En el bosque siempre han tenido lugar hechos fantásticos. Yo he habitado en el bosque desde que era pequeño y puedo dar cuenta de ello. Es difícil que crean lo que me dispongo a contar quienes están alejados de mi mundo, quienes solo se rigen por criterios racionalistas. Lo peor que les ha podido suceder a los seres humanos es haber arrinconado la fantasía, convertida en una facultad que solo tiene cabida en historias irreales. La vida no es tan simple como se piensa: hay en ella cobertizos y desvanes que todavía no se han descubierto, a los que se accede por galerías insospechadas, por escaleras que parece que no van a llevar a ninguna parte.
Verdaderamente, no hay nadie que no haya creído alguna vez que estaba soñando o que en un sueño no haya pensado que lo que veía era real. En el bosque el sueño y la vida son una misma cosa, se confunden hasta dar la impresión de que todo es posible en él. Quizá esta sea la clave para entender los hechos de este relato; más de uno, al tildarlos de fantásticos, habrá pensado que son protagonizados por elfos o náyades de los que están llenas muchas fábulas antiguas.
Mi padre había sido guarda del bosque y yo, después de su muerte, he proseguido su labor. Llevo más de sesenta años viviendo en él; solo me he ausentado para realizar dos o tres visitas a familiares cercanos, con los que había de cumplir necesariamente. Vivo solo, en una cabaña que también heredé de mi padre. Soy una especie de hombre de los bosques: hay en mí un instinto que he ido desarrollando de forma natural, a través de mis contactos con las fuerzas de las que me he visto rodeado; casi podría decirse que se parece al de la supervivencia, al que lleva a unos animales a ser más fuertes que otros. Tengo muy agudizado el sentido del olfato: por un simple olor soy capaz de barruntar un cambio en la naturaleza o la asechanza de un peligro. Hay aromas, por otro lado, muy agradables: distinguirlos me ha procurado sutiles placeres, con los que mi espíritu se ha refinado.
He dicho antes que me disponía a contar cosas extraordinarias, alejadas de lo que sucede con frecuencia en el mundo de los hombres. Lo primero que he de referir es lo que me ocurrió cierta mañana de verano en que salí a pasear solo por el bosque. Yo era entonces un adolescente; estaba ya acostumbrado a caminar durante varias horas seguidas. Mi intención era simplemente dar un paseo, como había hecho otros días. Conocía, como se comprenderá, muy bien el terreno que rodeaba la cabaña; tomé al principio un sendero que conducía a uno de los parajes más bellos que había visitado nunca. El sol penetraba entre los pinos, dejando bajo sus ramas telarañas de luz. Parecía a aquella hora todo encantado, como si perteneciera a la atmósfera imposible de un cuento. El sendero, cada vez más estrecho, discurría por la falda de varias colinas, hasta que al llegar a la última de ellas describía una prolongada curva que se desembocaba en un rellano, cubierto por una hierba cencida. Al pie de unos riscos, tras espesos refajos de matorrales, manaba una fuente, cuyo borbotar añadía una fresca nota al ambiente. Era aquel el rincón al que me dirigía. Después de deambular por él decidí alejarme un poco más. Nunca lo había hecho, siempre me había vuelto después de haber llegado a aquel punto. Era como si sobrepasara una frontera, como si me adentrar en un territorio prohibido. En la adolescencia es normal que uno se plantee superar ciertos límites, pues la curiosidad es muy grande. Me desplacé con bastante dificultad por un espacio fragoso; en algún momento estuve a punto de desistir de mi propósito. Temí que me pudiera encontrar algún animal peligroso. El sol descendía en algunas zonas hasta el suelo, manchándolo de luz. A medida que me alejaba, notaba que los olores eran más intensos; había incluso algunos que nunca había percibido. Los cantos de los pájaros componían a veces una ruidosa sinfonía, en la que se multiplicaban los acentos y los matices: casi se diría que habían perdido algún control y que acabarían volviéndose locos; era un alboroto que aturdía y que enervaba los sentidos. No se notaba que era verano; la temperatura era más bien de una primavera avanzada o de un otoño prematuro. Atravesaba por lugares muy oscuros, bajo unas techumbres muy compactas de follaje. La verdad es que era una temeridad lo que estaba haciendo, aunque creía que era una simple aventura. Hubo un instante en que tenía que seguir si no quería defraudarme a mí mismo; me dije que si había llegado hasta allí no era para regresar sobre mis pasos, como si abandonase de pronto una empresa. Buscaba algo, aunque no sabía qué. Mi mente comenzaba a barajar varias posibilidades cuando me pareció distinguir a lo lejos la silueta de un hombre. No me sorprendí al principio, por raro que parezca: se trataba de una presencia humana, igual que la mía; no tenía por qué ocultar ningún misterio. Íbamos en direcciones contrarias, por lo que no tardaríamos en encontrarnos. Me había dado cuenta de que era un hombre por sus formas y por su manera de caminar. Lo que más me llamó la atención de él, cuando lo tuve más cerca, era que llevaba el pelo largo, a la altura de los hombros: tal vez era aquella una señal de salvajismo, o tal vez de abandono o de sintonía con un modo de pensar. Vestía una camisa blanca y un pantalón de tela gris. En lugar de zapatos, calzaba sandalias de cuero, más apropiadas para la estación en la que nos hallábamos. Me pareció, con todo, un tipo singular, a pesar de que yo no estaba acostumbrado a tratarme con mucha gente. «Es una suerte, muchacho, que yo haya salido a pasear hoy para encontrarme contigo», dijo al tiempo que se detenía a unos pasos de mí. «No lo conozco, pero veo que se ha alegrado mucho de hallarme», contesté, deteniéndome también. «Todo encuentro genera alegría en el corazón», añadió sonriente. Tenía los ojos azules, la mirada franca y soñadora. Su rostro moreno aparecía surcado de algunas arrugas. Podía tener sesenta años, quizá más. «Eres un chico intrépido —continuó diciendo—. Solo quien traspasa límites es capaz de descubrir; seguirás descubriendo muchas cosas en la vida si no te quedas parado, si te aventuras más allá de lo que dicta tu razón.» Me percaté en aquel momento de que hablaba de una forma extraña, de que su voz no parecía de este mundo. Es posible que fuera solo una sensación, producida por el mismo efecto que causaba en mí lo que me estaba diciendo. No hablé mucho más con él, o no lo recuerdo bien. Poco después de que me despidiera de aquel hombre, decidí regresar. No lo volví a ver, por lo que a veces he llegado a creer que fue un sueño, un sueño que yo tuve en aquel periodo confuso de mi existencia y que se me enredó con la realidad. Cada uno podrá pensar lo que quiera. Ya he dicho al comienzo que en el bosque pueden suceder fenómenos extraordinarios. Aquel fue, sin duda, el primero, tras el que ocurrieron otros muchos que será difícil que relate con puntualidad.
No sé si fue aquello una profecía, pero lo cierto es que desde entonces me ha animado un espíritu aventurero. A nada he temido en realidad, ni siquiera a los animales de los que mi padre me hablaba para que estuviera bien prevenido, para que recelase continuamente de ellos. Tendría yo dieciocho años cuando sucedió también algo inaudito, un hecho que solo creerán quienes reconozcan que no todo es como está escrito. Ocurrió en un lugar distinto del bosque, muy apartado del anterior. Yo me había separado de mi padre porque quería hallar la madriguera de unas liebres. Al llegar al sitio donde pensaba que estaban, lo que me encontré fue un oso tremendo, el cual, apercibido de mi inmediata huida, se dio a perseguirme con furor. Era de color pardo, parecía haber sido engendrado por la misma tierra. Yo no huía por miedo, sino más bien por instinto de supervivencia, como he destacado antes: no estaba dispuesto de ninguna manera a que me atrapara y me devorara aquella bestia feroz. No sé lo que había avanzado, tal vez unos treinta pasos, cuando tropecé con unas piedras y me caí. Era lo peor que me podía pasar, pues veía al oso ya muy cerca, a punto de abalanzarme sobre mí. Entonces, sin pensármelo dos veces, me puse a emitir voces estentóreas, conminándole al animal a que se parara. Mi valor, lejos de disminuir, se acrecentaba, hasta el punto de que ya no me importaba morir. La verdad es que todo sucedió muy rápido. El oso, al escuchar mis voces, se detuvo, como si obedeciera una orden mayor. Por un momento en su mirada atisbé una expresión humana, como de resignación o algo así. Después de observarme durante unos segundos, se dio la vuelta y se alejó con andares parsimoniosos por el mismo camino por el que había corrido tras de mí.
En el bosque las noches son misteriosas: por mucho que esté uno acostumbrado a ellas, nunca deja de atraerle el misterio que encierran. El silencio es perforado a veces por sonidos extraños, por ruidos que parecen proceder de las entrañas de los árboles. Yo, por precaución, no solía salir de la cabaña por las noches, pero en una de primavera, llevado por no sé qué deseo, decidí hacer una escapada a un lugar que conocía muy bien. Llevaba una linterna para guiarme aunque, en verdad, no necesitaba nada para moverme por allí. La oscuridad era completa; el foco de luz de la linterna apenas iluminaba los troncos de los pinos más cercanos. Parecía todo irreal; en cualquier momento se me podía aparecer un fantasma, surgido de las sombras, de las lóbregas cuevas del pasado. Me animaba de nuevo mi espíritu de aventura; era yo todavía joven, aunque mi padre había muerto ya. Llegué al lugar al que había pretendido ir. Había completado un recorrido, el suficiente para haber puesto una vez más a prueba mi valor. No sé qué hora sería. De pronto oí algo, no era uno de aquellos sonidos extraños que se percibían en la noche; era una voz, estaba seguro de ello, una voz clara que había sonado no muy lejos de mí, quizá detrás de uno de aquellos pinos que me rodeaban, envuelta en aquel silencio espeso del bosque. Me quedé parado. Pasaron unos segundos, La voz sonó de nuevo, pronunciaba un nombre, un nombre que no era el mío y que no pertenecía tampoco a mi lengua, a la lengua que yo he hablado y escrito toda la vida. Por el timbre y por el acento me había dado la impresión de que era la voz de una mujer, tal vez la de una ninfa o la de cualquier otro ser mitológico, llegué a pensar. Estaba dispuesto a quedarme allí hasta que desvelara el misterio. Me sentía presa de una especie de hechizo. Con la linterna alumbraba diferentes puntos tratando de hallar a la autora de aquellas voces. No había ningún indicio de ella. Creí que era una alucinación mía. El olor era rancio, muy parecido al que emana de la tierra después de haber llovido. Por un instante pensé que debía decir algo, aunque no sabía qué; habría roto quizá aquel hechizo. Era posible que hubiese salido de la cabaña para adentrarme en un sueño, en un sueño que no era mío, sino el de aquel ser al que ahora trataba de escuchar otra vez. La vida parecía haberse detenido también en aquel sitio, en aquel rincón del bosque en el que me hallaba. Estaba, sin embargo, tranquilo: nada turbaba mi alma. Escuché entonces el crujido de la madera de algún árbol: aquello me alarmó; había sonado con mucha fuerza. Ahora era un silencio herido por aquel ruido bronco. La linterna apenas alumbraba entonces: su luz era muy escasa, quizá porque se le estuviesen gastando las pilas. Acaso alguien me espiaba sin que yo me diera cuenta. No me importaba. Tenía que permanecer allí, impertérrito, a la espera de algo que podía suceder en cualquier momento. No sé el tiempo que pasó sin que nada anormal ocurriera: era difícil calcularlo. De la linterna salía un haz de luz muy débil. La oscuridad era densa, sentía su abrazo frío. Cada vez que se oía algún rumor yo creía que era la voz de nuevo, abriéndose paso por el silencio. Me había quedado su recuerdo, el de un sonido apacible, emitido con la dulzura de una llamada apremiante. Quizá era eso lo más importante, porque es imposible apresar una dicha, poseerla como se posee un trofeo. A la felicidad siempre se la recuerda, no es algo que se conserva para siempre.
Tras aquella experiencia tuve otras no menos inquietantes. Yo me hice mayor sin que ningún cambio importante viniera a alterar mi vida: he seguido viviendo en el bosque, solo, sin otra compañía que la que algún furtivo cazador de vez en cuando me da; no me he casado, en realidad, por falta de oportunidades, porque al moverme poco de aquí apenas me he podido tratar con mujeres. Es posible que formara parte de mi destino también. Vivir solo, a cierta edad, tiene sus ventajas, aunque más de uno pueda pensar lo contrario; no es fácil a la mía adaptarse a las costumbres de otro y, si tuviera que elegir, estoy seguro de elegiría quedarme aquí, en esta cabaña, antes que renunciar a ella para trasladarme a un sitio en el que se ofrecieran más comodidades, junto a una mujer que me prometiera hacerme feliz. No soy un bicho raro: soy, en cualquier caso, una especie de hombre de los bosques, como ya he declarado. Yo no echo en falta nada de lo que a otros consuela. Es una suerte estar siempre en contacto con la naturaleza, porque ella es, sin lugar a dudas, la mejor maestra.
Deja una respuesta