Acaba de empezar noviembre. Es domingo. Después de una semana de lluvias, el tiempo ha aclarado y esta tarde he podido pasear por el campo, donde he disfrutado de un paisaje hermoso, con una vega que parecía revestida de una especial gracia. Pocas veces he hallado tanto encanto en ella: semejaba una estampa bellísima, perteneciente a un cuadro, un óleo en el que el artista hubiera logrado representar el espíritu de un territorio. Había hazas de tonos marrones y grises junto a otras de un verde lánguido, entreveradas con terrenos rojizos o de un siena húmedo, con besanas de surcos muy bien trazados. No existía ningún orden en la composición; sus elementos se sucedían de un modo caprichoso, lo cual hacía quizá que resultase de una gran belleza. En la distancia aparecían las choperas como embarcaciones solitarias, manchadas de ocres y amarillos. La luz del sol era de un oro viejo. Como un inmenso telón, al fondo se alzaba la sierra, con sus cumbres salpicadas de nieve.
A la vuelta, me encontré por el camino con algunos labradores, que también regresaban al pueblo después de haber dado una vuelta por sus hazas. Son gente sencilla que siempre se refieren a la tierra como si nombraran a un ser querido.
Ahora estoy sentado en el patio de mi casa. Todavía queda un resto de sol, de un sol cansado de otoño. Como he ido a misa por la mañana, pienso quedarme en la casa; donde dentro de poco me visitará mi amigo Francisco, a quien hace tiempo que no veo. Estoy solo. Mi mujer y mi hija han salido.
El patio está rodeado de un jardín antiguo, en el que hay rosales y un membrillero. Al otro lado se encuentra el corral, por donde a veces paseo. Es un corral que tiene el suelo de tierra y que está cercado por unas tapias bajas de barro y de piedras. En otro tiempo mi padre lo había usado para guardar el tractor y los arados. Aunque ya no se emplea para nada, no he querido desprenderme de él porque es un lugar que alberga muchos recuerdos. Su valor sentimental es para mí tan grande que no estoy dispuesto a venderlo por mucho dinero que me den por él a cambio.
He llegado a una edad en la que no aprecio tanto los bienes materiales. Me conformo con lo que tengo, con lo que he ido conservando. La vida discurre de ese modo para mí plácidamente, pues no está contaminada de deseos o de ambiciones económicas. En esta tarde de domingo soy feliz; estoy esperando a mi amigo Francisco, con quien he compartido gratísimos momentos en el pasado, en un pasado que me parece ahora más cercano que hace unos años, porque la valoración del tiempo transcurrido es siempre relativa; hoy, por ejemplo, creo que dos o tres décadas son una pequeña porción de tiempo. Realmente se me representa que fue ayer o anteayer cuando yo jugaba con Francisco en las eras del pueblo o en la plaza de la iglesia.
Hay unas nubecillas de color bermejo y el sol acaba de ocultarse tras los tejados. La luz que ha quedado es de un tono cobrizo. Las tardes de los domingos siempre han sido tristes, ya que se tenía conciencia de que el tiempo de descanso estaba acabándose por la proximidad del lunes y la reanudación del trabajo. Ahora la tristeza que siento es distinta a la que he sentido antes, quizá porque al hacerme mayor ya no le temo tanto al trabajo, aunque parezca una contradicción. Yo ya no soy el mismo; las experiencias que he tenido a lo largo de los años me han cambiado, me han hecho más resistente a las fatigas y a las molestias que comporta la vida. Me parece incluso que las tardes de los domingos son dulces, de una honda belleza, como esta de hoy. Quizá sea el otoño, con su luz rancia, lo que les confiere tal belleza, lo que hace que la tristeza que en ellas se pueda sentir se viva de una manera distinta, porque es algo natural en el ser humano, un sentimiento que puede resultar apacible.
Tal vez, cuando venga Francisco, me ponga a hablar con él de la época en que éramos escolares y sentíamos melancolía en estas horas de los domingos. Los fines de semana pasaban entonces muy rápido; estábamos tan concentrados en nuestros juegos que no nos dábamos cuenta del transcurso del tiempo. Hoy podemos experimentar incluso nostalgia cuando evocamos aquellos días, cuando nos vemos otra vez paseando por las calles del pueblo, un poco aburridos, tratando de apurar los últimos instantes del domingo, con el cielo ya de un tono pálido, en el cual aún podía distinguirse alguna pincelada rosa por el poniente.
A medida que pasan los años, los sentimientos van cambiando. Noviembre ya no es para mí un mes ingrato, en el cual se anuncia por momentos el invierno. Por las mañanas suele hacer ya frío y hay días de nieblas pertinaces o de lluvias intensas, a los que suceden otros de cielos rasos y de temperatura más agradable. Ahora noviembre me resulta a mí un mes delicioso, aunque no sabría precisar en qué consiste el atractivo que en él encuentro; tal vez reside en la hermosura sutil de tardes como esta o en sus anocheceres melancólicos, en la imagen que presentan ahora los campos, bañados por la luz delicada de un sol tibio.
Es posible que me haya vuelto más sensible o que mis gustos hayan variado, porque también varían los gustos con el tiempo, como advierto en cosas que me suceden a diario, en detalles que antes no valoraba. Lo más probable es que cuando esté aquí Francisco hablemos de esto, porque a él seguramente le pasará lo mismo. Él, cuando éramos pequeños, tenía un temperamento muy semejante al mío; los dos éramos, por naturaleza, algo miedosos, aunque después la vida nos iría haciendo de otra manera. Seguimos siendo grandes amigos; la amistad es algo que, aunque cambien las circunstancias, nunca se olvida.
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