Tomás Moreno Fernández: «Gatos y filósofos, II»

2. Entre las mujeres pensadoras citemos a la británica y premio Nobel de Literatura en 2007, Doris Lessing (1919-2013), autora de El cuaderno Dorado (“Si un pez es el movimiento del agua encarnada, dad la forma, entonces un gato es diagrama y patrón de aire sutil” (“On Cats”); a Patricia Highsmith (1921-1995), autora de Extraños en un tren, que empatizaban extraordinariamente con las criaturas animales y especialmente con sus gatitas y gatitos —de las que ya hemos hablado en el anterior epígrafe por su doble condición de escritoras novelista y filósofas— y a la española María Zambrano (1904-1991). Centrémonos única y finalmente en esta última: La filósofa y escritora andaluza de Vélez-Málaga, discípula de Ortega y Gasset y autora de “Filosofía y poesía” (1939) y de “La tumba de Antígona” (1967), entre otras muchas. Recibió el Premio Príncipe de Asturias (1981) y el Premio Cervantes (1988), y pasó 44 años en el exilio después de la Guerra Civil.

Con motivo del centenario de su nacimiento, Antonio Burgos, el escritor y periodista sevillano, iniciaba así su artículo conmemorativo “María Zambrano la gatuna”: “María era tres cosas filósofa, republicana y gatuna. Defendió a los gatos como defendió a la República Española. Demostró su valentía en la defensa heroica de sus gatos” (ABC de Sevilla, 22, de julio, 2004). Pero ella no teorizó su amistad con los felinos, especialmente gatas, no llegó a escribir libros sobre ellas, pero su vida sin ellas sería impensable para quien llegó a conocerla, pues a lo largo de su vida llego a reunir, en Suiza, unos 70 gatos. Normalmente convivían con ella cinco (Rita, Tigra, Blanquita, Lucía y Pelusa) que le acompañaron hasta su muerte a los 87 años de edad.

Viajaron con ella durante el exilio por Francia, EE. UU., Cuba, México, Puerto Rico y Roma (donde retomaría su amistad con Alberti y M. Teresa León durante 11 años). Se conservan numerosas fotografías de María Zambrano con sus gatitos en sus brazos, abrazándolos igual que los abrazaría y jugaría con ellos cuando era una niña pequeña del precioso pueblo malagueño Vélez-Málaga. El poeta cubano José Lezama Lima llegó a escribir los siguientes versos sobre su relación con los gatos y su afición gatuna: “Tiene los ojos frígidos / y los gatos térmicos / aquellos fantasmas elásticos de Baudelaire / la miran tan despaciosamente / Que María temerosa / comienza a escribir.”

Alberti y M. Teresa León

Precisamente, por causa de sus gatitos, llegaría a ser expulsada de Roma junto con su hermana Araceli en el verano de 1964. El incidente se produjo como consecuencia de la denuncia de un vecino intransigente por las molestias de sus gatos, que con ella convivían en su piso de Lungotevere Flaminio. Recibieron de la policía una orden de expulsión para dejar Italia en 12 horas. Enterado el presidente italiano Saragat (que interrumpió el Consejo de ministros con el que estaba reunido) para cancelar dicha orden. En septiembre de María y su hermana Araceli abandonaron Roma en dirección hacia Suiza. “Pasó, como escribía A. Burgos, de dar de comer a los abandonados gatos proletarios de los barrios de Roma a cuidar los orondos gatos capitalistas helvéticos”.

Hasta aquí, sucintamente su vida. Pero su historia, tiene un fin sorprendente, emocionante, mágico y gatuno, como no podía ser de otra manera. Inmediatamente después de enterrada la pensadora malagueña en el cementerio de su pueblo, sobre su tumba, rodeada por un naranjo y un limonero, comenzaron a visitarla a diario toda una colonia de gatos que, como en el caso del poeta Keats en la suya romana, la eligieron como lugar de reunión y de solaz. Así permanecieron, por espacio de cerca de 16 años, hasta que el Domingo, 1 de noviembre de 2017 —día aciago, sin paliativos— apareció en la prensa malagueña el titular y la noticia: “¿Qué pasa con los gatos de la tumba de la filósofa María Zambrano” con el siguiente texto: “El grupo municipal de IU en el Ayuntamiento de Vélez Málaga denunció la semana pasada la captura y posible sacrificio de la colonia felina que tradicionalmente ha existido en el entorno del cementerio, unos animales que visitaban a diario la tumba de la filósofa María Zambrano”…

Dante Alhiguieri

Si repasamos los escritos, cartas o declaraciones de la mayoría de estos escritores y pensadoras hay en todos ellos una coincidencia, un punto de acuerdo generalizado: lo más fascinante de esos animalitos felinos, más allá de su inteligencia y de su conducta sorprendente y son, sin lugar a duda, sus ojos, esos ojos… Se cuenta —y no sé si es leyenda, anécdota o suceso real— que en cierta ocasión Dante Alhiguieri (1265-1321), recibió en su estudio-aposento florentino la visita de su buen amigo el médico y astrólogo Francesco Stabili, más conocido por su apodo Cecco de Ascoli (1269-1327), con el que disputaba frecuentemente sobre cuestiones filosóficas. La última disputa doctrinal se había referido, sin acuerdo, a la racionalidad o irracionalidad de los animales (y específicamente de los “gatos”) y si en su conducta prevalecía la irracionalidad de su instinto o el arte de los conocimientos adquiridos por “educación” o “experiencia”. Dante defendía una cierta inteligencia gatuna, frente al escepticismo mostrado por su amigo. Éste, Cecco, llegó a su cita dispuesto a infligir a su amigo una definitiva lección.

Conociendo la costumbre del poeta florentino de utilizar a su gato —al que había adiestrado a conciencia para sostener sobre sus patas una vela encendida para poder leer y escribir sus versos— como una especie de candelero viviente, había llegado a la estancia de Dante trayendo consigo una caja llena de ratones. En cuanto tuvo ocasión de “soltarlos”, el felino, dejo la vela, se oscureció la estancia y, sin hacer caso de las llamadas del amo, comenzó a perseguirlos. Quedó, así, demostrada la superioridad del instinto sobre la “instrucción” o el aprendizaje en los seres irracionales. Alighieri no se arredró por ello y respondió a Francesco de esta manera: “Amigo Cecco, el gato, y particularmente este gato mío, no es irracional sino inteligente. Sin su ayuda, sin su generosidad de servirme con la luz de la vela, además de la luz de sus ojos, no hubiera yo podido escribir los mil endecasílabos que llevo yo de mi Comedia”.

No fue el poeta de la Divina Comedia el único que ha ponderado en su justo valor no ya la belleza casi “luciferina” de los ojos de los gato/as, sino, sobre todo, el poder de iluminación física e intelectual de los mismos. Recuerdo haber leído en un ensayo del poeta y ensayista brasileño Gerardo Mello Mourao, “Los ojos del Gato y el retorno inacabado”, este texto casi mágico: “Una noche en la India, Luis de Camoes, a falta de velas, escribió parte de un canto de Os Lusíadas a la luz de los ojos de sus gatos. Tasso cuenta lo mismo: escribió un soneto en la oscuridad del manicomio donde lo habían metido, alumbrado por los ojos de un gato. Sospecho, concluía, que Baudelaire habría escrito unos alejandrinos bajo la luz verdosa de unos ojos de gato […]”.

Y es que, la filosofía, al fin y al cabo no es más que “una forma de mirar”.

 

Tomas Moreno Fernández,

Catedrático de Filosofía

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