En las dependencias del corral, por todos lados, había sacos de arpillera: se usaban en el campo para llenarlos de semillas o de abono; en el tiempo de la aceituna, se transportaban en ellos a la almazara las olivas recogidas. Se amontonaban en las cuadras y en los graneros, en los pajares y en el secadero de tabaco. Tenían un tacto áspero, un olor particular; si acababan de ser empleados en el campo, olían a tierra o a los granos de abono de los que habían estado llenos; si habían sido usados en el olivar, estaban impregnados de un olor dulce a aceitunas. Los niños, en nuestros juegos, los usábamos con distintos fines: a veces nos servían de jergón después de haberlos rellenado de paja o de hierbas; otras veces eran mantas, cortinas o viejas ropas con las que nos revestíamos. También era frecuente que cosiéramos varios de ellos con cuerdas y que formáramos la red de una portería para jugar al fútbol.
En el corral también había sacos de plástico, pero nosotros preferíamos los de arpillera. Casi no había juego en que no los empleáramos; si construíamos una choza con palos o con los troncos de las matas de tabaco, cubríamos el suelo con ellos; más de uno, en los días de invierno, se echaba por encima uno de aquellos sacos para protegerse del frío o lo usaba a modo de capa, imitando al personaje de alguna película.
Por lo general estaban percudidos y llenos de polvo, pero a nosotros no nos importaba. Estábamos acostumbrados a jugar en lugares mugrientos, rodeados de trastos cubiertos de herrumbre. Los sacos de arpillera formaban parte de nuestra vida; eran elementos ya imprescindibles de ella, igual que los palos y las tomizas con las que se colgaban en el secadero las matas de tabaco. A veces, cuando se quedaban tirados en el corral, las lluvias los mojaban y había que esperar a que se secaran para volver a jugar con ellos. Es imposible recordar la infancia sin aquellos sacos de color marrón, apilados o rociados por el suelo en la cuadras o en los graneros, sobre los que dormían con frecuencia los gatos que había en los corrales.
Todavía, al cabo de mucho tiempo, creo que los veo y que percibo su tacto áspero y que los huelo.
Hay cosas de la infancia que permanecen para siempre grabadas en la memoria, como pasa igualmente con los arados viejos, los azadones, las varas de la aceituna, las cajas en las que se prensaban los manojos de tabaco, las básculas, los carrillos de mano… Nunca se me olvidarán tampoco las pelambreras de hierbas que invadían los bordes de los corrales, las higueras y los árboles silvestres que en ellos crecían, las tapias de piedras y de barro que los cercaban. Es un mundo antiguo en el que junto a otros niños me tocó vivir, un mundo heredado del que ya solo quedan los recuerdos que de él sobreviven en la memoria.
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