El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (19): En el olivar

Mi abuelo materno tenía un olivar en la falda de la sierra, a cuyo pie está enclavado el pueblo. Yo iba a veces con él en los días en que se recogía la aceituna, normalmente al comienzo del invierno. En lugar de seguir la carretera que partía del pueblo, para llegar al olivar a mi abuelo le gustaba encaminarse por estrechas veredas que discurrían entre laderas pobladas de olivos. Eran parajes muy antiguos por los que pasábamos, en los que solía reinar un profundo silencio, un silencio que semejaba proceder de tiempos muy remotos. Eran veredas orilladas de cencida hierba, con algunos tramos algo embarrados. La verdad es que no sé por qué mi abuelo prefería ir por aquellos sitios. A menudo caminábamos callados, abismados en nuestros pensamientos. De cuando en cuando se oía el crujido de unas ramas de olivo, sacudidas por los hombres que estuviesen recogiendo la aceituna en un olivar cercano. Era un trayecto sinuoso, con muchas revueltas. Mi abuelo decía a menudo que las veredas eran caminos viejos que los hombres habían abierto a fuerza de pasar mucho por ellas. Había zonas pintorescas, punteadas de grandes riscos, entre los que crecían matas espesas de tomillo. Desde algunos puntos podían divisarse las cimas de los cerros tras una loma de olivos; eran cimas ásperas, de un color de plomo, que se recortaban sobre un cielo azul de leyenda.

Cuando llegábamos al olivar, faltaba ya una hora escasa para que terminara la jornada. La cuadrilla de trabajadores estaba formada por dos o tres hombres que vareaban los olivos y otras tantas mujeres que recogían las aceitunas que caían fuera de los fardos que se extendían al pie del olivo. Ellos eran morenos, de piel curtida y cuerpo enjuto, en tanto que ellas eran de rostro agraciado, algo contraído por el esfuerzo que realizaban a causa del trabajo. Después de una breve conversación que mantenían con mi abuelo, durante la cual le informaban de los olivos vareados y de la aceituna que se había recogido, continuaban con renovadas fuerzas su tarea. Yo admiraba el brío con que ejecutaban su labor a pesar de la fatiga que ya debían de tener acumulada.

Había un aceitunero que destacaba sobre el resto de la cuadrilla por la simpatía y la gracia con que de continuo actuaba. Era bajo, de movimientos rápidos, con una sonrisa siempre dibujada en su rostro atezado. No solo mostraba buena actitud, sino que incluso a veces se daba a cantar mientras vareaba los olivos o recogía los fardos cargados de aceitunas. Cantaba muy bien, con una voz que parecía impostada. Eran los suyos cantos antiguos en los que se expresaban sentimientos de amor muy profundos. Tanto mi abuelo como yo nos quedábamos arrobados escuchándolo. Un día mi abuelo le preguntó por qué cantaba y él una vez más sonrió mientras parecía meditar la respuesta. «Porque así trabajo más a gusto», dijo sin dejar de sonreír, con la vara clavada en la tierra.

Al volver al pueblo por las mismas veredas, seguía sonando en mi cabeza, como un eco, la voz de aquel hombre entonando aquellos cantos tan sentimentales, rotos en ocasiones por un hondo quejido que salía de su garganta, por un quejido que rasgaba la quietud de la tarde. El paisaje, a la vuelta, presentaba un aspecto más melancólico, con una luz sonrosada, casi lila, que se desmayaba sobre el mar ondulante de olivos. Al fondo se vislumbraban los cuadros de la vega, difuminados por el velo de la distancia. Después de trasponer una pequeña loma, se empezaba a divisar el pueblo, con sus primeras casas cercadas de tapias bajas de barro. Del enjambre sucio de tejados emergía la torre de la iglesia, con su silueta de palmera recortada sobre un fondo azulado de campos y de colinas difusas.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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