El espectáculo que en los últimos meses están dando nuestros representantes políticos en pleno Congreso, redondeado aún más en declaraciones posteriores, con motivo de los casos “Koldo” y “Begoña”, y de todas las implicaciones del fraude fiscal de la pareja de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, está llevando la actividad política de este país a unos niveles de bajeza verbal y moral realmente preocupantes.
No parece que sean conscientes del hartazgo y de la desafección que produce tal cantidad de exabruptos, de insultos y de graves acusaciones en una parte de la ciudadanía cada vez mayor. O quizás no, porque da la impresión de que no consideran relevante el alcance de la inhibición electoral que pudiera producir, convencidos de que “su electorado”, el que ellos consideran incondicional, comparte plenamente sus improperios y no es capaz de captar la desfachatez de unas acusaciones que acaban en el consabido “y tú más”, maximizado en el comportamiento del adversario y reducido o directamente negado en el comportamiento propio. En un panorama tan tóxico, quienes han decidido mantener una distancia crítica con las salidas de tono de unos y de otros, aunque se sientan más identificados con las propuestas razonadas de una de las partes, se ven cada vez más agazapados ante el riesgo de que los acusen de equidistancia los que, de forma maniquea, tienen claro quiénes son los buenos y quiénes los malos.
Pero vayamos al fondo del asunto. Estamos instalados en la desmesura y en la exageración cuando nuestros representantes usan agresivamente la lengua y hasta los gestos para valorar las que consideran lacras apocalípticas de sus adversarios políticos, convertidos de esa manera en enemigos despreciables y exterminables. No se dan cuenta de que esa actitud es la antítesis de los valores en que debería basarse la actividad política en una democracia, que son los que buscan el entendimiento, el acuerdo y hasta el consenso por el bien del país. La irresponsable polarización en la que estamos sumidos desde hace ya demasiado tiempo en cualquiera de las iniciativas y temas que configuran la política nacional es justamente lo contrario: solo se conciben como razonables los objetivos, propuestas y estrategias que satisfagan al electorado propio, renunciando a convencer de forma transversal a ciudadanos de distintas ideologías, que se pudieran ver atraídos por argumentos constructivos y por actitudes racionales.
El problema se incrementa al haber conseguido que se produzcan el contagio y la repetición hasta la náusea de las lindezas que oímos a nuestros políticos por parte de una proporción considerable de ciudadanos que solo ven la paja en el ojo ajeno, sin ponderar nada que ponga en cuestión su veredicto de incuestionables culpabilidades o inocencias. Son cada vez más los ciudadanos que han decidido renunciar a tener criterio propio y hacen suyas al cien por cien las barbaridades, las simplezas y las descalificaciones que «vomitan» sus líderes idolatrados y sus periodistas y tertulianos de cabecera. Esos políticos perciben el aparente éxito social de su estrategia al contemplar en los ámbitos más variados la repetición de tantas ideas tópicas y de los mismos calificativos gruesos que ellos manejan con tanto desparpajo y tanta irresponsabilidad en sus intervenciones parlamentarias o en sus comparecencias ante los medios de comunicación.
Hay algo aún más perverso en esta estrategia: la radicalidad de muchas actitudes condena a quienes las sustentan, una vez contagiada al electorado, a sentirse obligados a mantenerla a cualquier precio porque, al haberla alimentado hasta cebarla, temen que sea interpretada la vuelta a la cordura y a la racionalidad como signo de debilidad, que ahuyente a muchos votantes hacia formaciones más extremas. Lo sucedido en la última década en Cataluña y el enfrentamiento político actual como consecuencia de la aprobación de la Ley de Amnistía son claros ejemplos de este fenómeno. En el primer caso, hemos podido comprobar cómo una aspiración minoritaria puede ser agrandada por los partidos independentistas hasta llevarla a un callejón sin salida, con el desencanto y la desafección derivados de ello, traducidos en pérdida de cientos de miles de votos de muchos de los ciudadanos que se vieron arrastrados por la fantasía, la demagogia y la irresponsabilidad de quienes los habían instrumentalizado y engañado. Y algo parecido sucede con la reacción ante dicho conflicto. ¿Han sido capaces quienes han mantenido inicialmente posiciones tan viscerales de matizar y de suavizar sus planteamientos ante la gravedad y efervescencia que iban adquiriendo los hechos? Es este, sin duda, un ejemplo claro de una de las vertientes de las señas de identidad de los partidos populistas: una vez incendiado el bosque, los instalados en el fuego dialéctico no solo no son capaces de suavizar y ponderar sus posiciones, a raíz de las graves consecuencias para la convivencia que se van produciendo, sino todo lo contrario: elevan la apuesta, vociferando los mayores insultos y proponiendo medidas y actuaciones de imposible realización porque chocan con valores recogidos en las leyes, en nuestro caso no solo en la Constitución, sino también en normas de carácter supranacional suscritas por España, cuyo incumplimiento acarrearía, cuando menos, que se nos señalara, como ya sucede con países como la Hungría de Orbán o la Polonia de la legislatura anterior, como país incumplidor de los valores y tratados que vertebran ese (aún) próspero club que se llama Unión Europea.
Todo el mal ambiente sobrevenido por el proceso de aprobación de la llamada Ley de Amnistía arranca de la moción de censura de 2018 y de los apoyos que apearon al PP del gobierno, pero sobre todo, con las concesiones de diverso tipo realizadas a los partidos independentistas de Cataluña en temas capitales, sin el acuerdo entre los grandes partidos, como habría sido necesario. Ni es razonable aprobar leyes de gran calado sin un apoyo considerable de las fuerzas políticas y de la sociedad (recuérdese la amnistía total de la Transición, apoyada con escasísima oposición de los agentes políticos del momento) ni se pueden proferir acusaciones de totalitarismo a quien, aunque con deficiencias, sigue el cauce democrático para promover una ley, por inapropiada e injusta que parezca a los que la rechazan totalmente. Nos hemos dado unas normas, la Constitución y todas las leyes que la desarrollan, y no es razonable que, además de hacer interpretaciones pintorescas de las mismas, consideremos, cada vez en mayor cantidad, que las iniciativas políticas del partido en el poder suponen la destrucción irreparable de nuestro régimen de libertades, puesto que, tras la aprobación parlamentaria de las nuevas leyes que las sustentan, están sometidas a instancias superiores (Tribunal Constitucional y Tribunales Europeos), que deben validar o rechazar lo que hubiera aprobado de forma mayoritaria el órgano máximo de la soberanía nacional, pero no se ajustara a los principios legislativos españoles y europeos.
Ante esta preocupante situación, cabe hacerse una pregunta: ¿A qué se deben este sectarismo y esta falta de racionalidad? Crece palpablemente entre muchos ciudadanos juiciosos la convicción de que estos dos peligrosos déficits socavan no solo la convivencia, sino los cimientos completos del edificio de valores cívicos y democráticos, que creíamos que eran conquistas definitivas y que ahora percibimos francamente frágiles y en serio peligro de sustitución por otros que aumentan la división, el enfrentamiento y, en última instancia, el fanatismo.
¿Se han cansado ya esos airados representantes, periodistas y ciudadanos rasos de lo que conlleva vivir bajo los principios de una democracia liberal? ¿Quizás creen que son soslayables algunos o muchos de sus principios? Eso parece si analizamos la forma muy peculiar en que moldean a su conveniencia algunos ingredientes básicos de un sistema de libertades esos países que ya son conceptuados, en término que ya forma parte de la nomenclatura política de esta época, como «democracias iliberales».
Es indudable que con muchos de los representantes políticos actuales, que nacieron o eran menores de edad en los años de la Transición, no habrían sido posibles las cesiones cruzadas y el pragmatismo con que actuaron quienes la hicieron posible, poniendo por delante de lo que los idearios de sus partidos establecían, el interés supremo de nuestro país, dejándose no pocos jirones de las señas distintivas de su ideología. La diferencia entre aquel proceso y el que actualmente lleva al país al desencuentro y a la polarización permanentes es que entonces los representantes políticos se hacían eco de la exigencia social mayoritaria de hacer todo lo necesario para superar la división entre dos formas de entender España y en la actualidad, sucede lo contrario: son los políticos los que inspiran y radicalizan a la opinión pública, haciéndola partícipe y cómplice de su soberbia y de su convicción de que es posible, e incluso preferible, gobernar prescindiendo absolutamente de cualquier entendimiento con los adversarios. Deberían mirar lo que ha sucedido en el país vecino, Portugal: El partido ganador en las pasadas elecciones, Alianza Democrática, de centro derecha, ha pactado con el Partido Socialista para evitar tener que gobernar con la Chega, partido populista de extrema derecha. Lo que es simple utopía aquí se convierte bien cerca en un acuerdo que intenta aplicar medidas consensuadas por dos formas moderadas de interpretar la realidad nacional.
La anomalía descrita, lamentablemente, no es exclusiva de nuestro país, sino que afecta cada vez más, e incluso de forma más grave, a países poderosos de varios continentes: Los Estados Unidos de Trump y el Brasil de Bolsonaro son ejemplos extremos de la virulencia que pueden adquirir el fanatismo y la irracionalidad, elevados además a su máxima expresión por campañas de bulos y de manipulación política perfectamente planificadas.
Llegados hasta aquí, es lógico preguntarse qué extraños fenómenos mentales, psíquicos o ideológicos hacen posible que multitud de personas hayan decidido no cultivar criterio y discurso propios, optando por ser colonizadas por ideas de tan altos dogmatismo, visceralidad y fanatismo, y hasta qué punto han renunciado a discernir mínimamente, en el torbellino letal de sus prejuicios, en qué pueden estar equivocadas las posiciones que suscriben tan incondicionalmente y en qué acertadas las que rechazan de forma tan radical. Vista la seguridad pasmosa que sienten la mayoría de fuerzas políticas de que ese electorado fiel hasta la médula no los abandonará, hagan lo que hagan y digan lo que digan, ¿no sería razonable que nos preguntáramos por qué nos sentimos tan comprometidos con ellas y qué les debemos, puesto que no están dispuestas a realizar jamás una mínima autocrítica y las más de las veces solicitan el voto, no para desarrollar su programa, sino para evitar que los que ellos tildan de compendio de todos los males sean los elegidos por los ciudadanos? ¿Sería tan complicado aceptar que si el partido de nuestros amores pierde unas elecciones, no pasa nada, sino que, por el contrario, es una ocasión para que rehaga su programa y su estrategia, eliminando los errores que le han hecho dejar el poder y pueda convencer la próxima vez, de nuevo, a ciudadanos que le hubieran dado la espalda?
Señores políticos, siendo tan importante como es la acción y la representación políticas, ¿no se dan cuenta de la letal irresponsabilidad que supone que realicen cada día tanto esfuerzo para deslegitimarlas y para contribuir a que cada vez más ciudadanos den la espalda a la única actividad humana que puede mejorar sus condiciones de vida? Mientras tanto, sean conscientes de que no son los electores incondicionales, sino los que no tienen problema alguno con pasar a la abstención o a votar a otro partido, los que realmente deciden los cambios de gobierno.
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