Corría el año 1497. El religioso dominico Girolamo Maria Francesco Matteo Savonarola encendía en Florencia su “hoguera de las vanidades”, coaccionando a sus conciudadanos a arrojar al fuego todos los objetos y libros que él consideraba como pecaminosos.
Un año más tarde, su vida acabaría en otra hoguera –la de la Inquisición– y su obra incluida en el “Índice de libros prohibidos”.
Por si acaso alguien lo piensa… ¡No! ¡Ojo! En ningún caso estoy proponiendo la actualización de todas aquellas “barbaridades iconoclastas” –por llamarlas de alguna manera– y que, por desgracia, se han reproducido a lo largo de los tiempos, “vinculadas al fanatismo ideológico” y que en la actualidad se ceban sobre “otras formas de almacenamiento de información, como grabaciones, discos de vinilo, CD, DVD, videocasetes y páginas de Internet” (es.wikipedia.org).
Es otro el camino de esta reflexión: me posiciono en torno a la eliminación, de una vez por todas, de la censura, física o intelectual, ejercida desde los ámbitos del poder –la personal, es otro cantar del que podríamos hablar largo y tendido–, bien sea atentando contra cualquier derecho ciudadano general o –como se ha puesto de moda– o impidiendo la libre e individual expresión de las ideas y sentimientos.
Y frente a todo ello –todos ellos– os digo que ya pasó el tiempo de guardar silencio, de abstenerse, de taparse la boca; ¡todo lo contrario!: es llegado el momento de atestiguar el rol de cada uno de nosotros; sin alharacas ni aspavientos impropios de seres civilizados, pero con la razón de la libertad y la justicia social como armas de presente y futuro.
Vuelvo a mantener que ni en política, ni en cualquier otra opción de vida, el silencio miedoso es buen consejero. Afortunadamente somos seres sociales que necesitamos de los demás para el desarrollo de un futuro común, donde la convivencia, en orden y paz, sea una de nuestras metas prioritarias.