Lo casero –doméstico, familiar, hogareño (RAE)– ha sido siempre un sinónimo de calidad. Al menos así lo creía yo hasta que, como suele pasar, la realidad adelantó a las definiciones de los doctos académicos de la Lengua.
Pasó en tierras más o menos lejanas, cuando la “familia” se convirtió en una “organización clandestina de criminales” (juego, prostitución, drogas, etc.). Y, ahora, parece ser que la distancia se ha acortado –en kilómetros y formas– llegando a ser “residente con papeles” en nuestra tierra.
Os lo aseguro: mi hartazgo comienza a afectarme a los pulmones de la democracia. El alma ya me pedía, tiempo atrás, ventilación asistida. “A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero” (Miguel Hernández, “Elegía”, “El rayo que no cesa”).
Y ese grito de conciliación, que elevara el poeta en enero de 1936, es desoído día a día, a golpe de Boletín Oficial, entre aplausos de los convivientes y broncas de los que no lo son.
¿O parece que reflexionemos, ahora y aquí, sobre la imprescindible recuperación de ese espíritu de convivencia y respeto que tanto necesitamos? Entended –al menos yo así lo enaltezco en mis plegarias– que ponerlo al día es un acto de resistencia y esperanza; una actitud de apertura y empatía hacia los demás; solo así podremos construir una sociedad más justa, donde la diferencia no sea motivo de división, sino de enriquecimiento mutuo; y que ese lugar, ese espacio de autenticidad, puede estar en cada uno de nosotros si decidimos cultivarlo.
¡Por todos los dioses, sacadme de mis dudas! Estoy llegando a pensar que lo de “vivir en sociedad universal” no es más que una utopía; que el “respeto a las personas” ha quedado en el olvido; y que la “paz social” ha sido abandonada.
¿Estaremos volviendo a organizarnos en clanes o tribus de carácter insolidario? ¿Estaremos reavivando las enseñanzas de la “escuela cínica” sobre la toma de decisiones del propio individuo como único camino?
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