El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (25): «Imagen soñada»

Hacía tiempo que Luis vivía ajeno al amor. A lo largo de los años había pasado por fases de intenso enamoramiento, tras las que habían sobrevenido otras en que su corazón parecía que estuviese seco. Solían ser estos, con todo, periodos cortos, ya que era bastante enamoradizo, propenso a querer a una mujer a la que idealizaba y que por diversos motivos no lograba conquistar; eran sueños que terminaban esfumándose y que a veces, por no poder realizarse, le causaban un hondo dolor.

Sin embargo, el periodo de sequedad que venía padeciendo, quizá por razón de la edad, era más largo de lo habitual, de modo que daba prácticamente por imposible que en su corazón volviera a prender de nuevo el amor. Lo que no podía imaginar Luis era que una noche soñara con una de las mujeres de las que se enamoró en un tiempo que le parecía ya muy lejano; se acordaba muy poco de ella, por lo que le resultó aún más sorprendente que se le apareciera en el sueño.

Él se hallaba en una casa antigua en la que de niño había habitado; bajaba de uno de los dormitorios de la planta de arriba por una escalera que tenía unos peldaños muy altos y una baranda de madera de caoba; al llegar a uno de los rellanos, en cuyo rincón había un pedestal con un jarrón de flores de plástico, se encontró con Manuela, que estaba detenida en uno de los peldaños de más abajo. Enseguida la reconoció; llevaba el pelo corto, igual que lo había llevado en el tiempo en que estuvo enamorado de ella. Él le preguntó, extrañamente, si había venido, como si entre los dos hubiera existido ya un diálogo en el que hubiesen hablado sobre su regreso, un diálogo que tal vez había tenido lugar hacía muchos años, quizá en otro sueño. Sí, dijo Manuela, sonriéndole con la misma dulzura con que había sonreído siempre. Luis entonces, al oír su respuesta, sintió un alfilerazo de amor en su pecho; era la prueba de que no la había olvidado y de que el amor había continuado latiendo dentro de él aunque no lo hubiera percibido. Las escenas se sucederían después con una gran rapidez: se vio caminando con Manuela de la mano por un pasillo de la casa, un pasillo que parecía más largo que el que hubo en la realidad; daba la impresión de que era de noche, pues había escasa luz, más bien una penumbra de tono morado que se iba haciendo cada vez más oscura, hasta que se encontraron de pronto en una calle del pueblo en el que los dos vivían, abarrotada de gente, de vecinos que se distribuían en grupos y que semejaban celebrar algo por los gestos de alegría que mostraban.

Manuela y él pasaron entre ellos cogidos de la mano, lo cual no era motivo de sorpresa para nadie, ya que era un hecho consabido para todos que eran novios y que llevaban saliendo juntos varios años, prácticamente desde que eran adolescentes. Luis se sentía orgulloso de que lo vieran con Manuela, a quien amaba con una pasión desmesurada, igual que le debía de ocurrir a ella por el modo en que lo miraba, por las sonrisas que en su rostro afloraban cuando él a su vez se quedaba mirándola. Ciertamente, existía entre ambos una complicidad consolidada, fruto de una larga relación. Luis se sentía tan feliz que casi no podía albergar dentro de sí tanta dicha. Era la conquista con la que siempre había soñado y que ahora se le presentaba de la manera más natural. El sueño se interrumpió poco después, pues había llegado a ser tan intenso que se despertó, sobresaltado por lo que en él había experimentado.

Durante varios minutos, mientras repasaba las escenas soñadas, perduraba en él un rastro de inefable ternura, como si todavía de veras continuara amando a Manuela. Se dijo, al reparar en ello, que quizá el amor que alguna vez uno ha cobijado nunca deja de perderse y que en cualquier momento puede reavivarse, con más pujanza y más ardor si cabe.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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