Yo soy un hombre con suerte: me puedo considerar afortunado desde que tuve una experiencia reveladora, desde que me convertí en portador de un secreto. No se trata de nada material, de un tesoro con el que mi vida haya cambiado: si hubiera sido por eso, tal vez no estaría diciendo lo que digo, porque todo lo material se diluye o no hace feliz a nadie con el tiempo; quien cifra su felicidad en la posesión de un tesoro acaba siendo esclavo de él, el tesoro lo domina hasta anular por completo su voluntad. Quizá haya personas ingenuas que se aferran a la creencia de que las riquezas todo lo pueden y que no alcanzan su plenitud hasta que no las tienen. El mundo está así construido: se basa en falsas creencias, en arquetipos que se repiten.
Yo, por naturaleza, fui rebelde: nunca quise ser como la mayoría; siempre buscaba algo diferente, algo que a mí me distinguiera del resto. Si elegí el oficio de alfarero, fue, entre otras cosas, porque ya no se llevaba, porque estaba en decadencia o había caído prácticamente en desuso. En mi taller doy forma a objetos que luego vendo a particulares o a dueños de tiendas a los que conozco. Como estoy soltero, con lo que gano de las ventas tengo más que suficiente para vivir. Es un oficio tranquilo este: los objetos poco a poco se van configurando entre mis manos hasta que adquieren el contorno que yo deseo, un contorno preciso y reconocible, que es el que luego los define en su uso diario. A mí me relaja lo que hago, soy un creador que fabrica útiles a partir de materiales informes: el acto de crear es hermoso, es emocionante. No lo vence, aunque así se piense, la rutina; yo estoy convencido de que cada una de mis creaciones es distinta, tiene vida propia. A un escultor le pasará lo mismo con sus obras: tratará de dar a cada una un sello especial, un rasgo que la caracterice. La verdad es que admiro a los escultores: después de lo que me ocurrió, no me abandona la idea de esculpir también, de dar forma a lo que vi.
Soy también hombre de caminos: me gusta andar por ellos, es una afición que no he dejado de cultivar desde que era joven. No sé por qué comencé a hacerlo, tal vez por distraerme. Es una de mis condiciones, la de andariego: de alguna manera el camino es una imagen de la vida, es símbolo de ella. A veces, cuando no tengo nada que hacer, tomo uno de los caminos que parten del pueblo y estoy dos o tres horas andando. Siento la emoción del viajero, del que se aleja de un punto para trasladarse a otro nuevo. He descubierto lugares maravillosos; el campo alberga parajes muy bellos. La sensibilidad de la que estoy dotado me ha permitido disfrutar de muchos de ellos: el embelesamiento que me producen es una de las sensaciones más placenteras que he experimentado. Algunos días me he alejado incluso más de lo acostumbrado en busca de un nuevo prodigio. Hay un camino por el que transito mucho. Está flanqueado de álamos; muy cerca de él discurre un río, del que a veces se oye el tintineo de las aguas. En otoño presenta un especial encanto, pues las hojas de los álamos toman un color flavo, muy próximo al rojizo. Una tarde, animado por lo que estaba viendo, tuve ganas de seguir andando más allá del punto donde solía volverme. El sol ya declinaba; manchaba de una luz cobriza el paisaje. Parecía todo más íntimo, como recién salido de un sueño. No era raro que transitasen por allí a aquella hora rebaños de cabras o de ovejas.
Aquel día, sin embargo, no me encontré con ninguno. Anduve sin prisa, aunque tenía previsto regresar dentro de poco. Me alejé unos doscientos metros más, quizá trescientos. La luz era cada vez más escasa; el sol había dejado sobre las colinas un fulgor encarnado. A la derecha del camino, a no mucha distancia de los álamos, había una olmeda. De pronto creí ver algo extraño en ella; me pareció que la cruzaba un extraño animal. Tal vez era efecto de la hora, de la falta de luz. Fueron unos segundos. Atraído por el misterio, decidí acercarme a la olmeda. Era un enjambre de penumbra. Permanecí parado, ansioso por lo que pudiera aparecer. Cuando ya me iba, oí una especie de crujido. Sonó muy cerca de mí, a unos pasos tan solo. Acaso alguien se ocultaba tras un olmo. El sonido se repitió, ahora más nítido. Tuve la impresión de que era vigilado. No me moví, aguanté como pude. Transcurrió un tiempo, al cabo del cual asistí a un hecho inaudito: un unicornio pasó raudo ante mí; tenía la crin blanca, los ojos de azabache, el cuerno estrecho y de un tono azulado. Pasó solo una vez, aunque fue suficiente para que yo creyera que lo había visto. No, no había sido producto de la imaginación; lo tuve muy claro en aquel momento.
Me consideré desde entonces un afortunado, un ser escogido por la Providencia para que fuera testigo de la aparición de un unicornio. He guardado el secreto con celo; tenía miedo de que se rompiera el hechizo en el que vivo si lo contaba. Habrá mucha gente que no lo crea; yo no trataré de convencerla, no es ese mi objetivo. Lo único que pretendo ahora es dar fe de que cuanto me sucedió después ha sido extraordinario: por eso decía que soy un hombre con suerte. No es una fortuna que se cifre en riquezas o en actos brillantes, con los que se culmina una carrera. No es eso. Es algo muy profundo: es un júbilo que siempre bulle en mí, un gozo infinito. El unicornio, con su aparición, me ha hecho feliz. Es lo que quiero comunicar al mundo, que hay una vida más bella que quizá no han descubierto todavía nuestros ojos.
Me he propuesto esculpirlo; es la única misión que me queda. Deseo tallar su imagen para que todos la contemplen, para que crean en lo que yo creí. Ojalá acierte: ojalá mis manos sepan dar forma a aquel ser fantástico que a mí se apareció.
Deja una respuesta