Siempre me he resistido a creer que los males perduran. Lo peor que les puede suceder a los seres humanos es desconfiar de su suerte, perder la esperanza. Yo he sobrevivido a varias derrotas; gracias a ello, no me considero un perdedor, aunque quien conozca mi historia podrá comprobar que en ella hay sobrados motivos para que me hubiera hundido, para que hubiera sucumbido al desaliento. No sé de dónde he sacado el valor, la resistencia que me ha permitido seguir combatiendo; igual que un corredor de fondo, he ido superando todas las crisis que me sobrevenían, hasta que llegado un momento he logrado mantener un ritmo, un ritmo quizá lento pero que era el que más me convenía para alcanzar la meta. Algunos que dejaron de verme se sorprenderían si ahora se encontraran conmigo: quizá me daban por muerto o por un desahuciado cualquiera.
Debo decir, antes de seguir adelante, que me quedé huérfano muy pronto y que una tía, hermana de mi padre, me acogió con sus hijos. Con la edad que entonces tenía, ocho años recién cumplidos cuando murió mi madre, era muy duro asumir aquello. No tenía tampoco hermanos con los que compartir la desgracia. Había de vérmelas con mi destino yo solo, en un hogar en el que había llegado el último. Aunque no me trataron mal en casa de mi tía, no podía evitar sentirme desplazado, al margen de una vida que no era la mía. Me encontraba a menudo triste; la congoja me embargaba cuando veía a mis primos felices alrededor de sus padres. Yo echaba de menos en esas ocasiones a los míos; me preguntaba por qué no los tenía a ellos, a qué se debía que hubiera tantas desigualdades en el mundo. Era muy difícil aceptarlo para un niño; hay cosas que, verdaderamente, no deberían suceder nunca. La orfandad es algo horrible, un vacío que no se puede llenar con nada, una señal que siempre uno lleva.
Ahora sería imposible precisar a partir de qué momento aquel sentimiento empezó a mitigarse. Si no se mitigan, los sentimientos pueden destruirnos. Quizá fue unos años después, cuando la añoranza que experimentaba al principio dio paso a una serie de recuerdos más vagos, en los cuales aparecían mis padres como seres más imprecisos. A veces, en ese tiempo, tenía la sensación de que hubiese vivido dos vidas, una ya muy lejana, en la que esos recuerdos se situaban, y otra que acababa de iniciarse, en la cual todo parecía nuevo para mí. Empezaba a ser un chico más o menos normal, con intereses muy parecidos a los que tenían mis primos o los compañeros con los que me relacionaba en el colegio. Casi no echaba en falta nada de lo que pudieran tener otros. Mis padres adoptivos me trataban con más deferencia que antes, quizá al ver que yo estaba casi integrado en el hogar. Decir que fue aquel el periodo más feliz me parece un tanto pretencioso, sobre todo porque las circunstancias cambian y los factores que contribuyen a la felicidad son siempre relativos.
La adolescencia fue, en cambio, tormentosa. Debo declarar que era feo, con la nariz muy larga y los labios protuberantes. Tenía un físico enteco y desgarbado, con cierta propensión a ir algo encorvado. Un defecto en la pronunciación hacía, además, que mi habla se trabase más de la cuenta. Aunque con tales rasgos era natural que no gustase a ninguna chica, me enamoré perdidamente de Susana, una compañera del curso. Era alta, con el pelo largo, los ojos de un azul muy suave, casi gris. Era, a primera vista, un amor imposible, inalcanzable para mí. Sin embargo, yo, no sé por qué fatalidad, me empeñé en conseguirlo, y de muchos modos intenté abordarla, sin que recibiera nunca de Susana una respuesta positiva. Su actitud era siempre distante, como si hubiera marcado una línea que yo no debía franquear para que no tomara demasiada confianza con ella. Trataba de evitarme siempre que podía, por razones que parecían verdaderas. El amor me cegaba entonces para que no me diera cuenta: sin hacer caso de lo que podían significar aquellos gestos suyos, porfiaba una y otra vez en mi intento, seguro de que ella en un futuro más o menos próximo cambiaría de propósito.
Tuvieron que pasar más de dos años para que, después de una nueva negativa suya, comprendiera que nada tenía que hacer con ella. Durante algunos meses lo pasé muy mal; me sentí otra vez desplazado, posiblemente en este caso por mi falta de atractivo. Era un ser desafortunado, al que la naturaleza no había querido compensar con las gracias que concede a otros. Era aquella una época en la que los sentimientos se sucedían con una rapidez asombrosa: al dolor padecido por aquel desengaño lo reemplazó pronto una nueva pasión, inspirada por la amiga de una de mis primas. Era un poco mayor que yo y parecía tímida, de un carácter bien diferente al que mostraba Susana. Por varias miradas suyas, en las que creí vislumbrar cierta complacencia, me ilusioné con la idea de que posiblemente me quisiera. Intenté, como ocurrió con Susana, revelarle de alguna forma mi deseo de intimar con ella; pero cuando más fácil lo tenía, Amparo, que así se llamaba, se volvió también esquiva. De un modo que no podía comprender, comenzó a desconfiar de mí, tratándome casi como a un extraño contra el que había de estar prevenida. Yo lo achaqué una vez más a la repulsa que suscitaba mi persona, a lo desagradable que debía de parecerle a Amparo mi físico.
Por aquel tiempo, hube de abandonar los estudios después de que mi tío se jubilara por una caída que tuvo. Como era muy poco lo que le había quedado de pensión y yo era el último, se pensó en que tomara un empleo para que mi carga fuera menos onerosa a la familia. Mientras mis primos proseguían sus estudios, yo comenzaba a ejercer de mandadero en uno de los principales comercios de la ciudad en la que vivíamos.
Las remuneraciones por mi trabajo fueron al principio muy modestas. Yo, a fin de cuentas, no era entonces más que un adolescente recién salido del instituto. Sin ninguna experiencia, solo tenía capacidad para realizar mandados, por lo que me veía de nuevo condenado a adaptarme a una situación que no había elegido. A mi condición de huérfano se unía, pues, la de un relegado, la de alguien que por su falta de méritos no es estimado por los que lo rodean.
Tenía dieciséis años cuando me inicié en aquel oficio. Con dieciocho, lo ejercía ya con plena solvencia, pero un desajuste en las cuentas del negocio llevó a creer a mi jefe que era el causante de las pérdidas que se habían detectado y sin ninguna piedad me echó a la calle, amenazándome con delatarme a la policía si a mí se me ocurría protestar por el despido.
Como he dicho antes, lo peor que les puede suceder a los seres humanos es desconfiar de su suerte. Por raro que parezca, ante aquellas circunstancias, yo no desconfié de la mía: pensé que si una puerta se me había cerrado, otra se me abriría. Es posible que fuera cosa de la edad, ya que con dieciocho años uno se resiste a caer derrotado.
Había llegado, ciertamente, a un punto en que debía decidir cuál era mi camino: por decencia, me negaba a ser mantenido por la familia de mi tía; me consideraba a aquellas alturas autónomo, con suficientes valores como para emprender una vida propia. Solo me hacía falta, para que esto último fuera posible, un nuevo trabajo. Había comprobado, por propia experiencia, que si uno era buen trabajador, no tardaba en ser contratado, así que con una fe desusada, mientras paraba todavía en casa de mis tíos, me dediqué durante unos días a solicitar empleo en distintos sitios. En todos me ofrecía para trabajar por un periodo de prueba, sin recibir nada a cambio, hasta que en uno, tal vez por lo insólito de mi propuesta, no tuvieron reparo en aceptarme. Fue en un bar, donde me encargué de fregar y de barrer lo que los clientes iban dejando. El dueño debió de observar que cumplía bien con mis obligaciones, pues al poco tiempo me quiso contratar para que trabajase de camarero.
Por un bar pasan muchas clases de personas, algunas de muy singulares condiciones. En los primeros años, tomé mucha confianza con un joven poeta, que solía ir a tomar café por las tardes. Todo el mundo lo conocía allí como Charlie, no sé si por traducción de su nombre castellano, Carlos, o por alguna forma peculiar de nombrarlo. Era extrovertido, lo cual no se correspondía con la imagen que yo tenía de los poetas, a los que atribuía más bien un carácter cerrado y poco dado a las expansiones. Era bajo, con los ojos pequeños e inquisitivos y un flequillo muy largo que le caía sobre la frente. Él fue quien, con su entusiasmo, me inició en la poesía. Por recomendación suya, comencé a leer algunos libros, con los cuales me entraron ganas de escribir yo también versos. Fueron poemas muy sencillos los que compuse, movido por los sentimientos que entonces me embargaban. Charlie me los alababa cuando se los leía y me animaba para que siguiera escribiendo. La verdad es que la poesía es un arte que cuando se ejercita con tesón y denuedo se va perfeccionando con el tiempo, hasta el punto de que uno llega a aficionarse a ella y a convertirla casi en un vicio, como me ocurrió a mí: me servía, entre otras cosas, para aliviar mis penas y para soñar con mundos nuevos. Es por lo que le estoy enormemente agradecido a Charlie, con quien conviví durante un tiempo, hasta que, llevado por otros intereses, cambiaría de aires y ya no se le volvería a ver por el bar.
Como se ha visto, tenía bastante tendencia a enamorarme. Era algo inevitable, una especie de atracción a la que acababa cediendo. Todo empezaba de un modo casual, por una simple mirada o una mera frase que en mí tuvieran un efecto especial, como sucedió precisamente con Margarita, una clienta también del bar. Iba con un grupo de amigas de vez en cuando. Solían cenar allí con los aperitivos que se les servían con las bebidas. Normalmente era yo quien las atendía, por lo que me trataban con cierta familiaridad. Margarita era quizá la más guapa. Tenía el pelo negro, los ojos del mismo color. Por su forma de actuar, se colegía que debía ser bastante desenvuelta; casi siempre era, de hecho, la que tomaba la iniciativa del grupo. Yo, por no hacer salvedades, las consideraba a todas igual, pero a partir de cierto día, por un modo singular que tuvo de mirarme, tomé preferencia por ella. Parecía una vez más cosa del destino, pues yo obedecía a un impulso que era natural que se desarrollase en mí. Lo que había comenzado como una mera relación entre un dependiente y una clienta se fue convirtiendo en una pasión ciega a la que era muy difícil sustraerse. Margarita, sin embargo, no daba señales de percatarse de lo que a mí me sucedía; en lugar de evitarme, como habían hecho otras, propendía a buscar mi compañía. Animado por tal actitud, me decidí a declararle que la quería y que deseaba ser su novio, ante lo que ella se mostró en principio receptiva. Durante una semana me vi como el hombre más afortunado del mundo, pero al final, una noche en que regresó al bar con las amigas, me comunicó en privado que lo que le había propuesto, después de haberlo pensado mucho, lo tenía por imposible.
El desengaño que sufrí, mucho más duro que los anteriores, no abatió mi ánimo, pues de alguna manera me había acostumbrado ya a padecerlos.
Unos días después, por desgracia, murió mi tío. Enterado del deceso, acudí, como correspondía, al entierro. Mi tía se hallaba muy afligida, igual que mis primos. Lo que no podía prever entonces era que mi vida habría de experimentar poco después de aquel luctuoso suceso un gran vuelco. El bar en el que trabajaba, en breve espacio de tiempo, cambió de dueño. Por razones que no me fueron desveladas, el nuevo propietario decidió prescindir de mis servicios. Era una tremenda desgracia que se venía a sumar, pues, a las anteriores, por lo que otra vez volvía a ser de forma inesperada un desplazado, alguien que se encontraba al margen de todo.
Gracias a la indemnización que me había pagado el antiguo dueño del negocio, continué viviendo por mi cuenta. Residía entonces en un pequeño apartamento, situado en uno de los barrios más antiguos. Una noche que a él regresaba me asaltaron unos ladrones. Eran cuatro individuos de aspecto patibulario, aunque por la penumbra no pude distinguir bien sus rostros. Recuerdo que dos de ellos iban tocados con gorra y que uno llevaba una chaqueta de cuero negro. Este último, con un movimiento muy rápido, sacó una navaja y con voz intimidatoria me conminó a entregarles todo el dinero que llevaba. Al ver que solo disponía de unas monedas, se abalanzaron los cuatro sobre mí y me propinaron una gran paliza que me dejó incluso inconsciente. Me desperté unos días después en una cama del hospital, rodeado de mi tía y de mis primos, a quienes había avisado al parecer la policía. Realmente era calamitoso todo lo que a mí me ocurría. Una vez que ya me había repuesto, volví al apartamento con la esperanza de encontrar pronto un nuevo trabajo, pues nunca había dejado de confiar a pesar de todo en mi suerte. Sin embargo, los ahorros fueron menguando, hasta que llegó un día, como era previsible, en que ya no pude pagar el alquiler del apartamento. Con los escasos enseres que conservaba, tuve que salir de él y viví un tiempo en la calle, en rincones donde me sentía más seguro. Aunque todavía no era invierno, hacía bastante frío, de manera que pasé momentos horribles en las madrugadas, al abrigo solo de las mantas que me había llevado del apartamento. Me acordaba en muchos instantes de mi madre, a quien invocaba con ahínco.
Por las mañanas, cuando deambulaba por la ciudad en busca de unas limosnas, añoraba las veces en que ella había caminado conmigo cuando era pequeño. Por las tardes, sin poderlo evitar, me abrumaba la tristeza. Veía caer el sol tras los árboles mustios, con su luz herrumbrosa a punto de apagarse. Les temía principalmente a las noches, que era cuando más solo me hallaba.
Llegué a pasar algunas noches hambre, que es la peor de las sensaciones. Mi situación era ya insoportable, por lo que una mañana decidí, después de haberlo pensado mucho, que debía regresar a casa de mi tía. Mi tía vivía sola, pues mis primos se habían casado y se habían ido a vivir a otros sitios. Desde entonces resido con ella, cuidándola como si fuera uno de sus hijos. En los ratos libres que tengo, me dedico a escribir poesía.
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