Visita del cura y el barbero a don-Quijote

Tomás Moreno Fernández: «Risa y locura en ‘El Quijote’ (*)

Nacida en una biblioteca — la de Don Quijote — la obra llega a convertirse a su vez en una biblioteca: algo así como un prodigioso palimpsesto de experimentos babélicos” (Michel Moner, La problemática del libro en el Quijote).

I. Nadie duda de que el humor y la risa son una de las claves interpretativas del Quijote. Para sus contemporáneos, el libro cervantino fue sobre todo un libro humorístico. Desde su publicación y a lo largo de los siglos XVII y XVIII se leyó sólo como una obra cómica y después paródica y satírica. La recepción de la obra en Inglaterra, y su influencia en la literatura británica —y especialmente, por citar sólo una obra, en la gran novela cómica de Laurence Sterne, Tristram Shandy (1760-1767) –, así lo constata (1). En España la gente –elites ilustradas y pueblo letrado– lo recibió también, efectivamente, como un libro cómico, de humor, que debía leerse para “risa y diversión de sus lectores”, tal y como era el propósito de su autor al escribirlo, según confiesa don Miguel de Cervantes en su Prólogo. Recordemos, al respecto, la anécdota atribuida al rey Felipe V, — que recoge Daniel Eisenberg en uno de sus escritos sobre El Quijote (2) — en la que se pone de manifiesto cómo el humor y comicidad del libro cervantino eran una verdad establecida en la época en que la novela vio la luz:

“Cuentan que en una ocasión Felipe V ordenó detener su carroza real para observar a un joven que se paseaba leyendo un libro, pero lo extraño de ese lector era que a cada paso se detenía, cerraba el libro y comenzaba a reír a carcajadas. Por lo que el rey acotó: “Ese estudiante, o está fuera de sí o lee la historia de Don Quijote”.

El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha (1905,)

Emilio Temprano, ilustre discípulo de Caro Baroja, al estudiar el tema de la risa en El Quijote, distinguía entre humorismo apolíneo y humorismo dionisíaco. Por humorismo apolíneo entendía aquel que se ríe con cautela, siempre de los otros, mucho más que de sí mismo; a ellos normalmente dirigirá sus pullas; por humorismo dionisíaco, aquel que se ríe de su propia persona y de los demás y en el que predomina la espontaneidad sobre la reflexión intelectual. Nadie podría negar, en su opinión, que toda la obra de Cervantes y especialmente El Quijote, está empañada de humorismo dionisíaco (3).

Ciertamente que las aventuras de don Quijote en su Rocinante y Sancho en su burro van a hacernos reír. El mismo Cervantes nos advierte que las andanzas de sus héroes pueden causar “dos fanegas de risa”, o, al menos, deben producir una sonrisa “porque los sucesos de don Quijote, o se han de celebrar con admiración o con risa” (4). No podemos hacer aquí un inventario de la variedad de tales risas porque ya han sido analizadas por muchos expertos (5). La burla, la chanza, la sátira, la parodia, la mofa, el disparate son también manifestaciones colindantes del humor y a veces muy crueles. Ciertamente que aparecen en la novela, pero siempre suavizadas, dulcificadas por la ironía, el distanciamiento, la piedad y la mirada compasiva — cristiana — de Cervantes.

El humorismo cervantino consiste precisamente en esa divertida reacción de lágrimas y de risas frente a situaciones contradictorias y desconcertantes. Si lo cómico puede ser incompatible con el sentimiento profundo, el humor se vincula fuertemente con la compasión, la ternura, la simpatía. El hombre de fino y sabio humor refleja una personalidad bondadosa, tolerante y equilibrada, sin tono hiriente, sin sarcasmo destructor. El argumento platónico de que la comedia mezcla regularmente dolor y placer tiene su encarnación literaria europea probablemente más influyente en don Quijote, el Caballero de la Triste Figura. Dostoievski tenía buenas razones para afirmar que Don Quijote es “el libro más grande y más triste del mundo”. En efecto, poco a poco vamos apercibiéndonos de que lo cómico progresivamente va transmutándose en trágico. De ahí el humor melancólico cervantino que tanto enfatizaraalgún crítico, como Harold Bloom, quien llega a hablar incluso de humor triste, en atrevido oxímoron (6).

Cervantes jamás se lanza por el camino de la sátira cáustica o mordaz. En tal sentido el hispanista Friedrich Schürr considera que ésta es la razón por la cual don Quijote exhorta al Caballero del Verde Gabán a reñir a su hijo “si hiciese sátiras que perjudiquen las honras ajenas” salvo “sermones al modo de Horacio, donde reprehenda los vicios en general”. Ni la sátira y su compañera casi inseparable, la ironía mordaz, ni el sarcasmo chabacano fueron nunca de su agrado. La risa malvada jamás aparece en el semblante de sus personajes, y menos que en ninguno en don Quijote (7). Es verdad que en muchos pasajes del Quijote hay una risa melancólica, dolorida a veces, pero difícilmente se podrá hallar una risa sádica o cruel. Su bondad lo impide.

La vida llena de sufrimientos y de incomprensiones de Cervantes es como la arqueología de su pensamiento, pero no le produjo amargor ni resentimiento; la asumió, la interiorizó y la supo traducir y transmitir en un juego de acaeceres, eventos y sucesos penetrante, sabio, pleno de humor amoroso, lúdico. El mensaje cervantino rebasa lo simplemente local para convertirse en universal, porque ha logrado tocar las fibras profundas del ser humano. El “Quijote” es una visión humorística de la condición humana que ha llegado a convertirse en símbolo y también en tipo universal.

Decía Pedro Salinas que “la técnica literaria de la libertad es el humorismo”. En efecto, Cervantes veía en la risa una manifestación de libertad, y este aserto es fácil de comprobar a través de muchas de las páginas de la obra. La risa no era sólo “distracción de la plebe” y “medio e instrumento parala liberación” que el placer de reír suponía en sus personajes, sino recurso del alma noble y superior para afrontar con dignidad los avatares de la vida. Mijail Bajtin, corroborará esa capacidad crítica, subversiva y liberadora de la risa cuando escribe: “Mil años de risa popular se incorporaron a la literatura del Renacimiento. Esta risa milenaria no sólo fecundó, sino que fue fecundada a su vez. […] La risa de la Edad Media, al llegar al Renacimiento se convirtió en la expresión de la nueva conciencia libre, crítica e histórica de la época” (8).

Sea como fuere, lo cierto es que la risa tuvo una importancia enorme en la formación de la novela moderna. Es una verdad conocida que las dos grandes obras narrativas con las que se inaugura la modernidad literaria son dos novelas cuyo humorismo parece indiscutible: Gargantúa de Rabelais, la obra más festiva del Renacimiento, donde se juntan los temas humanísticos y populares, y, por supuesto, Don Quijote de la Mancha de nuestro Cervantes. También nos transmiten el mismo humor y la misma alegría de vivir Boccaccio y Shakespeare. Ello prueba la indisolubilidad del vínculo entre risa y novela. Y aquí aparece nuestro renacentista autor –como nos recuerda Emilio Temprano— para hacer reír a todas las clases sociales, no sólo españolas sino de gran parte de Europa, viniéndonos a decir: ¡Basta ya de caras largas y graves, de visiones trascendentales del mundo porque la Edad Media ya pasó! Ahora ha llegado la hora de reírse, empezando por nosotros mismos, porque todos vamos a morir. Por primera vez lo profano y lo sacro, el cuerpo y el espíritu, el escudero y el caballero entran en lid por iguales. A través de estos autores el hombre aprende a conocerse mejor y siente su grandeza. Nos anuncian, además, que se está sano cuando se ríe uno de la seriedad (9).

II. Otra conexión importantedel Quijote con la literatura moderna es la locura (10): toda la gran literatura moderna está hecha a base de perturbaciones mentales”. No sólo don Quijote era un loco. Shakespeare nos describe a un maravilloso Hamlet completamente neurasténico. ¿Hará falta mencionar, en cuanto a la locura, a Raskolnikov, creado por Dostoievski, una de las mentes literarias más lúcidas y perturbadoras del siglo XIX o a determinados personajes de la novelística de Faulkner?

Como señala el escritor y médico colombiano Dr. Adolfo de Francisco Zea, en un lúcido estudio sobre La locura de Don Quijote, El Quijote fue considerado, sin duda, en el XVII como “un libro de entretenimiento”, en el que risa y locura coexistían y se implicaban mutuamente. En efecto, las extravagantes, disparatadas y demenciales aventuras de Don Quijote contienen en la mayoría de las ocasiones situaciones que inducen a la risa y al humor, al mostrar el rotundo fracaso de las expectativas del héroe y el ridículo en el que desembocaba su descabellada conducta, al degradar bruscamente esos valores y esas expectativas. Por ejemplo, en el episodio (Quijote II, 30) en el que al atisbar desde lejos el caballero la presencia de los duques, considera como propio de un caballero que debe saludarlos con la dignidad que exigen su alcurnia y nobleza, para lo que era imprescindible que Don Quijote desmontara de su cabalgadura con agilidad, elegancia y gracia. Su aparatosa caída, degradó precisamente aquellos valores que deberían regir las relaciones entre los individuos, en ese medio social, quebrándolas, al ridiculizarlas de manera repentina e inesperada (11).

Sin embargo, la conducta de Don Quijote loca, disparatada o demente no es permanente y constante, se da sólo en momentos, situaciones o episodios esporádicos u ocasionales. A veces nuestro Ingenioso Hidalgo es consciente de su anormal conducta y advierte de la posibilidad de que los demás lo tomaran por loco, lo cual lo distingue de los auténticos enajenados. El propio Cervantes se empeña en dejarlo manifiestamente claro a lo largo y ancho de su narración. Así en el episodio (Q. II, 17) Cervantes trata de decirnos que a Don Diego de Miranda le era difícil precisar si el caballero andante “era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo”. Añadiendo además que “ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía disparatado, temerario y tonto” (Q. II, 17) El hijo de Don Diego, Lorenzo, preguntado por su padre sobre el estado mental del caballero andante, lo caracterizaba afirmando que: “Él es loco bizarro y yo sería mentecato solo si así no lo creyese. ¡Es un entreverado loco lleno de lúcidos intervalos!” (Q. II, 18).

Algunos intérpretes de la obra, como Gonzalo Torrente Ballester (El Quijote como juego, Punto Omega, Guadarrama, Madrid, 1975) niegan o rechazan su condición de loco o su afección demente. Para nuestro gran escritor gallego Don Quijote era un cuerdo que se fingía loco, un loco inteligente, una invención de diseño de la cordura de Don Alonso Quijano, el Bueno; artificio literario de Cervantes para ejercer, bajo la forma de un simple orate, una crítica aguda y despiadada, a veces, de la sociedad de su tiempo. Algo semejante opinaba al respecto, uno de nuestros más ilustres pensadores del pasado siglo, José Luis Aranguren (“El teatro de Don Quijote” en Sobre imagen, identidad y heterodoxia, Taurus, Madrid, 1982), para quien lo que hace Don Alonso Quijada, Quesada, Quijana o Quijano es vaciarse de sí mismo para adoptar el rol o papel ya “configurado” —por los libros de moda en su época– del “caballero andante”. Y se convierte así —en la Primera parte de la obra— en autor, actor teatral, director de escena y personaje protagonista de la historia del “Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”. En la Segunda parte, dejará de ser autor y escenógrafo de sus aventuras para cederle el rol a los Duques, y, sucesivamente, a Roque Guinart, Don Antonio Moreno y Sansón Carrasco. En vez de un sujeto aquejado de locura, Don Quijote sería un simple y habilidoso “histrión teatral”.

Otros expertos lectores, más atrevidos, en el siglo XIX, en los inicios de la Psiquiatría científica —desde Philippe Pinel o su discípulo J. E. Esquirol— trataron de diagnosticar al personaje como maniático o monomaníaco por sus ideas delirantes y obsesivas, esquizoide o esquizotípico, paranoico, megalómano, colérico y melancólico afectado de avanzado deterioro cognitivo o mental por su ya provecta edad. Es el caso, por ejemplo, del médico y literato aragonés Ricardo Royo Villanova, quien, basándose en los postulados del famoso Emil Kraepelin, llegó a establecer para nuestro Ingeniosos Hidalgo el diagnóstico de “paranoia crónica o delirio sistematizado o parcial de tipo expansivo, forma megalómana y variedad filantrópica”. Y en nuestro tiempo un psiquiatra de reconocido prestigio, Francisco Alonso-Fernández (“El Quijote y su laberinto vital”, Anthropos, Barcelona, 2005) llegó a diagnosticar a nuestro personaje de enfermo mental con “trastorno bipolar”, con patologías psiquiátricas evidentes (12). Incluso un gran humanista y cervantista -aunque ignaro en la ciencia psiquiátrica– como Martín de Riquer (Para leer a Cervantes, Acantilado, Barcelona 2003) se atrevió ahablar de monomanía y desdoblamiento de la personalidad.

Finalmente, hermeneutas más cautelosos se aproximan al personaje, como lo que es, una creación literaria, un ente de ficción. Así, Ángel Pérez Martínez (El buen juicio en el Quijote, Pre-textos, 2004) considera que los extravíos de D. Quijote deben analizarse desde el punto de vista filosófico y moral de la prudencia y del buen juicio, sin pretensiones de índole médica. Carlos Castilla del Pino, opina asimismo(Locura y cordura en Cervantes, Península, 2005) que “no hay diagnóstico, Don Quijote es un personaje de ficción”, para Cervantes la locura de su personaje no debe tomarse en sentido médico, sino ficcional: “loco es aquel que convierte su fantasía en imaginación susceptible de volcarse en la realidad”. El psiquiatra cordobés nos advierte que locura no es el mero fantasear que hacemos todos, sino en darle categoría de real a lo que es una pura fantasía que torna al hombre en cierta forma omnipotente.

Francisco Mora (¿Enferman las mariposas del alma? Cerebro, locura y diversidad humana, Alianza ensayo, 2004) concluye, en este mismo sentido, que la locura de Don Quijote médicamente no se ajusta a ningún patrón patognomónico descrito en la psiquiatría: el mundo mental de huida y fantasía de Don Quijote se nos presenta en la ficción cervantina “sin ningún trazo de verdadera patología clínica”. No otra será la opinión autorizada de un famoso y reconocido psiquiatra como Juan José López Ibor, pronunciada en el discurso de apertura del IV Congreso Mundial de Psiquiatría (Madrid, 1966): “Sobre Don Quijote han llovido los diagnósticos psiquiátricos […]

Pero “él” se ha mantenido rebelde a cualquier etiqueta nosológica. Algo hay en Don Quijote que quisiera subrayar. Era loco, pero al mismo tiempo cuerdo […] Ahí se ve la genialidad de Cervantes. No se trata de que Don Quijote fuese loco y Sancho cuerdo, sino de que en cada uno de ellos había locura y cordura, aunque en dosis y modos desiguales. No existe el loco absoluto. Así es el hombre que hace de la vida una aventura abierta entre el mundo de la realidad y el de la posibilidad. Por eso avanza, por eso es capaz de hacer historia.”

A fuer de ocasionalmente “sensatos”, concluyamos, como López Ibor sostuvo y como el propio Cervantes hizo a lo largo de todo su libro y especialmente en el episodio (Q. II, 17) —- en el que Cervantes hace decir Don Diego de Miranda que le era difícil precisar si el caballero andante “era un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo” — afirmando y sosteniendo que Don Quijote era un hombre entreverado de locura y de cordura, un cuerdo que hace locuras o un loco con momentos de lucidez. En efecto, la cordura y la locura pueden coexistir en un mismo individuo. En el caso de don Quijote, nuestro caballero –- cuya edad “frisaba los cincuenta años” — se interna por los extraños y procelosos laberintos de su imaginación, impulsado por la obsesiva e incesante lectura de libros de caballería, y, tras deambular por su fantasioso mundo interior, se pierde en el extravío mental, para regresar finalmente a la cordura de Alonso Quijano el Bueno, que acontece al final de su existencia cuando — mediante la traumática experiencia de una sobrevenida anagnórisis, tanlúcida como catártica — desaparecen sus fantasías de caballero andante y se ve forzado a regresar a la prosaica realidad de la vida de Alonso Quijano el Bueno. Y esa realidad, es la que lo curará, encontrando paradójicamente en ello su propia muerte.

III. Germán Arciniegas, el gran escritor y ensayista colombiano, afirmaba en un delicioso ensayo que el mecanismo que utiliza Cervantes en su novela lo hemos conocido a través de los siglos: hay que hacerse el loco hoy como ayer para criticar al poderoso, para “decirlo todo” y mostrar las falsedades, abusos y opresiones de los de “arriba” (13). Ese mecanismo –-utilizado también por el bufón— “lo explica muy bien la clave del más hermoso prólogo, y el más profundo, que se haya escrito para introducir el libro de Cervantes. Ese prólogo paradójicamente, jamás se ha publicado dentro del mismo volumen en que se narran las aventuras de Don Quijote”. Cualquiera puede ver que Arciniegas está hablando del Elogio de la locura de Erasmo de Rotterdam (14), escrito por el humanista holandés un siglo antes.

Este elogio hecho por Erasmo viene a ser como el discurso del método empleado por Cervantes para criticar los desvaríos e injusticias de la sociedad de su tiempo y desenmascarar sus intenciones ocultas o los actos inconfesables de los poderosos, sin arriesgarse a perder la vida drástica e inmediatamente. Erasmo puso por eso su discurso crítico contra la Iglesia de su tiempo en boca de la estulticia. A su amigo Tomás Moro, le explicaba su método: “Nada hay más necio, sin duda, que hablar en serio de lo que es pura necedad, ni nada más divertido que hablar en broma de aquello que no se sospecharía que lo fuera”. Tomás Moro aprendió la lección poniendo en boca de Rafael Hytlodeo (etimológicamente: “el que cuenta dislates o tonterías”) la crítica mordaz a la injusta sociedad de su tiempo, en su Utopía de 1516.

Cervantes también la aprendió, personificándola en Don Quijote: la locura y melancolía de su héroe caballeresco fue perfectamente caracterizada por su admirado Erasmo con estas palabras: “Hay una locura que por todos es apetecida con ansia excepcional; manifiéstase ordinariamente por un cierto alegre extravío de la razón que a un tiempo mismo libera al ánimo de sus cuidados angustiosos y devuelve el perfume de múltiples deleites, y tal extravío es el que, como verdadera merced de los dioses, pedía Cicerón […] para perder la conciencia de muchas adversidades.”

Retratada en el famoso grabado de Durero de 1514(Philadelphia Museum), la melancolía reducía mente y cuerpo a un estado de pesada inercia que a veces se acercaba a la locura. Robert Burton escribió en su enciclopédica Anatomy of Melancholy (1621) (15) que la “tortura” y “dolores insufribles” de este estado melancólico “eran a veces tan opresivos que llevaban al doliente hasta el suicidio”. No debería sorprendernos que una de las recetas médicas más importantes para oponerse a la melancolía fuera la risa. La convicción médica de que la risa no sólo es terapéutica sino enteramente “suficiente” para acabar con el dolor y transformar la enfermedad, está implícita en numerosas obras cómicas del Renacimiento, desde El Decamerón de Boccaccio hasta el propio Don Quijote.

Don Antonio Moreno, en un determinado momento (DQ. II, LXV) lamenta que el caballero recupere la razón, porque sus rarezas son capaces de “volver a alegrar a la misma melancolía” (16). Y en el Prólogo de la obra, Cervantes expone –-en boca de un imaginario amigo “gracioso y bien entendido”— su clara intención de notificar las virtudes terapéuticas de la risa: “Leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla” (DQ. Prólogo, p. 14). Y es que la risa, el buen humor son, sin duda alguna, el mejor antídoto que nos ofrece Cervantes en su magna obra para afrontar y enfrentar la locura y la melancolía. Es por ello por lo que, en una de las últimas y más lúcidas y certeras aproximaciones hermenéuticas al Quijote, su autor, el profesor y filósofo Pedro Cerezo, vendrá a concluir: “El Quijote, la tragicomedia del héroe ambiguo, es ciertamente una obra de desengaño, pero con ironía y buen humor, y por eso mismo liberadora” (17).

La fe en los poderes curativos de la risa duró hasta bien entrado el siglo XVIII. El siglo XX recuperó el carácter terapéutico de la risa y de la comicidad de la mano de la secreción de endorfinas –– esos amistosos neuropéptidos que produce nuestro cerebro y que ofrecen un sistema endógeno y eficaz de analgesia — que toda buena risa libera (18). Además de esa señalada e importante función de la risa y del humor algunos autores han añadido, a su vez, otras no menos positivas y necesarias para la salud social, entre las que destaca la función salvífica –además de la liberadora antes referida— de la risa, de la comicidad y del buen humor. Peter Berger, sociólogo y teólogo protestante alemán, en su famoso ensayo Risa redentora. La dimensión cómica de la experiencia humana, trata de mostrarnos, precisamente, cómo la risa puede funcionar como un proyecto o programa futuro de liberación y redención social a nivel colectivo, destacando también su funcionalidad positiva y esperanzadora a nivel individual. En su opinión — y a diferencia del ingenio, que no impone excesivas exigencias intelectuales y de las creaciones extravagantes de la locura— el “humor benigno”, afiliativo, tierno y empático no presenta un “contra-mundo”. Al contrario, “su finalidad es generar placer, distensión y buena voluntad. Fortalece el fluir de la vida cotidiana en lugar de alterarlo”. Es bajo esta forma que el humor benigno es la mejor medicina: “El humor benigno es la expresión más común de lo cómico en la vida cotidiana. Proporciona la diversión ligera que ayuda a pasar el día y a superar las pequeñas irritaciones” (19).

A este respecto y en ese mismo siglo el neurólogo y psiquiatra creador de la logoterapia Viktor Frankl (20), prisionero de los nazis, destacó su experiencia sobre la importancia del humor en Auschwitz y Dachau, “una de las armas del alma en su lucha de autoconservación” , tal y como un cineasta italiano, Roberto Benigni, con sublime ternura —esa “semilla de sonrisa que da el fruto de una lágrima” en expresión orteguiana— y con humanísimas sensibilidad y comicidad, trató de mostrarnos en su deliciosa película La vida es bella (1999).

BIBLIOGRAFÍA Y NOTAS

1) Sobre su influencia en la literatura inglesa de los siglos XVII y XVIII y sobre la interpretación del Quijote en clave cómica véase el interesante y polémico ensayo de Anthony Close, The Romantic Approah to “Don Quixote” (1978); hay traducción española de G. G. Djembé: La concepción romántica del “Quijote”, Crítica, Barcelona, 2005.

2) Daniel Eisenberg, “El humor de don Quijote”, en De la interpretación cervantina del Quijote, Compañía literaria, Argentina, 1995.

3) Emilio Temprano, El arte de la risa, Seix Barral, Barcelona, 1999, pp. 203-213. Sobre esta temática Vid.: Henri. Bergson, La risa, Espasa Calpe, Madrid, 1973; Sigmund Freud, El chiste y su relación con lo inconsciente, Alianza Editorial, Madrid, 1973.

4) Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Prólogo, Edición del IV Centenario, edición y notas de Francisco Rico, Alfaguara, Madrid, 2004.

5) Miguel Otero Silva, El humorismo del Quijote, en Obras Completas, Ed., Seix Barral, Barcelona, 1977. Véase también, el ensayo de Victoriano Ugalde, “La risa de don Quijote”, Anales cervantinos 15, 157-70, 1976.

6) Harold Bloom,“Cervantes: el juego del mundo”, en El canon occidental, Anagrama, Barcelona, 1995.

7) Friedrich Schürr, “Cervantes y el Romanticismo”, Anales Cervantinos, Madrid, 1951, tomo I, p. 29.

8) Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Ed. Barral, Barcelona, 1974, p. 17.A lo largo de todo el Medioevo la risa era considerada como subversiva y revolucionaria e incluso demoníaca. Véase Umberto Eco, El nombre de la Rosa (1981). Al comienzo del Renacimiento la locura era considerada como uno de los mayores vicios humanos.

9) Emilio Temprano, op. cit., p. 104.

10) Para la vinculación entre risa, subversión y locura en la Edad Media véanse: Harvey Cox, Fiesta de locos, Ed. Taurus, Madrid, 1972 yMaría Caterina Jacobelli, Risus paschalis, ed. Planeta, Barcelona, 1991.

11) Adolfo de Francisco Zea, La locura de Don Quijote, Bogotá, D.C., Colombia, 2007., pp. 166-167 y ss.

12) Vid. al respecto el delicioso artículo de Francisco López-Muñoz (Profesor titular de Farmacología de la Universidad C. J. Cela) titulado “23 de abril: ¿DE qué tipo era la locura de Don Quijote?”, en The Conversation, 22 de abril de 2020.

13) Don Quijote, demócrata de izquierda, Revista de Occidente, nº 142, Madrid, 1975. Sobre esta temática véase el interesante estudio de Michel Meyer, La insolencia. Ensayo sobre la moral y la política, Ariel, Barcelona, 1996, (especialmente el capítulo III, “los dos grandes arquetipos de la insolencia en Occidente: “El rey Lear” y “Don Juan”. El Bufón y el Señor), en donde, desde los griegos hasta la modernidad, se pasa revista a los ingeniosos e imaginativos métodos y medios utilizados por artistas, escritores, dramaturgos y pensadores para criticar y ridiculizar la tiranía y el despotismo de los gobernantes y denunciar los abusos de los detentadores del poder político.

14) Erasmo de Rotterdam, Moriae Encomium, sátira escrita en latín y dedicada a su amigo Thomas More en 1513 (Elogio de la locura, traducción, introducción y notas de Pedro Rodríguez Santidrián, Alianza, Madrid, 1984). En los inicios del Renacimiento las obras o escritos sobre locos o necios configura todo un género literario de viajes imaginarios hacia el País de los locos. El primero de ellos fue el libro del humanista alemán Sebastian Brant, Das Narrenschiff (La nave de los locos) (o de los necios, estultos Stultifera navis, en latín), de 1494. Género que se refleja en la iconografía y en la pintura de la época, en la que destaca La Nave de los locos (1504) del pintor flamenco Hieronymus Bosch, el Bosco, que se conserva en el Museo del Louvre. Véase esta tradición contextualizada en Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, breviarios de F. C. E. (2 vol.), 206, España.

15) Robert Burton, The Anatomy of Melancholy, de 1621 (versión en español Anatomía de la melancolía (selección), traducción y prólogo de Antonio Portnoy, Austral, nº 669, Buenos Aires, 1947). En tiempos de Cervantes la palabra “locura” (“insania” o “demencia”) era sinónimo del vocablo “melancolía” caracterizada por una “tristeza infinita” producida por un exceso de bilis negra en el cerebro, que comportaba una alteración del sano juicio o desquiciamiento total de las facultades mentales o del espíritu. Podría haber sido originada, bien por causas naturales (la vejez, deficiencia alimentaria, exceso de estudio y lectura o el insomnio, que produce la sequedad del cerebro, como le ocurriera a Don Alonso Quijano, desvelado por la obsesiva lectura de sus libros de caballerías. Cuatrocientos años después, en Cien años de soledad, García Márquez nos relatará que la “peste del insomnio” amenazaría con la locura a todos los habitantes de Macondo). O bien por causas o agentes sobrenaturales, entre las que R. Burton destaca la acción de los demonios ejercida por ellos mismos o por encantadores o hechiceros, sus mediadores.

16) El diagnóstico de Don Antonio Moreno tendrá su confirmación más precisa y puntual cuatro siglos después de emitido: la psicoanalista y socióloga francesa Françoise Davoine sostiene y argumenta en Don Quijote para combatir la melancolía (Fondo de Cultura Económica, México y Argentina, 2012) que el libro cervantino debe su éxito internacional a “su poder de curar la melancolía” ya que Don Quijote, defensor de la palabra, tiene la pasión del decir y del diálogo y, debido a ello, se despliega entre él y Sancho (y otros muchos personajes de la inmortal novela) un auténtico psicoanálisis de los traumas en la novela pero también en su propia práctica terapeútica como psiquiatra.

17) Pedro Cerezo Galán, El Quijote y la aventura de la libertad, Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 2016.

18) David Morris, La cultura del dolor, Santiago de Chile, 1993, pp. 103-115.

19) Peter Berger, Risa redentora. La dimensión cómica de la experiencia humana, trad. del inglés Mireia Bofill, Ed. Kairós, Barcelona, 1998, p. 170.

20) Confesaba el conocido psicoanalista austríaco Viktor E. Frankl, autor del célebre ensayo El hombre en busca de sentido (Herder, Barcelona, 1991) que muchos se sorprenderían al saber que en los campos de exterminio nazis no faltaba el humor: “Descubrir que había algún rastro de arte en un campo de concentración es sorpresa suficiente para quien no estuvo allí, pero tal vez se asombren aún más al enterarse de que también había un sentido del humor; por supuesto sólo un débil rastro, y tan solo por pocos segundos o minutos.” Y añadía: “el humor era otra de las armas que tenía el alma en su batalla por la auto-preservación. Es bien sabido que el humor, más que cualquier otra cualidad humana, permite al individuo adoptar una actitud distante frente a lo acontecido, y constituye la posibilidad de sobreponerse a cualquier situación, aunque sea por unos segundos” (en el Epígrafe “El humor en el campo”, pp. 50-52).

(*) Versión corregida, ampliada y actualizada de un ensayo homónimo publicado en Extramuros. Revista de Letras, Artes y Ciencia, dirigida por José Ignacio Fernández Dougnac, en 2017. Época Tercera nº 49.

Tomás Moreno Fernández

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