Lo mantenía Aristóteles: “El pensamiento condiciona la acción; la acción determina los hábitos; los hábitos forman el carácter; y el carácter moldea el destino”… Y habría que seguir manteniéndolo por los siglos de los siglos. No sólo como frase de cabecera, sino como norte de actuación diaria.
Con todo, y sin dejar a un lado las reflexiones del filósofo, polímata y científico griego –Dios me libre de tal felonía–, hoy me inclino por la sabiduría más cercana: “El hábito no hace al monje”, frase proverbial que “recomienda no juzgar a las personas por su aspecto externo, pues no siempre el exterior corresponde al interior” (cvc.cervantes.es); sobre todo por la tenuidad que vengo detectando en algunos “empoderados” que sólo saben sentar cátedra equivocada y no aprenden de sus patinazos.
Me ocupa, pues, la actual la sensibilidad ciudadana a la hora de definir personas o cosas, quizá por la tenuidad de las opiniones y, por tanto, la falta de reflexión sobre los hechos que se imputan. Parece como si la ligereza y la falta de meditación al emitir juicios –junto a la nula introspección y la olvidada ponderación– se alzase como la fórmula mágica para conseguir la masculinidad o la feminidad; y ello, aunque el odio, ese sentimiento de repulsa profunda que siempre conduce a la debacle, ni siquiera esté presente.
Dejadme decir –reiterar– que, al menos, la trivialidad y la frivolidad –en fraseología popular, “caradura”, “morro” o “jeta”– se han adueñado de bastantes discursos ciudadanos, añadiéndoles, además, un final despiadado: la culpabilidad de las víctimas inocentes, agrediendo no sólo los inmutables derechos humanos, sino también la capacidad innata de sentir y pensar.
Parece que hacer el “don Tancredo” –lance taurino que las autoridades han ido prohibiendo y que magistralmente describió Pío Baroja en su novela “La busca”– se está volviendo a poner de moda –uso y costumbre– entre muchos de nuestros congéneres.
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