A los artistas del ballet de Kiev que el próximo 23 de febrero presentará en Granada en el Palacio de Congresos, Don Quixote, de Ludwig Minkus, porque su causa es justa y buena y porque en este maravilloso ballet quijotesco se conjugan el imperativo heroico de la resistencia a la opresión con la alegría danzarina de la lucha por la libertad y el amor a la vida.
Escribía el gran ensayista y pensador vienés George Steiner en un famoso ensayo (Antígonas. Una poética y una filosofía de la lectura) que un “clásico” no era tanto un libro que deberíamos leer con fervor y admiración, sino, sobre todo, “un libro que nos lee a nosotros”, sus lectores. Es decir, que penetra los espacios más recónditos de nuestra intimidad; que nos interpela, cuestiona y conmueve, al desvelarnos aspectos y dimensiones profundas e insospechadas de nuestra enigmática condición humana. Eso es lo que verdaderamente vivenciamos y experimentamos, estética e intelectualmente, cuando leemos alguna obra clásica, sea esta de Homero o de Sófocles, de Dante o de Shakespeare. El Quijote, nadie lo duda, es uno de los tres grandes clásicos literarios de la Modernidad (con Hamlet, 1603,y Fausto, 1808), en sus páginas se encuentra el ADN de toda la literatura moderna.
Precisamente por su condición de clásico, El Quijote encierra todo un potencial simbólico, que ha incitado creadoramente a la crítica y al pensamiento a lo largo de la historia, y que ha servido de prolífica semilla fertilizadora de múltiples lecturas e interpretaciones. “Si el Quijote no fuese un símbolo, polivalente y equívoco, de la condición humana, ni sería un clásico, ni se explicaría que sigamos leyendo e interpretando la obra cuatrocientos años después de su publicación”, señalaba Pedro Cerezo en su conferencia, “El Quijote en el debate ideológico. Entre Ilustración y Romanticismo”, pronunciadael 22 de abril de 2016, en el Instituto de España.

Pues bien, aunque hayan pasado casi dos lustros tras su publicación, el ensayo de Pedro Cerezo, que da título a este artículo (Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 2016), es una de las interpretaciones — y las existentes pueden contarse por decenas — de más calado intelectual y filosófico de las publicadas hasta la fecha en lo que va de siglo. En ella se nos presenta a Don Quijote, su protagonista, como un héroe ambivalente: trágico y cómico, cuerdo y loco, reflejando así su doble ánima quijánica y quijotesca. Su autor, el profesor Cerezo, nos propone acertada y pedagógicamente simbolizar su desdoblada figura, en feliz símil o bella imagen, con una especie de medallón con doble cara: “De un lado es un héroe ridículo, pero, dando la vuelta al medallón cervantino de su historia, resulta también un héroe noble en sus intenciones, discreto en sus sentencias y esforzado en sus empresas”. De la ambivalencia del símbolo, se deriva la duplicidad de sentimientos que nos produce su lectura, expresada a través de una sonrisa amarga, entre la ironía y la simpatía.
En su libro se pasa revista a las dos esenciales tradiciones exegéticas que a lo largo de más de cuatro siglos se han hecho cargo de la inmortal novela: la ilustrada y la romántica. La lectura ilustrada entendía el Quijote como una sátira cómica destinada a ridiculizar las costumbres caballerescas para las que ya había pasado su hora. El Quijote era una obra de puro entretenimiento y risa. La lectura romántica trágica, por el contrario, valoraba con Schelling, con Fichte y con Dilthey, por ejemplo, la lucha de lo real con lo ideal, la lucha trágica del héroe –- “héroe de la voluntad desnuda” — de noble naturaleza e intención, llevado por el entusiasmo y la fe, una especie de locura o “lucidez alucinada”, en sus ideales y valores. Según el profesor Cerezo ambas lecturas estarían bien fundadas en la historia cervantina, y vendrían a reflejar o encarnar la doble faz del héroe ambiguo: el “héroe entusiasta” y el “héroe ridículo”, al modo del bifronte dios Jano de la mitología griega. Es decir, a la manera del medallón con los dos rostros grabados en su anverso y reverso, al que antes nos hemos referido.

Pero cabe, en su opinión, una tercera posibilidad de lectura o interpretación y es la de “encontrar en la sátira de todo entusiasmo un ácido corrosivo”, capaz de borrar las efigies en una plana nulidad, con el riesgo de perder ambas efigies y hasta el mismo medallón. La “interpretación tragicómica”, que propone Pedro Cerezo, vendría a zanjar, y de manera bien argumentada, esa oposición o antagonismo reiterado entre esas dos interpretaciones canónicas vigentes a lo largo y ancho de estos cuatro siglos, para complementarlas. Superando así su aparente “irreductible” oposición, no dialécticamente sino dialógicamente.
Debemos tener en cuenta además que, con independencia de estas tres posibles lecturas, es innegable que aun cuando el desengaño, y su desabrimiento le cuesten la vida a don Quijote, le hacen también, sin embargo, recobrar al hidalgo la luz de la razón. El desengaño no le sirve a don Quijote para ensayar otra vida, sino para que Alonso Quijano el Bueno, pueda asumir estoicamente su derrota. Cuando ha muerto el héroe, solo queda el hombre. He ahí la esencia misma del humanismo cervantino (muy cercano, por otra parte, al de Montaigne, el otro gran forjador de la Modernidad). Pero, sin duda, junto al desengaño el antídoto único y mejor que podemos presentar u oponer al entusiasmo y la melancolía que son, al cabo los opuestos de un mismo morbo se llama el buen humor, el buen sentido. Por ello mismo, viene a concluir Pedro Cerezo: “El Quijote, la tragicomedia del héroe ambiguo, es ciertamente una obra de desengaño, pero con ironía y buen humor, y por eso mismo, liberadora”.
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