La muerte no es más que un angustioso tránsito. Lo había comprendido así Aurelia después de ver morir a su hermano. El alma, liberada del cuerpo, se instalaba en una dimensión nueva, no muy alejada acaso del mundo de los vivos. Lo que se había sentido próximo, el espíritu de un ser querido, debía de seguir cerca, quizá velando los pensamientos de quienes lo invocaban, de quienes continuaban acordándose de él. A Aurelia, muchos días después del fallecimiento, la asaltaba la certeza de que Miguel no se había ido, de que su espíritu seguía palpitando junto al de ella; tal vez era el amor que no había dejado de profesarle lo que propiciaba que así fuese: como un conjuro, ese amor obraba para que no lo creyese muerto. Realmente, era mucho lo que había sufrido; al verlo padecer a él, ella se había sentido desgarrada por dentro. Junto a su madre y a su hermana, había seguido con angustia el proceso de su enfermedad, la lenta agonía que había precedido a su muerte. Ahora, al cabo de unos años, todo parecía distinto: la fe, sin duda, la había ayudado a sostenerse; había sido la fuerza que la había impulsado a levantarse y a reanudar su camino.
De vez en cuando, sin saber muy bien por qué, se acordaba de Antonio, su primer amor. Mientras cosía en el comedor, cerca de la ventana que daba al patio, rememoraba fragmentos deshilvanados del pasado, en los que ella aparecía como una muchacha núbil, provista de gracias que quizá se habían ya marchitado. No era precisamente la nostalgia la causa de que se removieran sus recuerdos: ella, a fin de cuentas, había asumido su soltería y no echaba de menos nada de lo que hubiese ocurrido o dejado de ocurrir en otra época; posiblemente lo que la movía, a una edad ya madura, era la certidumbre, mezclada con cierta dosis de extrañeza, del paso sigiloso del tiempo. Los sucesos, a veces dolorosos, de la existencia acaparaban la atención, haciendo que la mente no se ocupara de otra cosa que de los afanes diarios. Era como una corriente de agua impetuosa que arrastraba todo lo que hallaba a su paso: el ardor de la juventud, la pasión que había sentido por Antonio, la imposibilidad de que aquella relación cuajase, el rechazo de otros pretendientes, los contratiempos a los que se había tenido que enfrentar su hermana Luisa, el nacimiento de su sobrina, la enfermedad de Miguel, su temprana muerte, todo formaba parte de aquella corriente ciega, de aquella sucesión vertiginosa de los días y de los pensamientos. Sin poderlo evitar, se preguntaba a veces qué habría sido de Antnio, qué rumbo habría seguido después de que ella dejara de verlo; se sorprendía de que hubiera creído que estaban hechos el uno para el otro, de que el destino los había unido. En los instantes de mayor apasionamiento, no podía discurrir de otro modo: las cualidades de Antonio, a quien veía casi como un ser ideal, se compenetraban perfectamente con las suyas; habían nacido para entenderse, nada se opondría a su amor, ninguna dificultad ni ningún inconveniente serían obstáculos para que ellos se quisiesen. Era un error en el que habría de caer, ocasionado por su propia inexperiencia, por las ilusiones que entonces fácilmente concebía. Había errores que Dios consentía para que el alma se fuese puliendo. Aurelia lo comprendía ahora, después de que hubiera transcurrido mucho tiempo. Los caminos de Dios no eran, indudablemente, los que se abren ante los ojos en un determinado momento. Era la principal enseñanza que le deparaba la vida: el dolor, aunque al principio no se puede entender, purifica a quien lo siente; lo conduce por los senderos del bien. Se daba cuenta de que su misión no era otra que servir a los demás: debía estar libre para atender a su madre, a su hermana Luisa y, desde hacía poco, a su sobrina también. A su sobrina la quería como si fuera una hija: no era necesario que tuviera una para que su instinto maternal se despertara y se viera realizado cuando cuidaba de ella. Era imposible expresar con palabras lo que sentía: el lenguaje se quedaba corto, era insuficiente para reproducir los sentimientos. Querer a una criatura a la que se tiene como una hija era lo más grande, lo que más se parece al amor divino: era algo desmesurado, una pasión que exalta y que lleva a experimentar un gozo infinito, una plenitud que no se alcanza por ninguna otra vía. Darse, entregarse a ella, verla jugar y sonreír, era sublime, el colmo de su suerte. Por mucho que antes se lo habían dicho, nunca había podido saber cómo era hasta que no lo había comprobado por ella misma. Daba igual que no fuera la madre de Luisa: podía sentir lo mismo que su hermana sentía; era una experiencia que compensaba todas las desdichas, todos los sufrimientos padecidos.
La verdad era que no tenía ocasión de aburrirse en la casa. Cuando no había de atender a la sobrina, ayudaba en la cocina o en la limpieza de las habitaciones a su madre o a su hermana Luisa y, si no tenía nada más urgente que hacer, se ponía a coser o leía junto a la ventana del patio, que era donde más luz había. La lectura era una de sus ocupaciones preferidas: desde que abandonó la escuela, con doce años escasos, había tomado gran afición por ella. Habían sido sobre todo novelas de amor las que había leído, aunque últimamente leía también vidas de santos y libros de meditación. Con la misma paciencia con que se afanaba en la costura o en cualquier otro menester, se enfrascaba en la lectura: podía pasar horas enteras leyendo sin que en ningún momento se cansara o notase síntomas de aburrimiento; era un entretenimiento que normalmente le proporcionaba placer, un placer que no era físico, como el que se podía sentir cuando se satisfacía una necesidad de orden material, sino que era de un grado más profundo, más parecido a un deleite con que se culmina una aspiración espiritual.
Una vecina suya, también soltera, le prestaba con frecuencia libros. Solía visitarla por las tardes, cuando menos ocupaciones tenían. Se llamaba Ana y era un año menor que ella. Aurelia la apreciaba bastante, la consideraba como su mejor amiga. Pertenecían, en realidad, a familias muy parecidas, por lo que venían a tener las mismas costumbres: las dos habían recibido una educación cristiana y se habían formado en los mismos principios. En sus conversaciones trataban de temas cotidianos, si bien a veces los entreveraban de recuerdos lejanos o de proyectos sobre un futuro con los que todavía soñasen. Ana, por su propio carácter, más animoso que el de Aurelia, aún no había descartado en su fuero interno la idea de casarse y más de una vez se la insinuaba a la amiga, como ocurrió una tarde de primavera en que la visitó, a una hora ya muy cercana al crepúsculo. Se habían sentado a conversar, como hacían casi siempre, en sendos sillones del comedor ante la mesa camilla. El brasero de picón estaba encendido, pues los últimos fríos padecidos habían obligado a mantenerlo. La luz que entraba por la ventana y la puerta de cristal del patio era liviana, de un tono anaranjado.
—Veo que no has perdido la ilusión todavía —le había dicho Aurelia a Ana después de haber adivinado lo que sus palabras traslucían.
—Con treinta y ocho años una todavía no es vieja —replicó Ana con afectada jovialidad.
—El tiempo pasa muy deprisa y ya mismo, al cabo de unos años, no nos veremos igual.
Ana, sin dar importancia a lo que había objetado Aurelia, sonrió. Se le hacía difícil pensar que tenía que renunciar a la posibilidad de contraer matrimonio. Aún disponía de gracias suficientes para enamorar, para cautivar a un hombre que a ella le gustase. Era verdad que quedaban pocos, que la mayoría estaban ya casados, pero no era improbable que alguno, movido por unas determinadas circunstancias, se le presentase a ella.
—La esperanza es lo último que se pierde —repuso sin dejar de sonreír.
—No hay nada definitivo en esta vida —admitió Aurelia.
—Una no debe encerrarse en su casa, creyendo que ya está todo perdido —insistió Ana—. Las cosas no se presentan por sí solas, así que una tiene que buscarlas. Todo depende del espíritu que se tenga: yo no estoy dispuesta a que el mío se apague entre cuatro paredes; me gusta mirar el mundo con optimismo, pensar que en cualquier momento, cuando menos lo espere, puede surgir la oportunidad de mi vida. Si antes no ha sucedido, ha sido porque así estaba escrito, pero eso no quiere decir que en el futuro no ocurra. Yo la esperanza no la pierdo, es lo último: los sueños solo se cumplen cuando se ha creído mucho en ellos.
—Cuanto más tiempo pase, será más difícil —volvió a objetar Aurelia.
—Eso nunca se sabe. Mira Carmen, la hermana de Tomás: encontró novio cuando era bien madura; él se había quedado viudo y, en pocos meses, buscó compañía. A la mayoría de los hombres les cuesta estar solos; no son como nosotras, que fácilmente nos adaptamos a todo.
—No hay nada imposible —concedió Aurelia ante el ímpetu que mostraba la amiga.
Ana sonrió de nuevo. La primavera parecía haber insuflado en su ánimo nuevos bríos. En el pavimento de la estancia el sol de la tarde, ya remiso, dejaba un reguero de luz rojiza; Aurelia se quedó mirándolo por un momento con ojos de plácido ensueño.
—Mi hermano me ha hablado muchas veces de un amigo suyo que es de otro pueblo —refirió Ana—. Trabaja, como él, en el campo; tiene por aquí algunas tierras arrendadas. Según cuenta mi hermano, es un hombre de confianza. Al parecer, tenía novia cuando se fue a la guerra, pero al volver cortó con ella. Es lo que les ha pasado a muchos hombres. La guerra ha cambiado demasiados destinos: a unos los ha juntado y a otros los ha separado para siempre. Desde entonces sigue soltero: por lo que sea, no ha encontrado a otra mujer que lo quiera o a lo mejor es que está desengañado por lo que le ocurrió. Alguna vez he estado tentada de pedirle a mi hermano que me lo presente: una no sabe lo que puede pasar, es posible que con un poco de suerte los dos congeniemos y lo que él da ya por imposible se haga realidad. Yo no me ando con remilgos: si es una persona buena y sana, es lo que conviene. Antes, si te digo la verdad, era más delicada: quería que mi novio fuera muy rico y estuviera muy bien situado y, si era además apuesto, mucho mejor. Hoy no es que haya rebajado mis condiciones: es que, sencillamente, soy más realista. A los hombres hay que quererlos como son, no como una deseaba que fueran. Es lo que yo creo ahora, quizá porque soy ya mayor y no tengo los pájaros que antes tenía en la cabeza.
—¿Cómo se llama él? —inquirió con vivo interés Aurelia tras volver de su ensueño.
—Se llama Manuel. Es alto y rubio, con el cuerpo muy recio, según me ha descrito mi hermano.
—Será guapo.
—Tiene los ojos azules.
—También te lo ha dicho tu hermano.
—Sí, me lo dijo él aunque no puedo recordar por qué motivo.
—Si es voluntad de Dios, todo te favorecerá para que lo consigas: un día tu hermano te volverá a hablar de él y tú le dirás que deseas conocerlo y entonces te lo presentará y así, sin más, empezaréis a trataros.
—Ojalá sea tan sencillo.
—Los caminos de Dios son rectos.
Las dos se quedaron calladas después de decir aquello Aurelia. Se oían ruidos en la cocina, las voces lejanas de unos gañanes en el corral. Por las cristaleras del patio entraba las guedejas de luz de un sol moribundo, de un tinte rosáceo.
—Tú, por lo que veo, no te planteas ya la posibilidad de casarte —quiso confirmar Ana.
Aurelia se volvió lentamente hacia ella y, antes de hablar, sonrió con resignación, tratando de anticipar su respuesta.
—No creo que ya me case. Yo tuve un amor, que fue el de Antonio, y después de aquel, aunque ocasiones no me han faltado, no he vuelto a tener otro. Pienso que el amor se presenta solo una vez en la vida y que todo lo demás son meras repeticiones del primero. Yo perdí aquella oportunidad por motivos que no voy ahora a analizar, tal vez porque Dios lo había querido así, y si me encuentro soltera, lo tengo que aceptar como algo que estaba destinado para mí. Es inútil rebelarse contra eso; lo único que conseguiría con hacerlo sería vivir intranquila, y yo no estoy dispuesta a amargarme por un asunto que ya no puedo arreglar. Aunque no me creas, no echo en falta a nadie: vivo más o menos feliz en medio de las dificultades con las que me ha tocado enfrentarme. Quizá tú no me comprendas, porque tú eres distinta: cada una es como es, eso es así porque Dios nos hizo diferentes, porque a cada cual le otorgó unas condiciones o unos talentos de los que después le pedirá cuentas.
—Siempre he admirado tu forma de afrontar las cosas —declaró Ana mirándola a los ojos.
—Quizá sea ese uno de mis talentos —repuso Aurelia en tono de humildad.
En la cocina habían cesado los ruidos. Ya no se oían tampoco las voces de los gañanes. Había quedado todo en silencio. La luz era ya de un rosa muy pálido.
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