No he podido resistirme a citar, de nuevo, al fallecido Francisco: «Aprendan a escuchar, ayuda a la paz (…) Cuando alguien les hable, esperen a que termine para entenderlo bien» (‘Jubileo de los Adolescentes en Roma’).
Así, no os debe extrañar que, una vez más y con toda regularidad, me llame la atención que gran parte del estatus socio-político que habita en la «piel de toro», olvidando lo antedicho, esté imbuido por una rapidez inusitada en la utilización de la palabra; lo que, al menos para este «juntaletras» –educado en el diálogo–, supone la imposibilidad de centrar la necesaria atención en esas parrafadas a las que me refiero para, sin ni siquiera intentar llegar al fondo del mensaje lanzado cual jabalina olímpica, me permita saber qué se está intentando comunicar.
Me cuentan que ello tiene su origen en los «tiempos marcados» a la hora de plantear cuestiones en los distintos foros –y aún más si está presente la siempre deseada televisión–. En este contexto, algunos de los «sabios del cómo» mantienen que por encima del fondo está la forma: la imagen que demos a nuestro público; seguridad, cercanía, ilusión, etc.; siendo el lenguaje no verbal tanto o más importante que el verbal.
Pero, ¿y el contenido? Para mí, por contra de lo antedicho, las posturas, protocolarias o no, nunca pueden sobreponerse a la esencia de la cuestión: ya sabéis que mantengo que no admite revocación alguna la necesidad perentoria de acometer, con soluciones inmediatas y eficaces, los grandes problemas de nuestra sociedad: el paro, la emigración, la corrupción, la deshumanización, la discriminación, la violencia de cualquier género, la desigualdad legal y jurídica…
Que esta Granada nuestra, por ejemplo, no es sólo el Castillo Rojo, sino que su patrimonio –aún por descubrir para tantos y tantos– tiene nombres propios de personas y actitudes, que merece la pena, de una vez por todas, poner en valor.
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