El sentimiento de fracaso no se experimenta sino al cabo de un largo proceso: nadie puede considerarse fracasado después de un desengaño o de un hecho que no colma sus expectativas; el fracaso no duele, como duelen una decepción o algo que simplemente no se espera; es un sentimiento más profundo que abruma y que agota a quien lo padece, a quien se abandona a él rendido por su mala suerte.
En mi caso, debo decir que empezó muy pronto, por una falta de adaptación al medio en que vivía. Quizá fue la timidez, en último término, la causa de aquel apartamiento: me convertí en un ser reservado que no era capaz de relacionarse con normalidad con los demás; ello propició que fuera bastante soñador y que fabricara mi propio mundo, en el cual tendía a recluirme cuando lo que veía a mi alrededor no me satisfacía. Me hice dibujante y escritor. Dibujaba rostros de personajes imaginarios, con los que deseaba intimar, y luego, movido por un prurito de creador, me daba a escribir historias protagonizadas por ellos.
Tenía quince años cuando se me despertó aquella afición. Era un modo que tenía de huir de la realidad, o de hacer frente a ella. Está claro que el ser humano inventa mecanismos de defensa, entre los cuales siempre ha tenido una especial relevancia el arte, cualquier forma de manifestación artística. Yo huía o me defendía dibujando y escribiendo, de una manera cada vez más fluida. Los desengaños amorosos de la adolescencia, debidos en gran parte a mi incorregible timidez, acentuaron aquella tendencia. Sufrí bastante: los sueños que creé se desvanecieron por mi imposibilidad de comunicarme, por el retraimiento en que fatalmente parecía haber caído.
La soledad puede tener efectos negativos. Es buena a veces, cuando uno encuentra en ella las razones que justificarán su existencia, pero es mala si produce desazón y abatimiento, si uno acaba hundiéndose en ella cuando no es capaz de reconocerse en el mundo. Yo me sentí solo en muchos momentos de mi vida, sobre todo en la adolescencia; si me refiero tanto a este periodo es porque en él se hallan los motivos que explican el comportamiento que he tenido después, la sensación de fracaso que ahora, después de tantos golpes recibidos, me abruma.
Luego viví un tiempo mejor, en el que llegué incluso a trabar cierta amistad con algunos compañeros de curso. Me aproximaba ya a la juventud y un nuevo espíritu me animaba para tomarme las cosas de otro modo. Mis viejas aficiones las seguí cultivando, aunque poco a poco me fui decantando por la literaria, tal vez porque me daba entonces más seguridad. Escribía historias que estaban más cerca de la realidad: me gustaba transformarla en mis escritos para adaptarla a mis intereses. Fue, sin duda, un proceso lento el que me llevó a cultivar la novela, que es el género en el que ahora me muevo.
Estudié luego Filología Hispánica porque no me quedaba otra salida. Durante la carrera, maduré hasta cierto grado, pues siempre me reservaba una parte de mí que nunca mostraba a los demás. Era una madurez disfrazada la que tenía, simulada a base de declaraciones y de gestos impostados. Conocí a chicas que me ocasionaron un dulce trastorno, un amor que me hacía soñar con una dicha que nunca alcanzaba. La verdad es que a veces siento nostalgia de aquella etapa. Yo estaba acostumbrado ya a los quebrantos, por lo que no me dolieron demasiado los reveses amorosos que sufrí en aquellos años.
Después aprobé las oposiciones al cuerpo de profesores de Enseñanzas Medias y comencé a dar clase, que es a lo me dedico desde entonces. Todavía, al cabo del tiempo, me pregunto si yo realmente estoy capacitado para ello: por mi formación, nunca abandonada, quizá sí lo esté, pero tal vez no tenga otras condiciones que se necesitan para dominar a un alumnado. He tenido, a lo largo de mis años de docencia, grupos buenos, con los que me he hallado muy bien y a los que he logrado transmitir lo que sabía, aunque si hiciera balance de todo, he de confesar que han sido muchos más los disgustos padecidos que las satisfacciones de las que he disfrutado. El deterioro de la enseñanza, aunque no lo reconozcan algunos, ha sido continuo: el profesor ha ido perdiendo autoridad de forma progresiva y se ha visto ante situaciones muy críticas. Es lo que me ha pasado a mí no pocas veces, cuando había de enfrentarme con alumnos que no tenían ningún interés y que trataban a cada instante de boicotearme las clases, con actitudes que iban desde la insolencia o la provocación a la indiferencia más absoluta. Por más que lo intentaba, no conseguía dominar a aquellos alumnos, renuentes a toda forma de conminación. Yo me veía ante ellos impotente, sin recursos para revertir el estado de la clase. Un sentimiento muy profundo de frustración me invadía entonces, hasta un extremo que ya no podía soportar. No solo me consideraba desprovisto de autoridad, sino también falto de dignidad, sin ningún valor que me pudiera redimir. Era terrible aquello: a veces, cuando más agobiado estaba, sentía ganas de llorar.
Por si faltaba poco, no disponía entonces de ningún medio que compensara los padecimientos que a diario me deparaba la enseñanza. He de añadir a esta sucinta reseña de mis descalabros que estoy soltero, que no me asiste la ilusión que puede animar a un padre comprometido con su familia. Para mi desgracia, nunca había logrado congeniar con ninguna mujer: todas me habían ido dejando, quizá por mi falta de cualidades para hacerlas felices. La literatura, al principio tomada como forma de huida, había dado ya a aquellas alturas abundantes frutos, pero ninguno había merecido la suficiente atención para que se incluyera en una gran editorial. Todos mis intentos por incluir alguna de mis novelas o alguno de mis anteriores trabajos habían sido baldíos, por lo que no me podía considerar plenamente satisfecho con lo había escrito: cada vez que recibía una respuesta de una editorial rechazando alguno de mis manuscritos me sentía decepcionado: era un golpe muy duro que me hundía y que me hacía pensar que no era meritorio lo que escribía. Quizá mis novelas no se ajustan a los gustos o a las tendencias que predominan en el mercado: son demasiado cándidas, con un lirismo que es difícil de ser apreciado en un mundo tan materialista como el actual, en el que se evitan por sistema los valores del espíritu. Yo no podré escribir de otro modo, soy fiel a lo que siento y pienso, así que tendré que asumir un nuevo fracaso que parecía estar anunciado desde hace mucho tiempo.
Tal vez mi destino sea este, el de un ser que jamás ha tenido suerte. Yo no sé si tendré que afrontar aún nuevas decepciones: es un camino el mío escabroso, por el que siempre he de andar esquivando obstáculos. La vida es muy triste para mí: puedo decir, en vista de lo que he padecido y aguantado, que soy un fracasado sin remedio. Ello ha propiciado, sin duda, que tenga una gran facilidad de identificarme con otros seres sin fortuna, como esos desarrapados que viven en las calles u otros que pululan por sitios en los que se acumula la miseria. Soy pobre como ellos, un pobre quizá de espíritu, como se dice en los Evangelios. A más de uno tal vez le escandalice lo que escribo. Lo único que en estos momentos deseo, si es que puedo desear algo, es que Dios, como Padre, me entienda: sentirme comprendido por él sería mi único consuelo.
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