Este artículo puede generar una gran controversia entre los lectores y/o docentes que tomen su tiempo en la lectura y análisis del mismo. Como les anuncié en anteriores artículos, Antonio Arenas me dio la oportunidad de compartir experiencias o actividades desarrolladas en mi práctica docente.
Todo lo que comparta es sensible de ser opinado, criticado o rebatido. Sean críticas de naturaleza constructiva o destructiva a buen seguro me hará crecer y reflexionar. En algunos casos las críticas vendrán originadas por desatender lo que se considera, teóricamente de forma universal, competencia de todo docente; en otros casos me harán saber que no todas las familias estarán de acuerdo con que se lleve a cabo este tipo de actividades porque desatiende al currículo, ese al que, como dije en contadas ocasiones, nos esclaviza de forma ostensible e inevitable; incluso habrá quien diga: “Más cuentas de matemáticas y menos pérdidas de tiempo” o “Para eso estamos nosotros los padres”. Cuento con ello.
El título ya de por sí hace presagiar sobre qué va a ir este artículo, pero para entenderlo de forma íntegra y justificada, considero conveniente empezar por explicar la génesis: Todo se tornó allá por el curso 2007-2008, hallándome en mi primer destino definitivo, en un precioso y despoblado municipio de los pueblos orientales de la zona de Guadix (Granada). Nuestra escuela se hacía llamar “el chalet”. Hasta ahí puedo decir. Estaba al mando de un grupo no muy numeroso de niños y niñas de tercer ciclo (sexto y quinto de Primaria juntos).
Todos tenían las mismas ilusiones, intereses, motivaciones y proyecciones que cualquier niño pudiera tener en otras circunstancias, aunque recordaban a niños ochenteros. Hago este paréntesis porque compañeros de profesión vaticinaban que estos no serían nada en la vida, salvo unos herederos de lujo de los terrenos de su padre o el pequeño negocio de su madre. Se trataba de una escuela semejante a la que tuviera Antonio Benaiges, promotor de la escuela Freinet y contextualizada en el libro y película “El maestro que prometió el mar”.

Este perfil de alumnado, a diferencia de otros de los que tuve el gusto de conocer en años posteriores, se caracterizaba por ser niños despiertos, inquietos, no muy tecnológicos precisamente y con gran predisposición a aprender o a llevar a cabo las actividades que se les planteaba, sobre todo las que no eran propias del currículo de Educación Primaria.

Pues bien, una de las actividades que planteé, al hilo de una paralela relacionada con la lectura del libro de texto de lengua castellana, consistía en poner una lavadora con mamá o papá para así poder contarlo al día siguiente al resto de la clase y de paso dejarlo plasmado por escrito. Ya saben la carga lingüística que todo esto atesora: uso de conectores, ordinales, nexos… y sobre todos los asuntos, fomento de la exposición oral por orden cronológico con pasos a seguir. Por supuesto, el planteamiento de esta actividad les eximió a realizar otras relacionadas con los libros de texto, fichas de cálculo u otras de esa índole, lo cual supuso un gran júbilo en los discentes, hartos de tanta carga lectiva y tanto copia pega en actividades mecánicas.
Video preparado para ser expuesto en IDEAL en clase sobre las actividades planteadas
Consideremos el contexto en el que nos encontrábamos inmersos, en el que los niños de aquel pueblo perdido, solo tenían como mayor ilusión, bendita ilusión, la de jugar y divertirse, como todo niño, por lo que instarlos a hacer tareas de mayores, como poner una lavadora, para ellos significaba una gran novedad y todo un reto.
En ocasiones desde la posición que adoptamos como maestros, podemos contribuir al desarrollo íntegro de nuestro alumnado. A lo largo de mi carrera, hablo en base a mi experiencia que se asoma a la segunda década, he experimentado todo tipo de satisfacciones: desde alumnas que hablaban por primera vez con sus abuelos sobre su vida, muchos de ellos ya fallecidos, pero que les supuso un acercamiento “forzado” entre dos generaciones distintas… hasta el caso que nos ocupa: niños y niñas desde los seis años que ponen lavadoras, entre otras muchas tareas domésticas.
Al lunes siguiente, como era de esperar, los alumnos expusieron su experiencia vivida al poner su primera lavadora. Les pregunté que si la habían puesto solos, si habían recibido ayuda y orientaciones de mamá o papá, que sería lo lógico, si tuvieron dificultades y de qué tipo fueron, si pusieron ropa de color o de ropa blanca, si controlaron los programas de la lavadora, si echaron detergente, suavizante, lejía o bolitas olorosas, si hicieron la colada completa y terminaron tendiendo la ropa o usan secadora, etc.
Tanto éxito tuvo esta actividad, que al acercarnos al siguiente fin de semana me plantearon los alumnos en estos términos lo siguiente: -Profe, por fi, no mandes deberes para el finde… si quieres ponemos otra lavadora o lo que nos pidas de la casa.
Fue entonces cuando de repente me vino una iluminación y les pedí algo diferente con estas palabras: -Está bien, vamos a hacer un trato.
Ante la incredulidad de los alumnos, culminé diciendo: -El trato consistirá en hacer ocho tareas domésticas escritas y firmadas por vuestros padres, si es que están de acuerdo de que las realicéis.
Por supuesto, satisfechos, accedieron a la petición, pues era precisamente lo que se les solicitaba, en detrimento de actividades del libro de lengua, mates, inglés o ciencias, fichas de cálculo, problemas matemáticos, fichas de inglés, mapas conceptuales de un tema de naturales, etc.
Llegó el siguiente lunes, y más de un 80% del alumnado y sus familias habían mostrado interés en la realización de esas tareas domésticas. Era curioso cómo algunos alumnos justificaban no haber llegado a la cifra de ocho tareas domésticas, por la dificultad que entramaba una sola de ellas. Apostillaban: -Profe, es que he barrido y fregado toda la casa, eso debería de valer por ocho tareas; mientras que otro decía por lo bajini y entre dientes: -“Pues anda que yo que me fui con mi padre a cortar espárragos…”
Ante el revuelo que se formó, les señalé que barrer o fregar es una tarea, por lo que no hay equivalencias y acto seguido les pedí que hicieran un trabajo mental por el cual se derivara en la aportación de un listado de tareas domésticas. Sin suspicacia, estábamos sumergidos en una clase de lengua y sociales, pues quedó patente la presencia de un dictado y el nombramiento de unos tipos de tareas junto a la importancia del trabajo en equipo.

El resultado fue una hoja con más de ochenta tareas domésticas. Ahí es cuando deduje el contexto en el que me encontraba con la lectura de algunas tareas como “dar de comer a los conejos”, “descascarillar almendras” o “recoger aceitunas”.
No se piensen que todas las familias mostraron aceptación después de cada fin de semana. Recuerdo en años posteriores en una tutoría una madre, de edad semejante a la mía que apuntaba: “Mi hijo no tiene el por qué hacer tareas domésticas, porque para eso estoy yo. En mi casa mi marido no hace tareas, porque llega muy cansado de trabajar en la Sierra y no voy a permitir que haga nada y mi hijo menos”. Ante estas palabras, solo me quedó aceptar y resignarme en mi empeño de hacer de aquel niño una persona con valores, de provecho y con recursos para que en el día de mañana sepa hacer prácticamente de todo. Por supuesto que lo acaté, lo comprendí, lo valoré y jamás le pedí nada en relación a ese tipo de actividades.
En los comienzos de esta actividad he reconocer el error insalvable del “Doble o nada”, consistente en exigir a mi alumnado a realizar el doble de tareas domésticas en caso de no hacerlas, por lo que el que no hiciera las ocho tareas, tenía todo la semana para realizar el doble, dieciséis. El problema era cuando de dieciséis pasaba a treinta y dos… y así sucesivamente.
Otra de las críticas venía originada por las familias pro-libro, que haberlas las hay. Éstas criticaban el desatender el currículo en algo que no me corresponde como maestro, pues es competencia y tarea de los padres de los niños. Si había algo que me movía a llevarlo a cabo y a la práctica no era otra que mi inquietud por desarrollar mi labor educativa, constructiva y formativa en mi alumnado.
Recuerdo con ternura, un niño que fue castigado por sus padres porque, al querer limpiar la jaula del canario, se escapó la mascota. Pese a tener que reconocer mi sentimiento de culpa, luego lo pensé fríamente y llegué a la conclusión de que se podía haber evitado esa inesperada pérdida, con cabeza, control y responsabilidad. Por otra parte, una alumna nos contó compungida que intentó hacer un bizcocho de limón, que no se infló por la levadura y se le quemó por un mal uso del horno.

Teniendo reciente ese hecho de hacer un postre o dulce, se dio el caso de una actividad del currículo del área de lengua castellana, que consistía en leer una receta y completar los datos de la misma: nombre, ingredientes y preparación. Imprudente de mí, les pedí hacer un postre con mamá o papá, traerlo a clase y exponer a la clase su preparación. Nos juntamos con más de 8 postres, de lo más variopintos. Sin advertirlo, habíamos hecho de la clase un Masterchef, que comenzaba a ponerse de moda por aquellos entonces.
Fue todo un éxito, pero he de reconocer que algunos de los alumnos quedaron perjudicados a nivel gástrico. Si apunté anteriormente que se trataba de una imprudencia, es por hacer alusión evidentemente a ingerir algo que no ha pasado controles de sanidad ni calidad, que podía haber estado en mal estado, crudo o pasado, que posiblemente halláramos a alguien con intolerancias o alergias alimenticias. Hoy en día, con dieciocho años de experiencia a mis espaldas jamás plantearía esta degustación, no así lo de las tareas domésticas, de hecho en época de pandemia contribuimos para una publicación de un libro de recetas con fines benéficos y también hemos compilado un RECETARIO DE POSTRES.

Años después me convertí en el coordinador del Plan de Igualdad, en varios colegios. Recibí varios cursos de formación y en uno de ellos me insistían en justificar la inclusión de las tareas domésticas respondiendo a la necesidad de un plan en el que ponga en boga la igualdad entre hombres y mujeres, este caso, en algo que desde tiempos muy remotos, pertenecía única y exclusivamente a la mujer como el caso de las tareas domésticas y el cuidado de los hijos. En una ocasión organizamos un taller para enseñar a planchar, doblar calcetines, barrer y fregar. Incluso, por qué no decirlo, me vine arriba y simulé una limpieza de inodoro con la papelera de la clase, una botella que emulaba un producto de limpieza, una regla que pasaba por la escobilla y un paño de microfibra para limpiar los bordes y sacarles brillo. Me llovieron críticas por todos lados. Las acaté, pero me defendí obviamente.

En definitiva, siempre abogué por el desarrollo del alumnado en una dimensión íntegra, formativa, educativa y emocional. Si empleáramos unas gafas especiales sin filtros para visionar un futuro utópico, justificaríamos e incluiríamos sin vacilar ni un momento la presencia de este tipo de actividades para que nuestros alumnos y alumnas se conviertan en personas de provecho capaces de desenvolverse en períodos de independencia, viaje o Erasmus para que demuestren estar preparados para la vida que les espera, lejos de que mamá o papá siempre le saquen las castañas del fuego. Posiblemente, sea más significativo poner una lavadora a saber hacer una raíz cuadrada de cinco cifras.
Para concluir, como intuyo que a buen seguro les sucederá a algunos de ustedes, recibí noticias de antigua alumna que se encuentra actualmente entre Estonia y Alemania de Erasmus fraguando su destino y forjando sus sueños, al tiempo que pone en práctica el inglés, tras haberse beneficiado de un programa bilingüe, injustamente vilipendiado por muchos, haciendo gala de autonomía o autosuficiencia para hacerse valer por sí sola, sin acordarse de las raíces cuadradas de dos ni de cinco cifras.
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