Un agricultor trabaja en una parcela de la vega granadina, con secaderos de tabaco de fondo.

El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (38): «Camino de la Vega»

Como era sábado, nos habíamos reunido en el corral de mi casa, dispuestos a jugar al fútbol con los amigos que fuesen llegando. Era una mañana fría de finales de noviembre, con un cielo raso. El sol iluminaba solo el rincón del corral en el que nosotros nos hallábamos; el resto permanecía todavía en sombra, en una penumbra azulada de un otoño tardío, con brillos de escarcha esparcidos por las hierbas que se arracimaban en los cornijales. Del secadero llegaba un olor áspero de las matas de tabaco que colgaban de sus vigas; habían tomado ya, después de tres meses de estar colgadas, un color ocre, casi rojizo.

Éramos tres, como siempre: Francisco, Alberto y yo, Luis Miguel. Era aún muy temprano para que llegasen los amigos con los que habíamos quedado. El primero que se presentaría sería seguramente Mateo, siempre muy puntual y muy cumplidor de lo que hubiese prometido. El portón del corral estaba abierto; en cualquier momento podría aparecer él, llamándonos a voces para supiéramos que había llegado.

Quien apareció al cabo de unos instantes no fue Mateo, sino mi padre, que se disponía a llevarse el tractor, con el remolque cargado de sacos de semillas de trigo. En una de sus hazas lo esperaban, según nos explicó, los hombres que había contratado para la siembra. Cuando ya se iba, nos dijo que lo acompañáramos y, sin dudarlo, nos subimos al remolque y ocupamos un espacio que quedaba vacío. Apenas nos acordamos ya de quienes habían de llegar. Nos hacía mucha ilusión viajar en el remolque del tractor. Para nosotros era una aventura. Mi padre conducía muy bien: lo hacía a un ritmo regular, sin frenazos o aceleraciones bruscas que a nosotros pudieran sobresaltarnos. Pasar por las calles del pueblo, montados en un remolque, era como un privilegio, como un modo de contemplar el mundo desde una posición distinta. De alguna manera nos sentíamos superiores a los transeúntes con los que nos encontrábamos, situados en un plano de existencia anodina. Cuando llegáramos a la vega, al haza donde nos aguardaban los peones, nos parecería como si arribáramos a una meta, como si completáramos un recorrido para el que habíamos sido seleccionados.

Discurrimos primero por la calle principal del pueblo, muy animada de viandantes a aquella hora de la mañana. Aunque era sábado, la mayoría de los comercios estaban abiertos. A algunos vecinos los saludábamos con efusivos gestos de las manos, como si nos marcháramos a un lugar muy lejano. Fue un trayecto no muy largo, tras el que nos desviamos a la derecha para tomar una calle por la que se salía del pueblo. La emoción fue muy intensa cuando dejamos atrás las últimas casas y llegamos a un espacio ancho de vega. Francisco, Alberto y yo, Luis Miguel, íbamos de pie, agarrados a los barrotes de la compuerta frontal del remolque. Parecíamos, allí colocados, tres capitanes que surcaban en su nave las aguas de un océano. Había, por aquella parte, casales y huertas desperdigadas, cercadas de toscas almacerías. Al llegar a un cruce, mi padre giró a la izquierda. El camino que tomamos era ahora de tierra; tenía charcos y relejes muy señalados. La marcha, por eso, se hizo a partir de aquel punto más incómoda, con súbitas sacudidas que nos obligaban a agarrarnos con más fuerza a los barrotes de la compuerta.

El día, a pesar del frío, era radiante, sereno. La vega se ofrecía a nuestros ojos como un inmenso paraíso. A lo lejos, frente a nosotros, se alzaba el portentoso murallón de la sierra, con sus cumbres cubiertas de nieve. A veces mi padre volvía la cabeza para ver cómo nos hallábamos; yo, con un gesto, le daba a entender que podía conducir tranquilo. El camino discurría entre balates y acequias con los bordes repletos de hierba. Había también higueras y membrillos en las orillas, a aquellas alturas del año desnudos de hojas. Era un paisaje que conocíamos bien pero al que nos gustaba contemplar desde el remolque. Ungidos por la luz de aquella mañana, nos creíamos herederos de aquella tierra prometida que delante de nosotros teníamos. Se sucedían los herrenales, los maizales de un color de candelabro viejo, las hazas marrones, los terrenales llecos… Veladas por el vapor azul de las distancia, aparecían las choperas, en forma de cuadros dispersos. Dentro de poco llegaríamos a nuestro destino; sentíamos la emoción del viajero que está a punto a avistar el lugar al que se dirigía desde hacía tiempo. Se columbraba, al pie de la sierra, la ciudad, envuelta en una atmósfera de misterio. Todo parecía nuevo aquel día. No había ninguna nube en el cielo. Nunca habíamos pensado que fuera aquel paisaje tan bello. Mi padre era el guía de aquella expedición. Se lo veía contento por habernos llevado con él a la vega. Yo, su hijo, sabía que era feliz en aquellos momentos. Un sol pletórico nos alumbraba. Parecía mentira que estuviésemos a finales de noviembre, muy cerca ya del invierno. Francisco, Alberto y yo, Luis Miguel, nos alegrábamos de no habernos quedado en el corral, donde probablemente entonces estaríamos jugando al fútbol con nuestros amigos. La vega era, ciertamente, un paraíso, donde nosotros nos sentíamos mejor.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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