El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (35): «Vocación tardía»

Luisa, Miguel y la niña habían salido. Se habían quedado solas en la casa Aurelia y su madre, Angustias. Se hallaba la primera en el cuarto donde dormían ambas, musitando unas oraciones atrasadas. De vez en cuando contemplaba su rostro en la luna del armario: lo veía lozano, sin las señales que marcaba el tiempo en las mujeres que ya han superado los cuarenta años; se alegraba de que todavía se conservase bien, aun cuando ella había desechado la idea de que pudiera gustar a alguien. Hacía una mañana espléndida de verano; por el balcón entreabierto penetraba una luz radiante, jubilosa; se oían, nítidos, los ruidos de la calle: el fragor del tranvía cuando llegaba cargado de viajeros, el paso de los demás vehículos, las voces de algunos transeúntes, casi todas conocidas…

Después de rezar las oraciones, se quedó un rato sentada en el borde de la cama. Desde que volvió Miguel, pareció que todo adquiría en la casa un aspecto distinto. Ella había dejado de tener la relevancia que hasta entonces había tenido: ocupaba un lugar discreto, como si se hubiera instalado en un segundo plano, desde el que veía pasar la vida con cierta placidez, sin la responsabilidad que conllevaban las tareas de las que antes se hacía cargo. Últimamente le había dado por pensar que su misión en el mundo estaba ya cumplida y que debía buscarse otra que le agradara únicamente a Dios, a quien había de rendirle cuentas por tantos dones como le había dado. Sí, había creído, llevada por tal pensamiento, que Dios la llamaba y que había de servirlo, durante el resto de sus días, en un convento. Ella, que tantas historias de santos había leído, estaba dispuesta a ingresar, como uno de ellos, en uno de clausura, donde se dedicaría exclusivamente a adorar al Señor y a rezar por la salvación de las almas. No había sido una llamada repentina, como había ocurrido en otros casos, sino que poco a poco había ido llegando a ella, abriéndose paso cada vez con más insistencia. Más que un impulso o una inclinación, era una certidumbre que lo aclaraba todo: cada suceso que en su vida había ocurrido, aunque pareciera contrario a sus intereses, era un peldaño de la escala que la había conducido a aquel estado, en el que se sentía muy cerca de Dios. Ya no había nada extraño o inocuo, pues ahora cualquier hecho o sensación tenían un sentido: sabía que Dios los había permitido para que ella se encontrarse con él, para que en su amor hallase su mejor refugio.

El único escollo que tenía que salvar Aurelia era el que para ella representaba su madre, a quien todavía no había revelado sus intenciones. Temía que lo considerase descabellado para su edad o que no lo viese oportuno por las circunstancias que las dos estaban viviendo. Se trataba de una decisión que quizá debía haber tomado en otro tiempo, cuando había de elegir su destino; estaba convencida de que entonces habría parecido normal que se fuese de monja, igual que se habían ido otras jóvenes en aquellos años. Su madre incluso se habría alegrado: lo habría visto como la culminación de un sueño, largamente deseado para cualquiera de sus hijas. Era lo más natural: a nadie le hubiera extrañado que sucediese así; tenía una forma de ser que la hacía distinta, con una sensibilidad mayor para los asuntos del espíritu.

Las circunstancias en las que las dos vivían no parecían, por otra parte, las más propicias para que ella se marchase: si lo hacía, era probable que, a pesar de los cambios producidos, su madre la echara mucho de menos; acostumbrada a vivir con sus dos hijas y con su nieta, se vería de algún modo apartada de ellas de pronto, en unos momentos en que tal vez más necesitaba su compañía. Si por un lado creía que su misión en el mundo ya había acabado, por otro pensaba que con su marcha la madre podría quedar bastante afectada. Era la duda que la asaltaba en los últimos días, difícil de resolver para una persona que siempre se había amoldado a la voluntad ajena y que había resuelto pocas cosas por sí misma.

Aquella mañana tenía la intención de confesárselo todo a su madre. No podía prolongar por más tiempo aquello: cuanto más lo repasaba, más confuso parecía tenerlo. Las dilaciones no eran buenas para la mente; cada decisión debía tener lugar en un determinado momento, porque si se postergaba, aunque fuera con una plausible excusa, podía ocurrir que se enredase con otras cuestiones y que lo que se creía claro se volviese turbio.

Para relajarse, Aurelia se puso en pie y, por el espacio que quedaba abierto del balcón, se dedicó a espiar la calle. Acababa de arribar un tranvía, del que descendieron algunos viajeros. De la tienda de enfrente salió con varios paquetes María, una prima suya. Después de haber salido, se encontró con Antonio, el panadero, a quien saludó con mucho ánimo. Los tejados de las casas de enfrente se recortaban sobre la seda azul del cielo. Un poco más a la derecha, se alzaba la torre de la iglesia como una gallarda figura que señorease la vida del pueblo. Se encontraba bien allí, asomada con disimulo al balcón. Pensó que todavía era pronto para revelarle a la madre su propósito; lo más seguro era que estuviese en el patio, regando las flores de los arriates. Era, a pesar de su edad, muy hacendosa: le gustaba tenerlo todo bien dispuesto en la casa, siguiendo un orden riguroso para que nada se le olvidase. Hacía ya más de una hora que había vuelto de misa: la misa era de cumplimiento diario, era su alimento espiritual, como muchas veces había proclamado ante un corro atónito de vecinas. Lo más normal era que ella, Aurelia, la acompañase: su ejemplo le había servido, sin duda, para que su fe madurase, para que en su ánima ahora sintiese hervores de vocación. Realmente, tenía una confianza ciega en su madre: en cuanto le revelara su propósito, lo sabría entender muy bien, casi estaba segura de que lo daría por bueno y que la animaría a llevarlo a cabo, aun cuando para ella fuese doloroso separarse a aquellas alturas de una hija, con la que había estado muy unida. El tranvía, que había permanecido parado unos instantes, arrancó con un estrépito de chapas y de cristales. Por la acera de enfrente pasaron corriendo unos niños, despidiendo con gestos ostentosos a los pasajeros. Antonio, el panadero, liaba en aquellos momentos un pitillo; se lo veía tranquilo, descansando quizá de la jornada, que para él había empezado a una hora muy temprana. Nada había cambiado, en realidad, en la calle desde hacía mucho tiempo: eran las mismas escenas de siempre, los mismos ruidos, el mismo sol del verano derramándose por el pueblo como un río de lumbre. Si ella por fin se iba de monja, se despediría de aquel mundo, de lo que había sido su vida hasta entonces. En verdad, no supondría un gran cambio: simplemente habría una línea que dividiría un pasado de cuarenta y dos años de un futuro que presumía venturoso, libre de los afanes que hasta ese punto la habían tenido ocupada. Sería más fácil de lo que a veces pensaba: solo había que dar un paso para franquear esa frontera, un solo paso que la llevara a entrar en el convento, para que una vez dentro todo para ella cambiase. No hacía falta más. Era bien sencillo. Aurelia lo vio muy claro y, sin dudarlo, se retiró del balcón y fue en busca de la madre, que estaría en el patio regando las flores de los arriates.

La madre no estaba en el patio. Se hallaba en una cámara del corral, donde había parido una gata sobre unos costales viejos.

—La he estado buscando por todos los sitios y al final se me ha ocurrido que podía estar aquí —le dijo la madre, mirando a la gata con satisfacción.

—Todos los animales se refugian en un lugar seguro para parir —dijo ella.

—Buscan los rincones, los lugares apartados —continuó la madre, sin dejar de mirar a la gata, cuyos cachorros se apretaban contra su vientre para mamar—. Dios los ha dotado de un instinto para que nada les falte, para hacer siempre lo que más les conviene.

—Son más inteligentes de lo que nos creemos.

—A veces nos preocupamos demasiado por qué hemos de comer o de beber o con qué nos vestiremos. Los lirios del campo no hilan ni trabajan y los pájaros del cielo no siembran ni cosechan y, sin embargo, a ninguno de ellos le falta lo que le es menester, porque el Señor, que todo lo puede, lo provee de vestidos y de alimentos. Si confiamos en él, nada nos faltará.

—Para Dios, no hay nada imposible.

Las dos se callaron. La gata, apercibida de su presencia, las miró con mansedumbre. Por un ventanuco entraba una luz briosa de verano que, mezclada con las motas de polvo, se quedaba palpitando en el aire rancio de la estancia.

—He venido para contarte un secreto —se atrevió a decir Aurelia.

—Los secretos se cuentan solo una vez —repuso Angustias.

—Dios me llama —confesó con voz temblorosa Aurelia—. La verdad es que hace mucho tiempo que siento su llamada, pero yo no le he hecho caso; siempre he creído que era algo pasajero, un sentimiento que no dejaría en mí mucha huella. Ahora, sin embargo, noto que me llama con más insistencia: será cosa de unos meses; veo que mi vida, después de todos los pasos que he dado, no tiene otro camino. Es como una luz que me ilumina y que me guía por dentro, aclarando lo que debo hacer. Sé que soy mayor y que quizá no tengo edad para ello. Le he dado muchas vueltas: una, cuando ha de tomar una decisión importante, la tiene que haber pensado mucho. Me gustaría irme de monja, de monja de clausura. A lo mejor es algo descabellado. Para eso he venido, para que tú me digas lo que piensas. Es un secreto que ya me quema.

—Dios nos ama —dijo Angustias sonriente—. Al amor solo le puede responder el amor. Espero que tu respuesta no se demore.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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