El relato del domingo, por Pedro Ruiz-Cabello (39): «Resignación»

Octubre era el mes que a ella más le gustaba, quizá porque era en el que había nacido. Le gustaban sus cielos de azul turquesa, manchados en ocasiones por leves nubecillas. Desde el patio, sentada en un sillón de mimbre, se quedaba a veces mirándolos; se relajaba haciéndolo, sus pensamientos fluían por un lecho blando, sin obstáculos que los sobresaltasen. Por las tardes, cuando el sol declinaba, la luz era una caricia del tiempo, una insinuación que quedaba detenida por unos momentos en el aire.

Aquel año, sin embargo, octubre se había presentado lluvioso. Una penumbra fría se había instalado en la casa. Ella no había tenido más remedio que refugiarse en el comedor, al calor del brasero. Su movilidad era muy escasa, se desplazaba con la ayuda de un bastón. A causa de una hemiplejia, su cuerpo se había deteriorado bastante; muchas veces, cuando estaba sola, no podía reprimir un sentimiento de hondo pesar por lo que le había ocurrido, aunque después, reconfortada por la fe, aceptaba con resignación el sufrimiento. Si hacía balance de su vida, debía concluir incluso que eran más las satisfacciones que los disgustos que había tenido: su sobrina, a quien quería como una madre, se había casado con un hombre muy bueno; había visto crecer a sus hijos, que habían llenado la casa de alegría con sus juegos y sus voces menudas; si lo miraba bien, todo aquello parecía una bendición, el cumplimento de una promesa.

La muerte de la madre, ocurrida hacía pocos años, la consideraba como algo natural, como un hecho previsible; su ausencia la tenía ella de algún modo asumida, pues sabía que más tarde o más temprano se habría de producir. Su espíritu, como le hacía creer la fe, continuaba vivo: lo sentía dentro de ella, confundido con el suyo, cuando lo invocaba por las noches. Ella, su madre, le había mostrado el camino que debía seguir: nunca se había apartado de él, aunque era duro, como había comprobado desde que cayó enferma. Siempre se acordaba de aquel aciago momento en que su vida dio un giro radical. Ella se encontraba bien, había estado en misa y, al regresar de la iglesia, comenzó a sentirse mareada, con un fuerte dolor de cabeza; en pocos segundos perdió el control de sí misma, hasta que se desplomó en medio de la acera. Su conciencia se desvaneció, la recuperó unos días después; creyó al despertar que estaba todavía en la iglesia y que la atendían unas vecinas; tenía unas sensaciones muy extrañas, parecía como si estuviera inmersa en una alberca llena de agua y no pudiera salir a la superficie. Lo veía todo borroso, las figuras que antes había distinguido retrocedían, confundidas con un fondo oscuro, en el que su visión se extraviaba.

Tardó mucho en ser consciente de lo que le ocurría; notaba una gran pesadez en un lado del cuerpo, el otro no lo sentía. Apenas podía hablar, lo hacía con sonidos que se le descomponían en la boca. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar algunas funciones: poco a poco logró mover los dedos de la mano derecha, ayudándose de una pequeña pelota de goma, a la que daba vueltas. Gracias al apoyo que le prestó la hermana, consiguió dar sus primeros pasos por la habitación: los daba con mucha lentitud, adelantándose con la mente a cada movimiento. Se hallaba muy torpe, aturdida por un atolondramiento que no sabía explicar. La impotencia que experimentaba le resultaba al principio muy dolorosa, aunque después comprendió que era inútil quejarse de ella, pues le otorgaba la oportunidad de santificarse si se la ofrecía a Dios.

Una de aquellas tardes en que llovía mucho se presentó en la casa su amiga Ana, que venía a traerle unas gachas que había elaborado ella misma. Se sentaron en el comedor, ante la mesa camilla. En los cristales de la ventana la lluvia dibujaba trémulos pentagramas de agua que no tardaban en deshacerse. Ana informó a Aurelia de las cosas que habían ocurrido en el pueblo durante el tiempo en que no se habían visto: eran sucesos sin importancia, de los que se había enterado por las conversaciones que había mantenido con sus vecinos. Aurelia la escuchó con paciencia; de vez en cuando intervino para comentar algo. Siempre sucedía lo mismo. Sus diálogos estaban entretejidos de silencios, de pausas que semejaban páramos de sonidos. Después de uno de aquellos intervalos, Ana preguntó a Aurelia por qué no se había ido de monja; se lo había preguntado muchas veces, como si no estuviera satisfecha de sus respuestas. Aurelia sonrió con resignación antes de contestar; pensó que no se había explicado bien o que quizá la amiga no la había entendido.

—Cada vez tengo más claro que no fue una decisión mía —dijo—: Dios no quería que ingresara en un convento; tenía destinado para mí que sufriera, porque mi camino, como el de Jesucristo, era la cruz, la cruz con que he cargado desde que caí enferma.

Un nuevo silencio se interpuso entre ellas. Parecían las dos meditar. La lluvia seguía dibujando en los cristales notas que enseguida se borraban; se oía su insistente tintineo en el patio, como una canción que tristemente sonara en otro tiempo, en una época remota de la historia.

—Tú tampoco te casaste —rompió el silencio Aurelia.

—Tampoco lo quiso Dios —repuso Ana.

Pedro Ruiz-Cabello Fernández

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