimientos. A estas consecuencias “letales” —derivadas del vergonzante y habitual mirar hacia otra parte y de una inhibición o desentendimiento culpable de la política, por parte de las elites profesionales e intelectuales y de las instituciones sociales que más debían haber velado por su adecuado desarrollo— se refería el pastor luterano Martin Niemoller (1982-1984) cuando escribió estas muy conocidas palabras erróneamente atribuidas a Bertold Brecht:

Primero vinieron a buscar a los comunistas, y no dije nada porque yo no era comunista. / Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista. / Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío. / Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante. / Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada.

Lo que trató de señalar Thomas Mann en su conferencia fue precisamente la denuncia de este hecho tan frecuente, aludido en el poema de Niemoller, y que, desgraciadamente, se da también en nuestro tiempo con más asiduidad de la deseable: “la apatía y el desdén que sienten con frecuencia las personas educadas, ya tengan una formación humanística o científica, por la forma en que se desenvuelve la política en las democracias de hoy”, advirtiéndoles de “las consecuencias que puede tener su abandono de los ideales del humanismo cívico” (Bullock, 1989) y la exigencia de abandonar el “refugio interior” y dedicarse sobre todo a una actividad profesional útil a la sociedad, sin por ello abandonar en absoluto el cultivo del espíritu, pero de un espíritu atento a las necesidades de los “otros”, de la sociedad. En efecto, T. Garton Asch señala en este sentido, con acierto, cómo desde Lutero a Goethe, los intelectuales alemanes no habían logrado incorporar los imperativos de la responsabilidad política y social en su noción básica de lo que debe ser una persona civilizada.

Tampoco lo habían conseguido un siglo después en la misma Weimar en la que falleció el poeta romántico: durante el Tercer Reich elevaron una barrera artificial entre el mundo “artístico-espiritual” y el “político-social”. En su opinión, se “des-entendieron” de lo que ocurría más allá de su mundo interior y de sus cultísimos cerebros. Se alimentaron, en lo espiritual, del fantasma de la pintura, de la poesía, del cine expresionista y, sobre todo, de la música alemana —una de las artes más misteriosas, sublimes, si se quiere, pero también más ambiguas y no comprometidas— la que, precisa y significativamente, T. Mann escogió para su Doktor Faustus, (Mann, 1984) ofreciendo a cambio de tales bienes espirituales el tributo político de su conformismo externo, exigido en la universidad o en el lugar de trabajo. Imaginaron, erróneamente, “que la libertad espiritual introspectiva, procedente de la cultura, podía disociarse de una libertad política externa”. Ensimismados en su “espiritualidad” e “introspección” culturalistas descuidaron sus ineludibles obligaciones éticas con el “otro” (el prójimo, el próximo), sus responsabilidades sociales y políticas propias de la auténtica Humanität —es decir, “del ser enteramente humano”— y de las “verdaderas Humanidades”. Y fue este legado fatídico el que provocó la aceptación pasiva de la barbarie por parte de una de las naciones más avanzadas y “civilizadas” del mundo. “Ahogaron”, concluye T. Garton Asch, “el estruendo de los eslóganes nazis con música de Bach”.

Bibliografía

Bullock, Alan, (1989) La tradición humanista en Occidente, Alianza Editorial, Madrid, pp. 198-202.

Garton Ash, Timothy, (1922) Los frutos de la adversidad, Planeta, Barcelona, pp. 23-26.

González García, José M., (1998), Metáforas del poder, Madrid, pp. 220-222.

Levi, Primo, (1989, Los hundidos y los salvados, Barcelona, Muchnick, pp. 175-176.

Mèllich, Joan Carles, (1998) Totalitarismo y fecundidad. La filosofía frente a Auschwitz, p. 50.

Mann, Thomas (1956), Gesamnselte Werke, vol. XII, Berlín, Aufbau, pp. 568-574).

Mann, Thomas, (1984) Doctor Faustus, Edhasa, Barcelona, p. 15.

Steiner, George, (1994), Lenguaje y silencio, Gedisa, Barcelona, p. 25 y p. 26.

Steiner, George, (1976), En el Castillo de Barbazul, Guadarrama, Barcelona, p. 57.

 

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Tomas Moreno Fernández,

Catedrático de Filosofía

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