“-Entonces, ¿de qué sirve que tengan nombres [los insectos], si no responden cuando los llaman?
– A ellos no les sirve de nada –explicó Alicia—, pero sí les sirve a las personas que les dan los nombres, supongo. Si no ¿por qué tienen nombre las cosas?
– ¡Vaya uno a saber! -replicó el mosquito-. Es más, te diré que, en ese bosque, allá abajo, las cosas no tienen nombre”.
(Lewis Carroll, “Insectos en el espejo” de Alicia a través del espejo).
I. ¿Qué sucedería si —como ocurre en ese imaginario bosque del mosquito carrolliano— careciéramos realmente de nombres, de palabras, esto es, de términos universales, abstractos, con los que designar los afectos y sentimientos, las cosas y los seres de nuestro entorno? ¿Con quién podríamos comunicarnos? Si las cosas no tuvieran nombre o aboliésemos por decreto el lenguaje, y con él todos los nombres y palabras del mundo, para quedarnos únicamente con el silencio insoportable de la afasia y del total olvido del lenguaje ¿qué podríamos, realmente, expresar? Sólo sonidos inarticulados expresarían nuestras emociones y afectos; solamente nuestros gestos o indicaciones ostensivas nos servirían de vehículos o signos de comunicación, como sostuvo en su momento el heraclíteo Cratilo, quien —radicalizando la posición de su maestro de Éfeso— consideraba que era “imposible expresar cabalmente en todos los aspectos la verdad de lo que cambia en el tiempo y que en vez de utilizar el lenguaje pensó que era mejor callar y sólo apuntaba con el dedo” (1).
Sólo nos quedarían, entonces, dos opciones posibles que asumir o enfrentar: o el silencio o el absurdo. La primera opción sería, efectivamente, la apuntada por Kafka en una de sus Parábolas: estaríamos condenados, como cautivos de las sirenas, a un ineluctable silencio del que jamás podríamos liberarnos porque: “[…] las sirenas –-nos recordaba el genio de Praga— tienen un arma más terrible aún que el canto: su silencio. Aunque no ha sucedido, es quizá imaginable la posibilidad de que alguien se haya salvado de su canto, pero de su silencio ciertamente no” (2)
La segunda opción -la eliminación de las palabras o la abolición del lenguaje- fue ya parodiada por Jonathan Swift en su obra maestra Los viajes de Gulliver (III, 5) (3). Allí el escritor inglés nos presentaba una situación similar a la indicada en el diálogo inicial a Alicia por su interlocutor, el mosquito, y en la que se nos demuestra-por reducción al absurdo– la necedad y el nonsense que de tal inconcebible situación se derivaría. En el caso de Swift se trataba de un imaginario proyecto de la Academia de Lagado consistente en un plan para abolir todas las palabras, cualesquiera que fuesen y del cual se seguirían grandes ventajas, tanto respecto de la salud como de la brevedad, pues es evidente “que cada palabra que hablamos supone, en cierto grado, una disminución de nuestros pulmones por corrosión y, por lo tanto, contribuye a acortarnos la vida”:
“En consecuencia, se ideó que, siendo las palabras simplemente los nombres de las cosas, sería más conveniente que cada persona llevase consigo todas aquellas cosas de que fuese necesario hablar en el asunto especial sobre que había que discurrir. […] Muchos de los más sabios y eruditos se adhirieron al nuevo método de expresarse por medio de cosas: lo que presenta como único inconveniente el de que cuando un hombre se ocupa en grandes y diversos asuntos se ve obligado, en proporción, a llevar a sus espaldas un gran talego de cosas, a menos que pueda pagar uno o dos robustos criados que le asistan. Yo he visto muchas veces a dos de estos sabios, casi abrumados por el peso de sus fardos, como van nuestros buhoneros, encontrarse en la calle; y luego meter los utensilios, ayudarse mutuamente a reasumir su carga y despedirse” (4).
Y si, en otro caso tan impensable y absurdo como el anterior, sólo existieran nombres concretos para cada cosa o situación, como en su caso propugnara el nominalismo filosófico, para el que sólo existirían los individuos, las cosas singulares, los meros nombres, relegando los universales a flatus vocis. Ejemplo de tal posición sería la de Adso de Melk, el narrador de El nombre de la rosa de Umberto Eco, al escribir, con su pulgar dolorido y en el frío del scriptorium del Monasterio de Melk, como culminación de su relato, estas palabras: “stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus” (5). ¿Cómo diferenciaríamos, si no, el río Nilo de la palabra “Nilo” ?, recordando la aporía borgiana: “Si (como el griego afirma en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo” (El Golem) (6). ¿Cómo, asimismo, entenderíamos o comprenderíamos, lo que le ocurría a “Funes el memorioso”, en cuyo vertiginoso mundo interior no cabía el olvido y que “era casi incapaz de ideas generales platónicas”? Funes se cuestionaba, en efecto, que “el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma” y “le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)” (7).
Ya antes que Borges, en pleno siglo XII, el filósofo Pedro Abelardo (en su tratado de lógica Ingredientibus) se preguntaba también si el nombre de la rosa retendría su significado en invierno. A tal interrogante la respuesta pertinente sería que “el enunciado de que no existe la rosa (nulla rosa est) la convoca con su nombre sin querer”, como nos explicara Eduardo Forastieri. En efecto, “aunque no haya rosas en invierno, cuando enunciamos su significado en una instancia de discurso también apelamos su concepto universal. Predicamos, en consecuencia y sin querer su nombre hasta en su misma revocación (sermo predicabilis = vox significativa)” (8).
La verdad es que sin ideas generales o conceptos universales no podríamos concebir, juzgar, ni razonar nada. Pensar es generalizar, abstraer, poder olvidar aspectos o detalles concretos, diferenciar lo accidental de lo esencial, lo conceptual de lo perceptible, el concepto del percepto. Obviamente, no podríamos pensar, abstraer ideas, limitando nuestro conocimiento a lo singular y concreto como hace el animal: careceríamos de lenguaje simbólico, abstracto, doblemente articulado, rasgos específicos del lenguaje humano (9).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) (apud Aristóteles, Metafísica 1010 a 7-15).
2) Franz Kafka, El silencio de las sirenas, en Bestiario, Anagrama, 1990.
3) Jonathan Swift, Los Viajes de Gulliver, trad. Pollux Hernúñez, el país, 2004.
4) Ibid., pp. 212-213.
5) Umberto Eco, El nombre de la rosa, Lumen, Barcelona, 1983, p. 607.
6) Jorge Luis Borges, Antología poética 1923-1977, Alianza Editorial, Madrid, 1983, p. 59.
7) Jorge Luis Borges, Ficciones, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p. 130.
8) Eduardo Forastieri Braschi, Sobre el tiempo de los signos, Orígenes, Madrid, 1992, p. 80.
9) Según el gran lingüista francés André Martinet (Elementos de Lingüística general, de 1960) característica esencial del lenguaje humano es ser doblemente articulado, lo cual quiere decir que está construido a partir de unidades mínimas: la primera articulación está representada., por los monemas (dotados de significación) y la segunda, por los fonemas (carentes de la ella). Esta propiedad es la que confiere sus particulares riqueza y flexibilidad al lenguaje humano ya que con un número reducido de unidades mínimas –-que oscila entre veinte y treinta en la mayoría de las lenguas de nuestro contexto cultural— se pueden construir infinitos mensajes.
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