Todo había empezado con una simple mirada, con una mirada de interés que estuvo detenida durante unos segundos en los ojos de Pedro. A la mirada, quizá indecisa al principio, la acompañó al final un amago de sonrisa, lo cual provocó un sobresalto de ternura en el alma de Pedro, que en aquellos momentos se hallaba seca, como tierra que se ha endurecido por la falta continuada de riego.
Tras aquella primera experiencia se sucedieron otras con las que volvía a encenderse el ánimo de Pedro. Las miradas y sonrisas de Gabriela eran claras señales de que algo debía estar sintiendo por él, quizá un afecto de proporciones desconocidas y del que él hasta entonces no se había apercibido. Gabriela era una compañera de clase con la que había coincidido aquel año, ya que en el curso anterior había pertenecido a un grupo diferente. Era en el mes de noviembre cuando había tenido lugar aquello. Los amores de Pedro habían sido en el pasado por la edad un tanto livianos, ya que no habían dejado de ser meras inclinaciones. Con quince años que tenía parecía que estaba ya en condiciones de enamorarse de veras por el cariz que tomaban los nuevos sentimientos que en él se habían suscitado.
Gabriela era más bien pequeña, con el pelo corto de color moreno, el rostro ovalado, los ojos dotados de una indecible dulzura. Era, a juzgar por el modo de comportarse, algo tímida, de un carácter acaso muy parecido al suyo. La verdad es que habría seguido siendo una compañera más del curso si no lo hubiera mirado de aquella manera; el hecho de que pareciera que se hubiera fijado en él fue, sin duda, la causa de que empezara a verla de otro modo, de que tal vez comenzara a sentir por ella lo mismo que estaba sintiendo ella por él. Se decía, al reparar en ello, que quizá el amor fuera recíproco, igual que sucedía también con muchas amistades. Realmente él tenía escasa experiencia en materia amorosa: lo que sabía acerca de un asunto tan delicado procedía de lo que algunos amigos le habían contado y de lo que había leído en algunas novelas de signo romántico.
Como Gabriela era de otro pueblo, solamente tenía oportunidad de coincidir con ella en el instituto. A finales de noviembre hubo por parte de ambos ciertos intentos de acercamiento, como así delataban las veces en que procuraban aproximarse en los recreos y en los intervalos de tiempo que había entre las clases. Fueron todos, en cualquier caso, intentos fallidos, ya que no acabaron de concretarse en un diálogo o en un tipo de comunicación más franco.
Pedro se dio cuenta de que la quería por el modo en que la recordaba en los periodos de ausencia. La nostalgia lo embargaba entonces de una mezcla de inflamada ternura y de ansia desenfrenada por volver a encontrarse con ella; era tal la intensidad de lo que sentía que había momentos en que le resultaba casi insoportable, momentos en que se veía invadido de una vaga tristeza.
En diciembre, durante un recreo, se produjo el primer diálogo entre ellos. Estaban reunidos con otros compañeros y de forma casi casual cruzaron algunas frases, relativas al contenido de las clases que habían tenido aquella misma mañana. Gabriela hablaba en un tono bajo, con una dicción exquisita, con un acento que resultaba quizá extraño.
En los días que siguieron el amor de Pedro creció hasta unos límites imprevistos; casi se diría que se había convertido en una pasión que él no podía ya controlar ni dirigir de ningún modo. Sentía la necesidad de hablar con Gabriela, de establecer con ella una relación estable, así que tenía que manifestar aquella pasión de alguna manera, declarársela en privado a Gabriela para que ella la supiese. En dos o tres ocasiones se había propuesto hacerlo, pero en el último momento un acceso de timidez le impidió llevar a cabo su propósito, lo cual supuso una enorme contrariedad para él.
Fue en el último día de clase, ante la angustia que le causaba pensar que estaría mucho tiempo sin verla, cuando se decidió a hablarle. La conversación, que no duró más de cinco minutos y que se produjo en uno de los pasillos del instituto, giró en torno a los últimos exámenes y a los resultados que habían obtenido en las distintas asignaturas; los dos se mostraron algo decepcionados con las notas que les habían dado en ciertas materias, si bien compensaba aquel desencanto la satisfacción que les habían deparado otras notas. Fue un diálogo basado en frases breves, muchas de ellas entrecortadas debido al embarazo que en aquellos momentos los dos experimentaban.
A Pedro se le hicieron larguísimas las vacaciones de Navidad, celebradas como todas en familia. Pasaba muchos ratos en su cuarto leyendo, tratando de enfrascarse en la lectura para que así el tiempo le resultara más cortó. Leyó una novela de un autor hispanoamericano en la que recreaba un mundo extraordinario, construido con elementos reales que se mezclaban con otros de tipo fantástico. Fueron días de mañanas grises, de nieblas que envolvían el pueblo en un sudario mugriento, de tardes de un sol lánguido que moría tras los tejados. El paisaje que se divisaba tras las últimas tapias del pueblo era de tonos fríos y apagados. Todo semejaba más viejo, más lejano. Las choperas aparecían en la distancia como telones sucios, amontonados sobre un horizonte de colinas y serrijones de contornos difuminados. Los cerros, tras el pueblo, se alzaban en medio de las neblinas de las mañanas como los torreones de una antigua fortaleza. Todo se le representaba triste entonces a Pedro: las besanas de tierra húmeda, los últimos rastrojos del otoño, los barbechos, las lindes casi borradas por la maleza, las acequias en cuyo lecho quedaban restos de agua negruzca, los esqueletos foscos de los membrillos y de las higueras silvestres, los caminos surcados de relejes, los alcaceres, los alfalfares de un verde desvaído, las albarradas de las huertas, los secaderos de tabaco, los cortijos medio derruidos…
Aquella tristeza honda que se había adueñado del alma de Pedro devino en ansiedad cuando estaba ya próximo el día en que se reanudarían las clases en el instituto. Le parecía increíble que estuviera a punto ya de pasar aquel tiempo de obligada ausencia. Tantas ganas sentía de volver a ver a Gabriela que se dijo que en cuanto tuviera oportunidad habría de procurar estrechar la relación con ella y que, en el caso de que viera que su compañía le parecía agradable, no tardaría en declararle el amor que le profesaba.
El día soñado llegó sin que se produjera nada relevante: ni Pedro hizo por acercarse a Gabriela ni ella mostró tampoco interés en hacer lo propio, por lo que él se tuvo que conformar con saber que aquel periodo de espera ya había concluido. No solo ocurrió nada significativo entonces, sino que tampoco en los días siguientes ella manifestó ningún signo que animara a Pedro a cumplir con lo que él mismo se había prometido. Más bien adoptó Gabriela una actitud huidiza, como si él hubiera vuelto a ser para ella un compañero más del instituto.
Pedro, como es comprensible, sufrió bastante con aquel comportamiento de Gabriela, ya que se desvanecían con su aparente indiferencia las esperanzas que tenía depositadas en ella. Evidentemente, aún carecía de la experiencia necesaria para valorar los comportamientos ajenos, para pensar que pueden obedecer a unas causas determinadas, a unos factores que se desconocen. Lo cierto es que Pedro se desanimó bastante y que incluso se vio hundido, sin ánimos para levantarse. La ilusión con que había vivido aquel proceso de enamoramiento, una vez que la perdió, fue reemplazada por un dolor muy grande, de modo que el amor que todavía sentía por Gabriela se tornó en una daga que atravesaba su pecho y que dejaba en él una herida muy profunda que posiblemente no se restañaría hasta que no pasara mucho tiempo.
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