Leandro García Casanova: «Mi tía Mercedes»

Cuando terminó la Semana Santa, pensé que la semana siguiente iba a ser crucial para mi tía Mercedes García. Llevaba cerca de veinte días, en la UCI del hospital de Cartagena, y la mantenían sedada y con ventilación mecánica. Abría los ojos de vez en cuando, reconocía a sus familiares y como esto parecía impresionarla, los médicos la volvían a sedar.

Antes de ingresarla en el hospital, apenas comía y no tenía ganas de nada, creo que me voy de viaje, le dijo con ironía a su marido Aurelio Gómez. Al día siguiente de celebrar el cumpleaños del nieto, la llevaron al médico. Éste dispuso de inmediato su traslado al hospital, donde la ingresaron en la UCI. Yo llamaba con frecuencia por teléfono a los hijos, interesándome por la salud de Mercedes. El lunes, 5 de marzo de 2010, Aurelio me llamó por teléfono y me dijo que se encontraba estable, pero que él veía pocas posibilidades de que se recuperara y saliera bien, abría los ojos y al momento los cerraba. Nadie me había hablado tan claro hasta el momento, pues siempre me decían que se encontraba estable y que la mantenían sedada.

Yo me había librado un poco de mis preocupaciones y ahora podía pensar en mi tía, pero fue entonces cuando me asaltó aquel pensamiento traidor pues ningún enfermo puede durar mucho en ese estado de sedación: Esta semana va a ser crucial para mi tía. El martes 6, mi teléfono móvil sonó unos minutos antes de las 19 horas. Era la nieta Mercedes –su nombre es en recuerdo de su abuela y bisabuela– y, sin más rodeos, me comunicó la muerte de mi tía. Lo estaba esperando –le contesté torpemente–. Desde que Aurelio me dijo cómo se encontraba Mercedes. Fue entonces –porque nuestro cerebro no da para más y no es capaz de ver más allá de nuestras narices–, cuando me di cuenta por primera vez en mi vida de lo que valía aquella mujer y de lo que significaba para mí (con mi tía Carmen, la hermana de mi madre, me pasó lo mismo hace un año: no se me cayó la venda de los ojos hasta que falleció). Mercedes, de 85 años, fue una mujer humilde, cariñosa y fiel a sus principios. La última vez que la vi fue el 17 de agosto de 2009 y ya había pegado un bajón enorme. Apenas hablaba, pues no se ponía el audífono, y estaba muy torpe. La recuerdo lavando los platos en la pila del patio y también hacía la comida en la cocina que tenía bajo el chambao del patio, en vez de utilizar el mueble de cocina que habían comprado hacía unos años.

El autor de este artículo con su tía Mercedes y su tío político Aurelio

Parecía que Mercedes había vuelto a sus orígenes, en las cuevas donde se crió y vivió casi siempre (luego me enteré que había dejado de tomar las pastillas que la relajaban), pero como estuve bastante atareado haciéndole unas chapuzas, se me pasó echarles unas fotos. Mercedes estaba alicaída y, cuando me despedí de ella, tuve la impresión de que era la última vez que nos veíamos. Fueron los dos últimos días que pasé en su casa de Galera, pero me traje como recuerdo las fotos más antiguas que tenían de la familia, para sacarles una copia. Los dos teníamos esa timidez de la familia (como mi padre y su hermana Carmen), que nos impedía acercarnos más y, cuando ya volaron sus cuatro hijos, su vida fue un estar pendiente de la delicada salud de su marido; era el prototipo de la mujer callada y sacrificada, como nuestras madres y abuelas. Cuando era una niña, sus padres le decían (ella me lo contó así): Los hombres tienen que ir a la escuela para que, cuando vayan a la mili, le escriban cartas a sus padres. Y mientras tanto, las mujeres se dedicaban a las faenas de la casa. Sobre las nueve de la noche de ese martes llamé por teléfono a Aurelio, pues se había quedado en San Javier, ya que los últimos días no había ido al hospital porque se encontraba bastante resfriado. Le di el pésame, le dije que había llamado a varios familiares y noté que estaba entero.

Aquella noche velaron el cadáver en el hospital de Cartagena y, sobre las trece horas del día siguiente, el coche fúnebre con una caravana de coches llegó a Galera. La imagen era desoladora: toda la familia alrededor, los hijos destrozados y el ataúd con el cuerpo de Mercedes entrando en su casa por última vez. Me fijé en Aurelio y estaba llorando (por primera vez en mi vida lo vi completamente derrumbado, pues parecía el hombre impasible, como si las circunstancias no le afectaran), lo abracé y le dije con lágrimas en los ojos que tenía que ser fuerte; seguidamente, fui dando el pésame a los hijos y familiares. Poco después contemplé el cadáver de mi tía Mercedes: parecía que estaba dormida y su rostro conservaba la dulzura y la bondad de siempre. A veces la muerte desfigura la cara de las personas, sobre todo cuando fallecen de infarto, dejándoles una mueca trágica a causa del fuerte dolor que sintieron. Pero Mercedes no llegó a enterarse de la muerte, pues estuvo sedada durante veintiún días.

Conforme avanzaba la tarde, fueron viniendo vecinos de El Cortijo del Cura –mi bisabuelo paterno se instaló en esta pedanía en 1902 y estos parajes me traen muchos recuerdos–, de Castilléjar (algunos paisanos me recordaban de la escuela), de Galera, de Huéscar y de Orce… Aurelio suspiraba junto al ataúd de Mercedes y decía: ¡Qué poco tiempo nos queda de estar juntos! Ellos se llevaron bien y, como decía una vecina, Mercedes nunca discutía con nadie. A las 18:30 la comitiva fúnebre salió en dirección a la iglesia, que se llenó de gente, mientras que la calle también estaba a tope. En los entierros de los pueblos, los vecinos acuden en masa, cierran la casa o dejan las tierras, y van a la iglesia a decirle el último adiós al difunto. Es una tradición que todavía no se ha perdido –a diferencia de la ciudad, donde vivimos más deshumanizados– y era impresionante ver cómo acudía gente de todas partes. Los entierros son sagrados para ellos, como si fuera un deber moral. El párroco dedicó unas palabras a Mercedes en el sermón: cuando iba a visitarla a su casa y cómo estaba siempre pendiente de su marido, cuando se encontraba enfermo, incluso mencionó los nombres de algunos nietos a los que conocía.

Firmé en el Libro de condolencias y anoté esta breve frase, la primera que se me vino a la mente, yo creo que fue mi subconsciente: Siempre fuiste como una madre para mí. Con Mercedes se marcha toda una época –la de mis padres y de mi infancia– y ella fue la que me contaba las historias de la familia, como ocurre en la novela de Gabriel García Márquez, ‘Cien años de soledad’. Mi vida es como una novela, me decía mi tía Mercedes. Fue como la abuela que, al calor de la lumbre, te cuenta cómo eran mis padres de jóvenes y luego de recién casados, la vida miserable en el campo que llevaron mis abuelos y bisabuelos, así como los grandes y pequeños acontecimientos de mi familia paterna. Entre el año 2009 y 2010 me quedé más huérfano que nunca: se marcharon mis dos tías (ellas me querían) y es que las mujeres son más afectivas y el sentimiento es mayor.

Posdata: Mi tío político, Aurelio Gómez, falleció el 21 de mayo de 2013.

 

 

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