Jesús A. Marcos Carcedo: «Los libros y la realidad virtual»

Ahora que estamos en el tiempo de los libros, el de su día y el de sus ferias, quizá resulte antipático ponernos a reflexionar sobre ellos con un cierto afán crítico. ¡No!, se dirá, ¡nada de eso, la primavera y sus fiestas están para exaltarlos y para unirnos al coro de sus devotos! Y, sin duda, es así y no debemos negarnos a bailar al ritmo de sus fluyentes hojas y de las palabras que en ellas se contienen. Pero es que los libros son unos peculiares dioses a los que caracteriza su amable condescendencia para todo lo que puedan pensar o sentir los seres humanos y lo mismo se hacen eco de las voces de los malos como de las de los buenos. ¿O no son libros también aquellos que recogen pensamientos, ideas o descripciones que nos incomodan o molestan? ¿Estamos seguros de la maravilla de los libros cuando resulta que nos hemos matado por ellos, los hemos usado para sostener fanatismos, los hemos quemado o los hemos prohibido? El amor a los libros no es un amor tan fácil o llano como se cree y me recuerda a lo que me suele pasar con los que, al enterarse de que he sido profesor de filosofía, se lanzan a comunicarme su entusiasmo por ella, porque, me dicen, nos enseña a pensar.

Cartel de la Feria del Libro de Granada de este año

Pero si la conversación sigue y les hago ver que son muchas las maneras de pensar que en la historia ha habido y que, incluso, algunos filósofos, como Hobbes o Heidegger, no eran precisamente partidarios de lo que hoy consideramos políticamente correcto, entonces, no saben por dónde salir. Y también ocurre que los amores a la filosofía y a los libros son pasiones cargadas de reproches, como los que se dedican los políticos de derechas y de izquierdas, acusándose los unos a los otros de querer acabar con el pensamiento y la lectura para manipular mejor a los ciudadanos.

Desde mi punto de vista, la cuestión del valor de los libros sólo puede aclararse si, despojados por un tiempo de sentimentalismos, los vemos como una herramienta o un instrumento cuya utilidad no es otra que la de estimular la creación lingüística e icónica de universos alternativos y la de facilitar su concreción en un soporte físico. Los libros, mucho antes que las tecnologías electrónicas e informáticas que ahora nos deslumbran, han catapultado el desarrollo de lo que hemos dado en llamar realidad virtual, aquella que “no es de este mundo”, es decir, que no se ve, ni se toca, ni se sufre con la misma acidez con la que los seres vivos vemos, tocamos y sufrimos el entorno al que nos ha arrojado nuestro nacimiento.

Don Quijote y la problemática vida virtual de los libros-

Esto siempre se ha sabido y siempre se ha entendido que los enganchados a los libros pecaban de desapego a las cosas cotidianas y vulgares, a las cosas de todos. ¿Quién es el afilado hidalgo de Cervantes sino un enfervorizado lector al que las páginas de sus libros preferidos hacen vivir en una realidad alternativa, creada por el embrujado juego de los caracteres de imprenta y a la que el común de los mortales no sabe acceder, por analfabetos o desconocedores de la técnica de la lectura? A través del inmortal personaje, se pone sobre la mesa la cuestión de la función y del valor de los libros en general y no sólo, como se suele creer, la de los libros de caballerías. Y, del mismo modo que hoy en día criticamos a los que viven colgados del teléfono móvil, de los ordenadores y de las pantallas, critica Cervantes a los que viven en las ensoñaciones de los libros. El soporte físico y los códigos de la escritura son sólo herramientas neutras, pero el libro, considerado en la totalidad de su función, es una puerta abierta a otra dimensión en la que el lector desprevenido puede desaparecer para siempre.

¡Cuidado!, alertamos a nuestros jóvenes, ¡si te pasas el día pegado al móvil te vas a perder la vida verdadera, te van a manipular y te vas a volver tremendamente pasivo! Pero eso también ha ocurrido y sigue ocurriendo con los libros y, seguramente, muchos de nuestros hijos podrían reprocharnos a nosotros haber llevado una vida excesivamente libresca. Quizá tengamos razón o, al menos, cierta razón los mayores cuando defendemos que los libros no crean tanta pasividad y dependencia como las pantallas. El neurólogo francés Michel Dumerget se ha hecho famoso sosteniendo que el uso excesivo de las pantallas crea “cretinos digitales” y disminuye el cociente intelectual de las generaciones más jóvenes. Parece evidente que la lectura exige un mayor esfuerzo para penetrar en las dimensiones que oculta y que, por lo tanto, facilita la activación psicológica de la persona. Pero comparte con las pantallas la potencia para absorber nuestras mentes y alejarnos del esfuerzo que exige el contacto con la realidad psicobiológica.

Móviles: la nueva, ubicua y poderosa virtualidad.

Son, por lo tanto, nuestros libros, nuestros queridos libros, un instrumento inestimable para facilitar el desarrollo del pensamiento y de la creación, pero, al conectarnos con alternativas virtuales, nos obligan a situarnos también críticamente ante ellos y su poder de seducción. Pueden capturarnos en redes de fantasías dulzonas o incitarnos a actuar violentamente contra el entorno real o incitarnos a rechazarlo improductivamente. Son parte fundamental de ese “mundo 3” del que hablaba Popper, el de la solidificación de los productos culturales, y, por eso, debemos usarlos con las precauciones con las que usamos otros artefactos humanos.

Se puede querer a los libros con la pasión de los enamorados, pero sin perder por ello el juicio y sin olvidar que hay que volver al polvo de los caminos y que hay que mantener un cauteloso ir y venir entre sus distinguidas propuestas y los recalcitrantes problemas del mundo de más abajo.

Jesús A. Marcos Carcedo

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