III. LA NATURAL DIFERENCIA FEMENINA Y LA MUJER COMO ENIGMA
La definición de la mujer, para Sören Kierkegaard, es incierta, confusa y contradictoria; no hay una categoría que pueda abarcarla enteramente. Ser mujer es algo tan extraño, tan confuso y de tal complejidad que ningún predicado puede expresarlo adecuadamente, mientras que cuando se quieren emplear muchos predicados, estos se contradicen en relación con su esencia profunda, de tal modo que ninguna mujer consigue asumirlos como propios o representativos de su más íntima naturaleza. Y es que para Kierkegaard la mujer “siempre es un enigma en sí misma”. Aunque indique algunos rasgos de la diferencia femenina —sin pretender agotar su complejidad— como la inmediatez, la naturalidad, el ansia de vivir y el egoísmo, frente a la reflexión y el espíritu del hombre, sin embargo, no los considera absolutos y está dispuesto a reconocer otras características que, en algún aspecto, modifican a las anteriores, como el espíritu de sacrificio, presente en ella más que en el hombre.
Según Kierkegaard la mujer tiene más sentimiento, más fantasía, más pasión que el hombre; tiene también más corazón, pero, en cuanto a la religiosidad, la más profunda pertenece al hombre. Ve también el pudor y la angustia como modalidades preferentemente femeninas. La mujer sufre mayor angustia que el hombre y la causa está en que es más sensual. En la mujer, definida a veces en contraposición al hombre como “ausencia de espíritu”, se deja sin embargo entrever el espíritu a través de su pudor, que “es temblorosa memoria del espíritu”. Por consiguiente, el hombre y la mujer, ambos son espíritu y sensualidad, aplazamiento y conclusión, pero con un predominio distinto en cada sexo, de un polo respecto al otro.

Hay que entender aquí la sensualidad –- matiza con lucidez Wanda Tommasi, a quien hemos seguido puntualmente en varias de estas consideraciones sobre la imagen de la mujer del pensador danés (1) — como estar en situación, como estar en sí mismo o como perspectiva de la inmanencia. En cambio, el espíritu que atribuye al hombre es fuerza para estar fuera de situación, o trascendencia. En este sentido, la mujer es el reclamo a la tierra y el hombre al cielo, siempre que esto se entienda como tendencias predominantes en un ser que, en cualquier caso, siempre es, a un tiempo, sensualidad y espíritu, inmanencia y trascendencia, capacidad para entrar en la situación y para salir de ella”.
Como en el caso de Schopenhauer, también en Kierkegaard se asocia la mujer a la alteridad y a la naturaleza. La mujer es todo para el hombre porque lo completa:
“Esta exteriorización de sí mismas –-dice de las mujeres Juan el Seductor— es lo que ellas tienen de común con toda la Naturaleza, con todo lo que es femenino; ni la Naturaleza se basta a sí misma […]. Precisamente a causa de su pureza virginal la mujer es una especie de ser cuya finalidad está fuera de sí misma”.
No cabe — concluye Celia Amorós, con toda razón — expresión más contundente de la existencia de un “continuum” entre la mujer y las hembras de las demás especies naturales, en la línea de Schopenhauer. Eso mismo sostiene también A. Valcárcel en Kierkegaard es manifiesta esa versión naturalista de lo femenino en la que se conceptualiza a la mujer como hembra en continuidad con otras especies (mamíferas), sosteniendo que “lo ‘femenino’ dentro de ellas guardaba entre sí mayor homogeneidad que la que existía entre varones y mujeres en la propia especie humana” (2). Para el pensador danés, en efecto, la mujer está contenida toda en los límites de la Naturaleza; nunca los traspasa.

Aunque Kierkegaard, preciso es decirlo, a diferencia de Schopenhauer, no reduzca en absoluto a la mujer al papel de reproductora, sino que desea que la diferencia femenina, que percibe en su realidad cambiante, se conserve. Es también muy significativo en esta vinculación Mujer-Naturaleza, la frecuente comparación que Kierkegaard establece — como Schopenhauer también hace y como más tarde harán Weininger y Ortega — entre lo femenino y lo vegetal: “El ‘ser’ de la mujer -– la palabra ‘existencia’ expresaría demasiado porque la mujer no tiene vida propia — es comparada por los poetas a una flor, expresión que recuerda la vida vegetal; y, realmente, en ellas hasta el espíritu tiene algo de vegetativo. En El diario de un seductor op, cit. (p. 52) escribe: “Una muchacha es una planta fina y delicada, cuya vida está llena de gracia, como la de las más bellas flores”. Y en la misma obra: “¿Por qué han de ser tan lindas las muchachas? Por qué se han de marchitar las rosas tan deprisa” (Ibid., p. 134).
Por otra parte, y desde un punto de vista entitativo, la mujer en sí misma es nada; ontológicamente es dependiente de otro ser, coincidiendo de nuevo con el pensamiento misógino del pensador austríaco Otto Weininger (Sexo y carácter, de 1903). “El destino profundo de la mujer es ser la compañera del hombre”. ¿Cuál es para él la definición más adecuada del ser femenino?, se pregunta. Para inmediatamente responder: “La de un ser que encuentra su finalidad en otro ser. La mujer es el ser que existe para otros seres” (3). “Sólo por medio del hombre empieza a sentirse libre, en un sentido más profundo, por eso en algunos idiomas se usa la palabra ‘libertar’ para indicar la petición de mano de una mujer porque quien ‘liberta’ es el hombre. Pero quien escoge es la mujer; sin embargo, si este escogimiento es fruto de una larga reflexión, deja de ser verdaderamente femenino” (4).

En La enfermedad mortal, señala Kierkegaard que, en la mujer, por mucho que ésta aventaje al varón en delicadeza y finos sentimientos, no se da esa profundidad subjetiva y desarrollada que caracteriza al hombre, ni tampoco se da, en el sentido decisivo, la intelectualidad. En cambio, la esencia de la mujer es la entrega, el abandono; y no hay femineidad donde no haya eso. Es bastante curioso que nadie sea capaz de igualar en melindres a una mujer –-para la cual parece que el idioma mismo ha ido acuñando esa palabra—, tan melindrosa que, a veces, llega a hacerse cruelmente delicada… y sin embargo, su esencia es la entrega, y lo maravilloso del caso es que todo lo aludido no es propiamente sino una expresión de que su esencia es la entrega.
Pues cabalmente porque su esencia entraña la total entrega femenina, cabalmente por eso la naturaleza ha dotado amorosamente a la mujer de un instinto de una finura tan enorme que en su comparación la reflexión masculina más eminentemente desarrollada es como una nada. Esta capacidad de entrega de una mujer, o como decían los griegos, este don de los dioses y esta riqueza son un tesoro demasiado grande como para que se pueda desperdiciar a ciegas; y, sin embargo, ninguna humana reflexión contemplativa sería capaz de ver con suficiente claridad el modo recto de emplear ese tesoro. Considera, en fin, que “el abandono es lo único que la mujer tiene, y por esta razón la misma naturaleza se encarga de ser su defensora […]. En la entrega se ha perdido la mujer a sí misma y solamente así es feliz, solamente es ella misma; porque, desde luego, no tiene ni un adarme de femineidad la mujer que sea feliz sin el abandono, es decir, sin entregar su propio yo, por muchas que por otra parte sean las cosas que entregue” (5).

Un hombre también se entrega; pero el yo del hombre no es el abandono, característico del esencial abandono femenino; ni tampoco se puede afirmar que el hombre alcance su yo mediante la entrega, como en cierto sentido es lo peculiar de la mujer, ya que aquél ya lo tiene de antemano en sí mismo. La mujer, por el contrario, con toda su auténtica femineidad se precipita y lanza su propio yo en el objeto de su abandono. Si este objeto queda eliminado, entonces se esfuma también el yo de la mujer y aparece su típica forma de desesperación, a saber: la de no querer uno ser sí mismo (6).
Y en lo que se refiere a su capacidad de atraer al hombre, de enamorarlo, Kierkegaard revela su dimensión misógina, al considerar la entrega de la mujer al enamorado como el fin del deseo de este último: “Cuando una muchacha se abandona a un hombre acaba todo” (7). Dejó, así, en manos de las mujeres y de su actitud el estatus de deseo de los varones. Por eso Kierkegaard afirmará que el amor es una proyección en la amada de su imagen idealiza por el amante (8) y que el deseo del varón se refuerza por la evanescencia y lejanía del objeto amado, por el denominado pathos de la distancia, al que también aludirá Nietzsche y otros muchos filósofos posteriores, herederos de la misoginia romántica.

Tampoco le parece bien que la mujer se independice de los límites de su sexo, como propugnara, en cambio, el feminismo emancipador. Kierkegaard no tiene dudas para oponerse decididamente al movimiento de emancipación femenina. La emancipación de la mujer le parece una perspectiva que hay que rechazar resueltamente: “Si se educase también a las muchachas lo mismo (que a los hombres), ¡pobre género humano! La emancipación de la mujer, que intenta esta educación, es una invención del diablo”. Por lo tanto, los rasgos que atribuye a la feminidad -la inocencia femenina, su capacidad para estar cerca, el distanciamiento de la reflexión y del espíritu– aparecen no sólo como rasgos de la diferencia femenina, sino también como características que la mujer debe conservar para ser fiel a su sexo, para no dejarse agarrar por el demonio de la emancipación, que la querría semejante al hombre, en opinión de Wanda Tommasi (9), Kierkegaard las quiere conservar, en incluso, enfatizar.
La mujer es, efectivamente, como ha señalado Amelia Valcárcel, el sueño de Adán, el “sueño del hombre”, “materia informe sobre la que se ejerce individuación amorosa”, es la “perfección en la imperfección”, la criatura de su creador, Pigmalión, “que hace emerger a su dama de lo informe femenino”. La mujer es, no sólo funcionalmente, sino ontológicamente un “ser para otro”:
“La mujer, la dama o la amada son construcciones del caballero, objetos de ficción. En verdad, todo lo femenino es una orto-representación (o representación alegórica primordial) de lo humano que sólo resulta fascinante mientras se mantiene como tal representación. El amor mismo es la tensión hacia ese objeto de ficción y, por tanto, no puede realizarse […]. La esposa no es la doncella que se deseaba, porque el deseo fabrica su objeto y el objeto de deseo y el de posesión no pueden coincidir. El verdadero amor es, por tanto, el arte de la renuncia. La mujer es un ser al que la palabra “existencia” le viene grande […]. Porque en sí todo lo que es femenino es extrínseco: un ser cuya finalidad está en otro ser, que no tiene vida propia, cuyo espíritu es vegetativo, contenido en los límites de la Naturaleza e incapaz de excederlos. La naturaleza es ella misma femenina. Lo masculino, pues, se asimila a Dios” (10).

Amelia Valcárcel sostiene, en definitiva, que Kierkegaard enlaza con Schopenhauer por antífrasis y que es el mejor representante de la misoginia galante:
“En efecto, la misoginia no siempre se expresa de la misma manera. Schopenhauer se queja de la dama, Kierkegaard es el pensador de la dama. Él es el pensador que, en definitiva, articula la concepción romántica del amor cortés. Pero este amor cortés romántico poco o nada tiene que ver con el medieval: es un sentimiento construido en la ficción sin la estructura real del vasallaje de la sociedad estamental” (11).
Concluimos con estas lúcidas consideraciones finales de Wanda Tommasi, en las que sostiene que más allá de sus múltiples afirmaciones sobre la mujer y sobre el amor, Kierkegaard no pretende decir la verdad ni sobre la una ni sobre el otro, enfatizando conscientemente su diferencia masculina destaca solamente algunos rasgos de la diferencia femenina o de la dualidad varón/hembra, sin pretender agotar su complejidad: “No pretende quitar el velo, divulgar un secreto que debe seguir siéndolo. Sólo respetando su inefable disparidad, la diferencia femenina mantiene las características que hacen de ella un “enigma” para la propia mujer” (12).
BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS
1) Wanda Tommasi, Filósofos y mujeres, op. cit. pp. 161-168.
2) Amelia Valcárcel, cap. “La misoginia romántica. Hegel, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche”, en A. Puleo (coord.), La filosofía desde un punto de vista no androcéntrico, Secretaría de Estado de Educación, 1993, pág. 19.
3) Diario de un Seductor, Espasa Calpe, Austral, trad. de Valentín de Pedro, Argentina, 1953, p. 162.
4) Ibid., p. 129.
5) Celia Amorós Tiempo de feminismo, (pp. 231- 259).

6) Diario de un Seductor, op. cit., p. 130.
7) Ibid., p. 135. Y en pp. 144-145 escribe: “Una muchacha es un ser débil; después de darse enteramente, lo pierde todo. Si la inocencia en el hombre es algo negativo, en la mujer es la esencia de la vida. […]. Y el amor sólo es bello mientras duran el contraste y el deseo: después todo pasa a ser flaqueza y costumbre”.
8) Ibid., p. 41. “Cuando una muchacha no nos hace en seguida, desde la primera mirada, una impresión tan fuerte que sea capaz de hacer despertar en nosotros una imagen ideal de sí misma, no es, en general, digna de que nos tomemos el trabajo de buscarla en la realidad”.
9) Kierkegaard utiliza bella y poéticamente muchas metáforas e imágenes de la Escritura para referirse a la diferencia hombre-mujer: “¿Cómo se puede entonces comprender el significado del acto de Dios, cuando cierra con un sueño profundo los ojos de Adán y de él crea a Eva? Porque la mujer es el sueño del hombre. Y la mujer no sale de la cabeza del hombre, sino de las costillas, y se torna en carne y sangre. Surge a la vida al primer contacto del amor. Ya antes ella es apenas sueño. Y en esta existencia de sueño vemos dos fases distintas: primero, el amor sueña con ella; segundo, ella sueña con el amor” (Diario de un Seductor, op. cit., p. 129).
10) Amelia Valcárcel, Misoginia romántica, op. cit., resumen pp. 19-20.
11) Ibid., p. 19.
12) Wanda Tommasi, Filósofos y mujeres. La diferencia sexual en la Historia de la Filosofía, op. cit., p. 168.
(*) Del libro inédito del autor de este ensayo: Los filósofos, las mujeres y el amor)
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